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EN LA «ARCADIA» EXTREMEÑA... ESCUELA Y EL «CARA AL SOL»

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Lo que sigue son sensaciones de mi infancia, de cuando casi recién terminada la Guerra Civil, en 1939, la situación de mis hermanos y la mía propia en términos de nutrición era más que penosa, por las carencias alimenticias que se padecieron en Madrid a lo largo de los duros años de racionamiento. Y ello a pesar de que mi padre recibía de vez en cuando algunas remesas de vituallas de sus pacientes de extracción más rústica.

El caso es que ante el potencial riesgo de padecer raquitismo y para mejorar nuestras condiciones en tiempos de máximo crecimiento por la edad, aparte de recurrir al «estraperlo» para comprar lo más elemental —en la puerta del metro o en las inmediaciones de los mercados municipales—, mi padre, que por entonces estaba en la cárcel, instruyó a mi madre para que nos fuéramos a Extremadura a pasar una temporada. Concretamente, a Don Benito, aprovechando el ofrecimiento que le había hecho un viejo amigo suyo, Don Diego Mera, que tenía propiedades en Badajoz, entre el Guadiana y La Serena.

El viaje lo hicimos con mi madre a principios de junio de 1940, en tren, en un vagón de primera que me pareció de gran lujo, y que en el respaldo de los sillones llevaba las iniciales de la Compañía Madrid-Zaragoza-Alicante (MZA); la Renfe se crearía al año siguiente.

Fue un trayecto de unas diez horas, para cuatrocientos kilómetros, y en el departamento en que íbamos alguien que leía un periódico me lo dejó —yo tenía siete años—, y en una de sus páginas pude ver un mapa de Europa occidental en el cual se representaba el avance alemán que ya se adentraba en Francia por el norte: el prolegómeno de lo que pocos días después, el 16 de junio de 1940, sería la penosa rendición de la República Francesa ante el régimen de Hitler en un encuentro que tuvo lugar —a modo de vendetta— en el mismo vagón ferroviario en que el 11 de noviembre de 1918, en el bosque de Compiègne, Alemania había aceptado el armisticio de la Gran Guerra. Por entonces, a pesar de mi corta edad, ya seguía los episodios de la contienda a través del semanario Mundo, siempre lleno de interesantes mapas de las operaciones militares.

Llegamos a Don Benito y nos instalamos en casa de Don Diego, mis dos hermanos mayores, José y Rafael, y yo. Mi madre permaneció con nosotros sólo por unos días; luego se volvió a Madrid para seguir enfrentándose a los duros problemas de su vida, y para cuidar a sus otros dos hijos, los más pequeños, Juan y Concepción.

La casa de Don Diego Mera la ubicábamos oralmente en forma de pareado: «Don Antonio Maura, 22, Don Benito, Badajoz». Tenía un amplio patio-jardín en el centro, en tanto que en un extremo del edificio había un corral con gallinas y patos, y una cochiquera al fondo en la que se criaban tres o cuatro cochinos para la matanza, que se hacía coincidiendo con el día que señala la vieja máxima: «A todo cerdo le llega su San Martín». Rito al que tuvimos ocasión de asistir, para escuchar aterrorizados los alaridos de los animales, plenamente conocedores de que les había llegado su hora final. Colgados de una viga travesera, con un cuchillo se les practicaba un corte en la yugular, del cual salía la sangre a borbotones que recogían en un cubo para luego elaboran las morcillas. La fiesta era un tanto bárbara, con celebración gastronómica de primeras sangrillas, alguna chuleta y lomo fresco recién asado, en compañía de sardinas y chocolate hecho.


Don Diego era persona muy afable, y a los tres hermanos, sus huespedes, siempre nos trató bien, permitiéndonos que a cualquier hora entráramos en su biblioteca, donde había libros de todas clases, así como mapas colgados en la pared. Y recuerdo muy bien cómo fue allí donde, por primera vez, al pie de un mapa del hemisferio occidental, pude leer lo de América Latina, preguntándome yo si es que allí hablaban latín. Y al respecto no dejaré escapar aquí la ocasión para recordar, a algunos que consideran el término como altamente científico, que su origen proviene de Napoleón III. De cuando planeó la entronización de Maximiliano de Austria como emperador de México, en 1864. Así, en la idea de asociar a Francia con un proyecto que presumió duradero, en vez de hablar de la «América antes española», como siempre decía Simón Bolívar, decidió que lo más oportuno era referirse a «América Latina» y olvidar a España.

Otro de los vivos recuerdos que guardo del tiempo que pasé en Don Benito es la siesta, casi obligada por las altas temperaturas del largo verano. En medio de la somnolencia, por la ventana entreabierta del dormitorio que daba a la calle, con la persiana bajada, me viene a la memoria la voz que pregonaba cadenciosamente: «¡El Hoy ... de hoy! ¡El Hoy ... de hoy!».

El Hoy era el periódico que se publicaba entonces, y sigue editándose ahora, en Badajoz, que llegaba a Don Benito por la tarde, y que para mí fue la primera referencia de prensa diaria. Lo leía casi ávidamente cuando llegaba a mis manos después de pasar por la meticulosa inspección de Don Diego.

Claro es que en la casa de «Don Antonio Maura, 22, Don Benito, Badajoz», no todo eran caras felices, y yo lo notaba, especialmente cuando algunas noches, Don Diego, al llegar para la cena, mostraba su semblante más severo. Había estado en el casino, donde de una manera u otra llegaban las noticias sobre los juicios políticos que todavía seguían haciéndose en aquella como en otras partes de España, a pesar de que había pasado más de un año desde el final de la Guerra Civil. Y a preguntas de su mujer, Doña Josefina, él contestaba con laconismo, con el tono más dramático en su voz:

—Van a fusilar a Félix, Felipe y Cristiano... ya sabes quiénes son. De modo que todos los avales que hemos reunido para que les conmutaran la pena de muerte han sido inútiles. Realmente, no sé adónde vamos a parar...

Estas palabras, para mí, ya eran plenamente inteligibles, y en los pequeños interrogatorios que hacía a Consuelo, una sobrina de Don Diego, al final acababa por enterarme de la más cruel persistencia de los efectos de la guerra, que en términos de fusilamientos, en gran número, continuarían a lo largo de tres o cuatro años más...


Pero en Don Benito también seguía la vida, y al terminar las vacaciones de verano empezamos a ir a una escuela privada, que regentaba un viejo maestro, Don Juan, siempre de corbata negra y vestido de negro. Hombre inflexible, trataba de mantener el más absoluto silencio en una clase integrada por toda clase de niñatos y jovenzuelos bárbaros, que estábamos por la diversión a cualquier hora de la mañana o de la tarde, con las ocurrencias más disparatadas, muchas veces rayanas en el vandalismo.

Rara era la clase en que algún compañero no llegaba a la escuela con una lagartija, una rana, o un ratón; o una piara de cucarachas, o una reata de moscas ya cruelmente despojadas de sus alas. Toda esa fauna menor se introducía en el pupitre como nueva microarca de Noé, y en el momento más inesperado se soltaban por el aula con la consiguiente algarabía de la infantil concurrencia, y con gritos conminatorios de ordeno y mando por parte de Don Juan. Al final, los alborotadores habían de subir al estrado, extender la palma de la mano, y con una regleta flexible, todo hay que decirlo, el maestro palmeaba diez o más veces al infractor; como inmediato e indiscutible castigo sin apelación posible. Y sin más consecuencias que un pasajero dolor que, por lo demás, no generaba el menor propósito de enmienda.

En la escuela, al final de las clases de la mañana, y antes de darnos «la suelta», la hija de Don Juan subía al aula, vestida de camisa azul, muy arremangada ella, con su bolsillo pectoral luciendo el bordado del yugo y las cinco flechas de Falange. Nos ponía firmes a todos —también a su padre—, y con el brazo en alto entonábamos —confieso que con entusiasmo insensato, sobre todo al principio— el «Cara al sol»; himno del que, andando el tiempo, conocería a uno de sus autores, Dionisio Ridruejo. Y naturalmente, cuando llegábamos a esa estrofa que dice «impasible el ademán», todos decíamos «imposible el alemán».

Cuando no había escuela, o cuando nos escapábamos de ella, en pandas de diez o doce mocitos, íbamos al campo, sobre todo a un montículo llamado El Guijo, donde estaba el depósito de agua del pueblo. Y por allí, en las charcas que había, nos dedicábamos a recoger renacuajos, ranas, saltamontes o ratones de campo, haciendo acopio de tales especímenes para nuestro particular stock en la escuela.

Otras veces, en la tarde, se organizaban peleas entre diferentes grupos de chicos del pueblo, conviniéndose encuentros para tirarnos guijarros unos a otros en una «drea» —por pedrea—, como se conocía el combate a cantazo limpio. Generalmente en una parte deshabitada del pueblo, de casas venidas abajo de puro viejas, conocidas como «las casas rundías».

Durante nuestra estancia en Don Benito adquirimos el acento extremeño más puro, y al volver a Madrid, los tres hermanos nos jactábamos de ello. Ante el estupor de las visitas que pasaban por casa, y que esperaban ver unos niños atildados y bien hablados, decíamos aquello de: «El que no diga jacha, jigo, jiguera no es de mi tierra», obviamente por la forma de pronunciar la h en la tierra de Gabriel y Galán y de Chamizo.

Estuvimos todo un curso escolar, 1940-1941, en Don Benito; luego regresamos a Madrid y, tras una estancia de ocho o diez semanas, nos volvimos para el pueblo, pues la cuestión de los alimentos, lejos de mejorar, estaba empeorando. Debió de ser en agosto de 1941, y de ese nuevo viaje —ya sin mi madre, que había muerto meses poco antes— me vienen al recuerdo, nuevamente, los mapas en la prensa, concretamente en el diario Ya, que tenía mucha capacidad cartográfica, aunque menos que el admirable seminario Mundo.

Así, un año después de la firma del armisticio franco-alemán de Compiègne en 1940, los escenarios bélicos eran los del avance alemán en la URSS —a través de los países bálticos, Bielorrusia, Rusia y Ucrania— en la primera fase triunfal de la Blitzkrieg, o «guerra relámpago», de Hitler contra los soviéticos. Algunos dirán que a tan temprana edad, apenas ocho años, yo era el «repelente niño Vicente», pero el caso es que ya por entonces le tenía gran afición, como dije antes, a todo lo cartografiado y a todo lo historiado en el día a día de la guerra más terrible de la historia; en la que por los efluvios familiares nos sentíamos por entero ya del lado de los aliados y frente a los dictadores de Alemania, Italia y Japón.


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