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LA CONSULTA DE SOCUÉLLAMOS Y EL MAQUINISTA

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Al salir de la cárcel tras dieciocho meses, mi padre hubo de enfrentarse a tiempos difíciles, intentando ganarse la vida lo mejor posible, tras haber sido privado de su puesto como profesor en la Facultad de Medicina y de su cargo de médico de la Beneficencia Municipal de Madrid. Y con el propósito de allegar algunos recursos, se asoció con un compañero presidiario, el doctor Ramón Ramos; un personaje extraordinariamente complejo, extremeño él, de Miajadas, Cáceres, villa de la que decía era una de las más ricas de España por sus olivares y su ganadería, para, a renglón seguido, precisar que, sin embargo, tanta riqueza estaba muy mal repartida.

En las difíciles circunstancias de la posguerra, Ramos propuso a mi padre abrir una consulta económica en un pueblo de la provincia de Toledo, Socuéllamos, que contaba con feria agrícola y ganadera el primer sábado de cada mes. Se trataba de tomar allí, en alquiler, un par de habitaciones en la Plaza Mayor, donde se reunían los feriantes.

—¿Y estás seguro, Ramón, de que la cosa va a sernos de provecho?

—Te lo aseguro, Manuel. Yo tengo parientes allí, y los días de feria se concentra mucha gente a comprar y vender. Y como cada hijo de vecino sufre de sus dolencias y la asistencia pública domiciliaria no existe prácticamente en la zona, la gente no encuentra solución para sus males... Lo nuestro sería mano de santo...

Mi padre meditó las palabras de su amigo, que en los asuntos crematísticos le merecía toda la confianza, y a Socuéllamos fueron por lo menos cuatro o cinco veces, incluso con mayor éxito económico del previsto. Muy temprano, los sábados, a eso de las seis de la mañana, ya estaban en la estación de Atocha, para tomar el tren que salía con destino a Murcia y que en Quintanar de la Orden tenía una bifurcación en dirección a Alicante. De manera que al pasar por Socuéllamos, donde el tren no tenía parada, previo acuerdo con el maquinista —al que daban dos duros de propina para que ralentizara la velocidad—, se apeaban en marcha en un llano que había poco antes de llegar al apeadero del pueblo.

Todo fue muy bien hasta que un día llegaron a Atocha y le dieron sus dos duros al maquinista, se subieron al coche y allí se quedaron traspuestos por el madrugón. Luego se enterarían de que el tren había salido con retraso porque el retribuido maquinista se sintió indispuesto y fue sustituido por otro.

En tales circunstancias, al avistar el pueblo desde la plataforma exterior del coche, observaron con toda sorpresa que conforme se acercaba a Socuéllamos, el tren no aminoraba su marcha ni poco ni mucho. Y aunque no llevaba la velocidad de los AVE de ahora —no se pasaba de setenta kilómetros como máximo—, decidieron apearse como fuera, pues de otro modo habrían perdido un día de trabajo con ingresos muy esperados en casa. Dándose ánimos el uno al otro, en un paraje de relieve poco complicado, se arrojaron del tren cuando parecía que se iniciaba un repecho... Cayeron de mala manera sobre la dura tierra, haciéndose contusiones y erosiones varias... y malparados llegaron al apeadero de Socuéllamos, donde los esperaba el paisano que en su carreta los acercaba habitualmente al lugar de la consulta:

—¡Pero cómo vienen ustedes, que parecen dos Cristos! ¿Qué les ha pasado? Ya me temía yo una cosa así algún día... Hoy vi pasar el tren a toda velocidad. Pero claro... con el compromiso que tenía con ustedes aquí, decidí quedarme a esperarles... ¡Santo Dios, qué cosas ocurren en la vida... se han salvado de verdadero milagro!

En su carreta, y más molidos que Don Quijote tras la aventura de los molinos, los dos médicos llegaron a la consulta y allí se arreglaron como pudieron. Y con un cierto retraso empezó la práctica médica, con toda clase de muestras de sorpresa de la selecta clientela, que supo apreciar cómo los más necesitados de atenciones eran precisamente los propios médicos.

La peripecia sufrida alertó a los dos socios que, poco después, abandonaron su arriesgado emprendimiento en Socuéllamos. También es verdad que ya para entonces mi padre iba encontrando en Madrid otras posibilidades de trabajo con menor accidentalidad.


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