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REGRESO A MADRID. EN EL LICEO FRANCÉS

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A la vuelta de Extremadura, mi padre, que era hombre muy engarzado con todo lo transpirenaico, nos matriculó a mis hermanos José y Rafael, y a mí, en el curso 1942-1943, en el Liceo Francés de Madrid, en su Sección Española. Era un bachillerato organizado por presión del régimen de Franco, se supone que con la intención de que el colegio oficial galo, o «gabacho» incluso, tuviera su vertiente hispana; y también para que el título expedido en ella estuviera en paridad con el de cualquier instituto español de enseñanza media.

A los efectos de matricularnos, mi padre mantuvo una larga entrevista con el director del Liceo, el profesor Blanc, en un despacho, recuerdo, confortable y luminoso, pues estuvimos allí los tres hermanos mayores, para aquella entrevista, que sin duda se vio facilitada por la circunstancia de tener algún amigo común, o por el prestigio atribuido a mi padre. De otra manera no me explico cómo el director nos recibió con tanta prosopopeya; nosotros, claro está, íbamos pulcramente vestidos y repeinados.

El Liceo estaba por entonces situado en la hermosa calle del Marqués de la Ensenada —en el mismo edificio que actualmente es sede del tan vituperado Consejo General del Poder Judicial—, un nombre que desde el principio me pareció muy sonoro y que luego me gustó aún más. Al conocer la historia de Don Zenón de Somodevilla y Bengoechea, secretario de Hacienda —y casi podría decirse que primer ministro— que en el mando de Fernando VI, a mediados del siglo XVIII, fue el impulsor de la nueva grandeza de la Marina española; con tal eficacia, que Inglaterra no cesó en sus tejemanejes hasta que el rey español cesó al gran marqués.

En aquellos tiempos de oscurantismo, quiero decir del franquismo, cuando prácticamente todos los demás colegios estaban en un continuo ritornello de educación patriotera, de ensalzamiento del nacionalcatolicismo y de rechazo incluso de criterios científicos en favor de dogma, lo cierto es que tuvimos excelentes profesores. En buena parte llegados a nuestro centro de estudios tras la disolución de la Institución Libre de Enseñanza.

Esa transfusión profesoral fue la causa de que durante el bachillerato aprendiéramos de todo, como en una anticipada universidad: en lo que era una especie de islote educativo del más alto nivel, enlazando —lo creo sinceramente y muy agradecido— con lo mejor del regeneracionismo español y, al tiempo, con el espíritu de la Ilustración y la Enciclopedia.

Al profesor Blanc, que fue llamado a Francia en 1944, según se supo, por ser de la Francia de Vichy, le sustituyó monsieur Cabillon, un excelente organizador según mis juveniles apreciaciones, y de quien me quedaron grabados en la memoria varios episodios de su gran capacidad y decidido espíritu. El primero, relativamente trivial, con ocasión de una gran nevada que hubo en Madrid en noviembre de 1947. Ante la cual, y para prevenir cualquier posible accidente de sus pupilos, se situó en la puerta de salida a la calle Marqués de la Ensenada y, con su voz de bajo, a medida que desfilábamos en formación, iba diciendo:


Direct, direct, directement à la maison, sans s’arrêter à la Place de las Salesas... Direct, direct, directement à la maison, sans s’arrêter à la Place de las Salesas...


Sin embargo, los efectos de esa alocución precautoria no duraron más de un minuto, ya que inmediatamente de alcanzar la calle nos dispusimos para el inevitable combate de bolas de nieve. Y aprovechando que pasaban algunos coches rodando lentamente sobre la calzada casi convertida en pista de patinaje, nos situábamos detrás de ellos, y agarrándonos al parachoques nos dejábamos arrastrar como si fuéramos en trineo.

A los pocos días de ese performance, como algunos dicen ahora, sucedió que mi padre fue al cine, y en el No-Do salió la gran nevada sobre Madrid, con las escenas callejeras de unos improvisados patinadores. En un momento dado, con gran sorpresa, exclamó: «¡Andá, pero si es mi hijo Ramón!... ¡Este chico es la piel del diablo!».

Según me comentó alguien después, mi progenitor se echó a reír estrepitosamente. En el fondo, orgulloso de que su tercer retoño tuviera ideas tan geniales..., como si yo fuera Napoleón atravesando el norte de Alemania en trineo, en el gélido otoño de 1812 tras su patética retirada de Moscú...

Aparte de las historias de monsieur Cabillon —una de las personas que en mi infancia me produjo mejor impresión por su rigor y sentido de lo que luego supe se llama autorictas—, nuestras actividades en el Liceo Francés de Madrid discurrieron casi siempre de manera bien plácida, y con plena conciencia, ya por entonces, de que estudiábamos en un gran colegio.


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