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DESPUÉS DE LA VICTORIA... LA CÁRCEL Y UNA TRISTE HISTORIA

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Oficialmente, mi padre pasó a la cárcel el 28 de marzo de 1939, no por ser médico del ejército republicano, sino por acusaciones de algunos colegas vengativos del otro bando, que contribuyeron a que se le imputaran delitos comunes que nunca había cometido.

De esos tiempos carcelarios, mi padre contó una vez que al principio de la reclusión dormían muy apretados sobre petates puestos en el suelo, muy próximos entre sí, y que sólo a la mañana siguiente, por los huecos que se veían ya sin ocupar, sabían de los condenados a muerte que se habían llevado para fusilarlos. En ese lóbrego ambiente, una noche, un compañero, al que aquí llamaremos Jesús, después del toque de silencio, se movía insistentemente a su lado. Mi progenitor le dijo que se tranquilizara y que sólo así podría dormirse, pero sin conseguir que se aquietara. Entonces se dio cuenta de qué pasaba y le reconvino:

—¡Pero Jesús... masturbándote, aquí, y a estas horas!

—Sí. ¿Qué quieres, Manolo,... si hoy por la mañana van a fusilarme...?

Otra historia menos dramática. En la cárcel, mi padre pasaba consulta de presos en una elemental enfermería, donde un amigo suyo, el doctor Trobo, que sería el dentista de nuestra infancia, le invitó a relajarse un poco.

—Anda, vamos al botiquín, a reponer fuerzas después de la miseria de rancho que nos han dado...

Y una vez en el pequeño local, con mucho misterio, Trobo extrajo de un armario un frasco de líquido transparente. Sirvió de él dos vasos, agregando un poco de agua del grifo:

—Toma, el mejor «pajizo» que vas a beber en tu vida. Alcohol vínico puro de 90 %... y con mi solución hídrica, unos cuarenta grados...

Inevitablemente, mi padre recordó al desgraciado brigadista canadiense de Villa Gangrena.


Dentro de lo tenebroso de la vida carcelaria, también anidaba la esperanza de que la dictadura que pesaba sobre España sería de corta duración. Y así, en el verano de 1939, mi padre —según él mismo me contó—, en una de las visitas que le hizo mi madre, le dijo:

—Haced todo lo posible para que con esos «avales» que estáis buscando —de gente del Régimen que se atrevía a defender a sus amigos «rojos» frente al nuevo orden— pueda estar en la calle antes de octubre..., porque para entonces Alemania podría haber iniciado la guerra con la invasión de Polonia.

Y así sucedió efectivamente: el 1 de septiembre de 1939 empezó la Segunda Guerra Mundial, cuando tropas nazis echaron abajo las barreras de los puestos fronterizos e invadieron el país de Chopin, madame Curie, Stokowski y Pilsudski... Uno de los episodios que Woody Allen evoca, con magistral ironía, al decir aquello de que «cuando oigo música de Wagner... ¡me entran unas ganas de invadir Polonia!».

En la cárcel, mi padre reflexionaba sobre los efectos de la Guerra Civil si la República no la hubiera perdido:


Si hubiéramos ganado, yo ahora sería general del Cuerpo de Sanidad del Ejército Popular. En poco tiempo, eso es lo que habría sucedido. Pero durante la batalla de Teruel, que se prolongó por dos meses, de diciembre de 1937 a enero de 1938, me di cuenta de que era imposible ganar. La derrota de las tropas de Mussolini en Guadalajara nos dio alguna esperanza, pero luego...


A pesar de las privaciones de estar entre rejas, y de la angustia que se derivaba de las dificultades de la familia fuera del siniestro recinto, en la prisión, mi padre se repuso físicamente de los cansancios de la guerra. Fue con su puesta en libertad «vigilada» cuando empezaron a surgir las complicaciones más amargas, de una relación nacida entre él y una de sus colegas en los hospitales de sangre de aquella contienda monstruosa; que en los avatares de la posguerra se transformó en verdadera liaison dangereuse, que inevitablemente creó toda suerte de problemas familiares, insoportables para mi madre. Carmen de nombre, como tantas miles de españolas, mi progenitora era una mujer sencilla, buena, guapa y entregada en cuerpo y alma a sus cinco hijos, y a su marido... tanto que no concebía que él pudiera tener el menor devaneo amoroso. Y si hubiera sabido esperar, seguramente todo habría acabado pasando, pero en su mente obsesionada no cabía entender lo difícil que era para cualquier hombre hacer una guerra de largas ausencias sin ni siquiera mirar a otra mujer.

Durante algún tiempo, al percatarse de la dura realidad, mi madre trató de soportarla. Sin embargo, las circunstancias, lejos de evolucionar a mejor, se hicieron cada vez más difíciles, y progresivamente fue sumiéndose en la desesperación de los celos. De lo que dejó constancia en una carta que años más tarde encontré en la casa paterna, dentro de un libro. En aquel escrito se apreciaba claramente su estado de ánimo de profunda amargura:


Estás haciendo de mí —le escribía a mi padre— una completa desdichada. ¿No te das cuenta de mis sentimientos? Por mucho que pretendas lo contrario, no has tenido nunca la suficiente sensibilidad para adentrarte en mi alma de mujer, y ver cómo se sufre la falta de amor y de cariño.

Recapacita, reflexiona, pero si dejas pasar mucho tiempo así, yo no sé qué haré. Desde luego, no seré responsable de nada, porque eres tú quien me está empujando al estado de postración en el que voy hundiéndome más y más cada día que pasa. Si al final tomo la decisión en que estoy pensando, el único culpable serás tú.


Su decisión fue irreversible: el suicidio.

Mis hermanos y yo, sin ninguna explicación de nadie, un día dejamos de ver a nuestra madre. Nos vimos trasladados a casa del tío Fermín, en las proximidades del parque del Retiro. Allí estuvimos conviviendo con nuestros primos, también cinco hermanos.

De aquellos días recuerdo el «descubrimiento» del inmenso parque, donde pasábamos largas horas todas las mañanas, generalmente acompañados de mi prima mayor, Felisina, siempre dulce y solícita con nosotros. Todavía cuando la veo, ya ambos en edad provecta, me doy cuenta de lo mucho que nos cuidó en aquellos días difíciles, al igual que sus hermanos Joaquín, Santiago, José Antonio y Luchi.


Más que unas memorias

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