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EL «PLANETA DE LOS TOROS»: AVA Y LA NOCHE DE VILLA ROSA

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En su viudedad, mi padre repartía su trabajo profesional entre un hospital dirigido por un colega, en el que veía enfermos y operaba, su propia consulta y sus clases de anatomía en casa. En el área clínica le fue bastante bien, pues aún no había seguro de enfermedad —empezaría en 1943— y la consulta de Don Manuel se nutría de pacientes a veces adinerados que iban poniéndole a flote.

A los efectos de sus alumnos de anatomía, en la habitación de casa donde daba la clase —el «gabinete», como se conocía aquella pieza—, había una gran caja llena de huesos, con una calavera, y sobre una tabla siempre se veían figuras de plastilina de diferentes colores, representativas del encéfalo, de cortes seccionales del cuello, del corazón, etc.

El tiempo libre lo dedicaba mi padre a la pintura y la escultura, con buena capacidad de expresión. También incursionaba en la poesía, e improvisaba cualquier clase de discursos para cenas de amigos, con no poco sentido del humor. Pero todo lo expuesto, con ser buena muestra de su recuperación psíquica, no suponía una solución definitiva a su vida, porque sus ambiciones profesionales se vieron arrumbadas con la «victoria de la cruzada» y la depuración subsiguiente de toda clase de «rojos».

En esas circunstancias, como le había sucedido a su propio padre —mi abuelo— cincuenta años atrás, Don Manuel estuvo considerando la posibilidad de emigrar a América, a Panamá, como en 1939 había hecho un compañero suyo, el doctor Herrera, quien con sus grandes aptitudes pronto pasó a desempeñar un alto cargo en la sanidad pública de aquel país. Y fue desde esa posición como le ofreció la posibilidad de empezar una nueva vida profesional en el Nuevo Mundo. Idea que en poco tiempo mi padre descartó definitivamente.


En la España dividida la vida continuaba, y en ella surgió como nueva ocasión vital para mi progenitor el «planeta de los toros». De la mano de Luis Miguel Dominguín, con quien le conectó un amigo común, el doctor Marchán, natural del mismo pueblo de Toledo, Quismondo, donde la familia taurina de los Dominguín tenían su finca, de nombre «La Companza».

En aquellos tiempos, las enfermerías de las plazas de toros estaban en condiciones más que elementales. Como se demostró el 27 de agosto de 1947, con ocasión de la cogida de Manolete en Linares, por el toro de nombre Islero de la ganadería de Miura. Tras la grave herida de asta, se le hizo una primera intervención en la enfermería, tumbado en unos tableros sobre caballetes, con capotes de lidia haciendo de amortiguadores.

A mi padre le llamó por teléfono Dominguín, que formaba cartel taurino aquella tarde con Manolete, para que urgentemente se trasladara a Linares, a fin de ayudar con su ciencia al diestro recién cogido. En pocas horas se presentó allí.

—Cuando llegué y vi a Manolete, ya en un hospital de Linares, tras la segunda intervención que se le practicó, estaba virtualmente muerto. No había nada que hacer. Presentaba todos los síntomas de un shock anafiláctico irreversible.

Después se concretó que realizadas cuatro transfusiones de sangre al diestro de la triste figura, se le hizo una quinta, esta vez sólo de plasma, en condiciones inadecuadas, y por decisión de un médico que mostró la más total impericia.

De ese episodio surgió la idea de que Don Manuel y el doctor Marchán acompañaran —con todo su instrumental quirúrgico, sangre, plasma y fármacos— a Luis Miguel, a las corridas que se celebraran en las plazas más difíciles. Lo que abrió a mi padre un gran número de vivencias: no sólo con Dominguín y otros toreros, entre ellos Antonio Ordóñez, sino también con amistades como la que llegó a tener con Ernest Hemingway, en la temporada taurina en que el autor de Adiós a las armas —para mí, con mucho, su mejor novela— escribió El verano sangriento, acompañando a Ordóñez a un buen número de corridas.

De aquella amistad quirúrgico-literaria quedan fotos en las que aparecen mi padre, el matador Ordóñez y el novelista norteamericano; los tres apoyados en el pretil de un puente sobre el Ebro con ocasión de la Feria de San Mateo en Logroño. Con una frase escrita a mano por el propio Hemingway en la que dice: «Ojalá que las barbas [alude a las suyas] no son [por sean] falsas. Ernesto».


La verdad es que al escribir este libro me he dado cuenta de la relación tan estrecha que he mantenido con una serie de personas a lo largo de mi vida: primero con mi abuelo, luego con mi padre y mis hermanos, y también con el diestro, Luis Miguel Dominguín. De quien, ahora que estamos en el «planeta de los toros», relataré un episodio que fue de lo más festivo.

Una tarde estábamos estudiando los cuatro hermanos en el cuarto de estar de casa, cuando entró mi padre y, muy sonriente, nos propuso a los tres mayores (Pepe, Rafa y yo) ir a cenar con Luis Miguel, quien iba a tener de invitada a Ava Gardner. Rápidamente nos vestimos, y a la media hora estábamos en un restaurante de la calle Alcalá, el Baviera, uno de los predilectos del mundo taurino.

Al llegar al restaurante con nuestro padre, nos sentamos a la mesa que había reservado Luis Miguel, y cuando éste entró acompañado de Ava se armó un auténtico revuelo, con la gente que había en el comedor dando las más diversas muestras de admiración.

Luis Miguel hizo las presentaciones, y Ava se sintió muy contenta de tenernos entre los comensales a los tres hermanos por poder expresarse libremente en un inglés de gran claridad. La cena transcurrió para diversión de todos: Luis Miguel demostrando que tenía amigos que dominaban la lengua de Shakespeare..., mi padre tan orgulloso de sus hijitos, y nosotros un tanto deslumbrados por nuestros anfitriones.

En la cena hablamos de las futuras elecciones en Estados Unidos tras el primer mandato de Eisenhower, teniendo como contrincante a Adlai Stevenson II, del Partido Demócrata; el típico intelectual, «cabeza de huevo», como se dice en la jerga política norteamericana, al que Ava pensaba votar para la Casa Blanca...

También hablamos de la Universidad en Madrid, y de la forma de estudiar en Estados Unidos... y de literatura, un tema en el que Ava estaba muy versada, entre otras cosas porque conocía a casi todos, desde Hemingway hasta Arthur Miller. En la conversación, muy animada, Luis Miguel terciaba siempre sonriente, con su sorna habitual, en un inglés todavía no muy fluido.

La cena fue regada de vinos bien elegidos, que Ava supo apreciar. Y hacia las doce de la noche, mi padre dijo que había de irse al Sanatorio Ruber para la intervención quirúrgica de un paciente que le llegaba de fuera de Madrid. Así que, dirigiéndose a mis hermanos y a mí, nos preguntó:

—Bueno, chicos, ¿os acerco a casa...?

—No, no, nada de eso, Manuel —intervino Luis Miguel—, déjalos tranquilos, que hoy es un día de fiesta para todos, porque Ava está aquí. A tus hijos los adopto yo esta noche... les tenemos preparado algo muy especial...

—Lo que tú digas, Miguel, adiós Ava, o hasta luego.

Y volviéndose a nosotros dijo con su mejor sonrisa:

—Ahí os quedáis con lo mejor del mundo del toreo y de la pantalla... Seguro que lo pasaréis bien. —Dio media vuelta y se marchó.

Seguimos hablando un buen rato en el restaurante, mientras unos y otros pasaban a saludar a Luis Miguel. Hubo también varios comensales que se atrevieron a pedir un autógrafo a Ava, quien se los firmó, sonriendo deslumbrante y con un deje de picardía. Y tras aquellas postrimerías en el restaurante, Luis Miguel nos reveló a los tres hermanos lo «muy especial» que tenía preparado: ir al tablao flamenco de la plaza de Santa Ana, el Villa Rosa.

En su amplio coche, un haiga, como se decía entonces, cuyo chófer era Teodoro —un amigo de infancia del diestro, de Quismondo como él—, nos trasladamos al Villa Rosa, donde llegamos aproximadamente a la una de la madrugada; cuando un cuadro flamenco estaba listo para entrar en acción, con las sillas dispuestas en corro para la actuación de los guitarristas y con las bailaoras ya en posición sobre la tarima.

El cuadro actuó aceptablemente bien, con el excelente trasfondo del rasgueo de las guitarras: las bailaoras, muy jóvenes, se esmeraron en lo que pudieron. Y cuando el cuadro flamenco se marchó, entró Faico como único bailaor y cantaor para actuar con los tres guitarristas. Se lució con maestría en una serie de números y pronto invitó a Luis Miguel y a Ava a subir al tablao, ella contoneándose «a la americana», y él, «a la española desgarbada».

Ulteriormente, los tres hermanos hubimos de participar en lo que fue mi primera experiencia flamenca, y así fue transcurriendo la noche, con copas de fino y manzanilla, para luego dar buena cuenta de una fuente de pepitos, que a todos los ejecutantes nos dieron nuevas fuerzas.

Definitivamente, el espectáculo se centró en Faico, un flamenco gitano con verdadero duende, que bailaba moviéndose en un continuo «subibaja» de su pañuelo de seda en torno al cuello, al tiempo que cantaba una rumba flamenca:


Con este frío que me está cayendo,

Con este frío que me está cayendo,

¡Ábreme la puerta,

mi negra!

¡Ábreme la puerta!


La fiesta duró hasta las seis de la mañana, y cuando salimos a la calle ya estaba amaneciendo. Luis Miguel, conduciendo ahora él mismo su propio coche, nos acercó a los tres hermanos a casa, en la calle General Arrando, y allí nos dejó, para él seguir con Ava.

Pocos días después, uno de los hermanos de Luis Miguel, Dominguito, nos invitó a cenar a Enrique Múgica y a mí, en un restaurante donde los otros invitados fueron Luis Buñuel y José Bergamín, dos luminarias de la cultura española, que se mostraron muy interesados por la especial relación del diestro y la estrella. Lo pasamos en grande, y es pena que la forzada limitación de espacio de estas Memorias no me permita hablar más del ilustre miembro de la saga de los Dominguín que fue Dominguito, de quien un día Franco dijo a Luis Miguel:

—Ya sé que tienes un hermano comunista, Miguel.

—No sé si es comunista, Excelencia... Sí sé es que es un buen hermano...


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