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MADRID, CIUDAD PARADA EN EL TIEMPO, Y PRIMERAS LETRAS

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El Madrid de mi infancia, ya en la posguerra, era una ciudad prácticamente parada en el tiempo, duramente castigada por la contienda más incivil sufrida en España. No se veían nuevas construcciones, por las penurias económicas y la falta de materiales de todas clases.

Todavía era muy frecuente la tracción animal, viejos carros de los que tiraban caballerías, mayormente mulas, o humildes asnos en el caso de los traperos, que se ocupaban de recoger los que hoy asépticamente conocemos como «residuos sólidos urbanos». Mientras esperaban la carga, los peludos borricos comían pienso de los talegos que les colgaban al cuello.

De los juegos fuera de casa, lo que más me gustaba era ir en las mañanas por el paseo de la Castellana, hasta los altos del Hipódromo, al pie de lo que es hoy el Museo de Ciencias Naturales, frente a los Nuevos Ministerios; que habían empezado a construirse durante la dictadura de Primo de Rivera, para casi terminarlos la República, en lo que antes fue el espacio destinado a carreras de caballos.

Al lado del Museo de Ciencias Naturales discurría un hilo de aguas limpias, cuyo régimen de funcionamiento no entendíamos, pero a veces tenía un cierto caudal y un día decidimos embalsarlo, construyendo una presa de tierra mezclada con guijarros. Sin saberlo, seguramente, estábamos presagiando lo que sería el régimen de Franco en materia de política hidráulica, en contra de la «pertinaz sequía» que acosó al país durante la mayor parte de la década de 1940. Un tiempo durante el cual, en nuestra casa, no teníamos ni gabardinas ni paraguas, de modo que en los escasos días de lluvia, no íbamos al colegio, con gran alborozo por nuestra parte.

De una vez que nos dirigíamos mis hermanos y yo a los altos del Hipódromo, retengo una pequeña historia que no querría dejar en el tintero, porque, ¿quién no tiene algún recuerdo de su infancia que persiste indeleble a pesar del paso del tiempo? No olvidaré aquel día, en que tras cruzar el paseo de la Castellana delante de un chalet que debía de ser más o menos el que ahora ocupa la Embajada de Portugal, me crucé con un pequeño grupo: un aya vestida de negro y con cuello y puños de encaje —como entonces lucían las criadas de la «gente bien»—, que llevaba cogidas de la mano a dos niñas. Una de ellas aún muy pequeña y la otra ya prácticamente de mi edad, de unos nueve o diez años, vestida con un traje azul precioso, de muchos volantes, pelirroja ella, y con largos tirabuzones. Una imagen que luego asocié a ciertos lienzos ingleses del siglo XVIII y sobre todo al pintor Thomas Gainsborough. Siempre me he preguntado quién sería aquella especie de aparición cuyo recuerdo desde entonces no se me ha borrado.


Entre los hermanos Tamames Gómez nunca tuvimos peleas infantiles serias, ni tampoco con nuestros amigos. Pero sí me viene a la memoria una lucha callejera de lo más brutal, de regreso de la piscina del Canal de Isabel II. Fue una noche, cuando un grupo de golfos me paró, me insultó y sin ningún preaviso la emprendió a golpes conmigo. Naturalmente, me defendí como pude, hasta que logré escapar de aquella jauría. Llegué a casa con la camisa hecha jirones y con erosiones en la cabeza y el tórax. Fue un episodio muy celebrado por mis hermanos, que supusieron que había derrotado a una partida de peligrosos bandoleros de Sierra Morena, o algo así.

De los cinco hermanos que aún convivimos, soy el tercero: José Manuel, Rafael, yo mismo, Juan y Concepción. Y para completar la «ficha» familiar, certificaré que todos nacimos en Madrid, ya lo he dicho, en el barrio de Chamberí, y más concretamente en General Arrando, calle que en 1939, al término de la guerra, fue rebautizada como General Goded: el militar faccioso contra la Segunda República fusilado en Barcelona tras llegar en avión desde Mallorca para encabezar la rebelión, sin saber que en la Ciudad Condal se había impuesto el bando republicano. Ulteriormente, en 1979, y en el marco de la «recuperación de la toponimia tradicional» llevada a cabo por el Ayuntamiento de Madrid, renació el nombre de General Arrando, un militar de talante liberal de los tiempos de las guerras carlistas del siglo XIX.

Mi padre tenía treinta y dos años cuando yo vine al mundo, el 1 de noviembre de 1933. Era médico cirujano, con grandes conocimientos de anatomía, materia de la que fue docente durante años en la Universidad de Madrid. Mi madre, que se dedicó siempre a cuidar a los hijos, murió cuando yo tenía siete años, y su ausencia nos impactó de por vida a los cinco hermanos. De éstos, los dos mayores estudiaron Medicina, para especializarse en urología el mayor y en traumatología el segundo. Mi hermano menor cursó la carrera de Derecho, y mi hermana, Ciencias Económicas.

Aprendí a leer y a escribir con mi abuelo Clemente, maestro nacional, cuando yo todavía era muy niño, apenas con tres años. Entre otras cosas, porque el padre de mi padre se jubiló a poco de empezar la guerra, en 1936, encontrando desde entonces la mejor manera de ocupar sus ocios en enseñar las primeras letras a una decena de nietos. Empleaba para ello un sistema muy ingenioso de letras separadas para componer filas y columnas, como en un crucigrama.

Al abuelo Clemente, los cinco hermanos le llamábamos de usted. Vivió algo más de noventa y cinco años, con toda clarividencia hasta el final y en buenas condiciones físicas, y durante sus últimos años residió en casa de mi padre. De entonces me viene la imagen de cuando se preparaba para dormir, con camisón, y encasquetándose un gorro blanco alargado al que sólo le faltaba una borla.

Una «herencia» de mi abuelo fue mi segundo nombre —de lo más papista—, Clemente, que sólo utilicé como inicial cuando era niño, para distinguir mis camisas de las de otro hermano, por el bordado que entonces se ponía en el pecho.

Al comenzar la Guerra Civil, el 18 de julio de 1936, el abuelo Clemente se hallaba en Portugal, en la playa de Figueira da Foz, entre Lisboa y Oporto, adonde había ido al frente de una colonia de vacaciones de escolares de primaria. Allí los sorprendió el comienzo del malhadado conflicto fratricida, y tras esperar unos días para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos, al comprobarse que estaba en marcha algo más que un mero alzamiento militar pasajero, se hicieron las gestiones necesarias para repatriar a los maestros y alumnos de la colonia.

Fue así como el abuelo vivió su única navegación por mar, a bordo del barco noruego Oslo, que desde Oporto los llevó, a sus pupilos y a él, hasta Burdeos, para desde allí, en tren, llegar a Barcelona y posteriormente a Madrid. Don Clemente narraba esa aventura con gran viveza, haciéndose eco de la excitación de sus pequeños alumnos por las incidencias de un viaje tan largo para ellos...

Además de los «estudios clementinos», en casa durante la guerra y cuando apenas tenía cuatro años, fui durante unos meses a un colegio que me parecía muy espacioso y lleno de luz, en la calle de Almagro. Era la sede del Instituto Internacional de Boston, hermosa propiedad de una fundación hispanista de Estados Unidos en la que andando el tiempo yo daría algunas conferencias. Y fue mucho después cuando me enteré de que ese colegio era un parvulario del Estado, el Instituto-Escuela, inspirado por la Institución Libre de Enseñanza que fundó Francisco Giner de los Ríos en 1876 para dar una alternativa a la dogmática instrucción pública de su tiempo.

Acabada la Guerra Civil, proseguí los estudios primarios en un colegio privado, el Gimnasium Español, sito en la calle Martínez Campos, al cual mis hermanos y yo íbamos andando desde General Goded; cosa que hoy la mayoría de los niños del centro de las ciudades ya no pueden hacer, condenados a los horrendos autobuses escolares.

Lo que más recuerdo del Gimnasium fue el despertar de mi afición al dibujo y la buena calidad de la educación física que allí recibimos del profesor Antonio Robles, hombre fornido que todos los días llegaba animosamente al colegio «a lomos» de su bicicleta.


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