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I - Thyrsá Los recuerdos del Castillo de la Batida

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Todo parecía que volvería a ser y aunque la tierra recuperó su memoria, ya no queda nadie, todos partieron. Es esta una parte de la historia, en la que nadie pudo retomar, ni volver a beber de la sabiduría que colmara el Bosque Padre o el Powa[1] , como también se le solía llamar.

Bajó todo el norte hacia el sur, a intentar consolidar y recuperar la hegemonía de antaño. Ya que ni tan siquiera mi hermana Eleonora, hija del Valle y del aire, lo consiguiera. Se desvaneció la luz de mi mundo, el poder del sol decreció y aunque se recuperaran los ritos y cierta disciplina, la magia de Casalún ya nunca volvió a florecer. Al igual que sucedió en el País, allá en donde se instruyeran los sabios y encantados, donde floreciera el lirio de agua y prosperara el espino; quedó este espacio desierto y mudo para siempre.

Ocurrió que nadie obtuviera la supremacía ni dominio para elevar el culto, ni rescatar los recuerdos del olvido. Yo lo intenté bajando de nuevo al sur, paseando una vez más por los senderos de Lunda[2] , esos que ahora se confunden y se pierden consumidos entre la agreste floresta. Me adentré en lo profundo del bosque y mis ojos volvieron a humedecerse de nuevo, bajo los vapores emitidos por «la fuente del agua que no cae».

Crucé los prados, hasta alcanzar la orilla del Ambrosía, en donde mi mirada volvió una vez más a presenciar la inimitable tonalidad del Valle.

Me pudo la nostalgia del pasado, y tras fracasar y no encontrar aquello que buscaba, decidí subir hacia Luzbarán, la ciudad de la luz, intentando en un esfuerzo póstumo recuperar ese tiempo que ya no vuelve, esa mirada rebelde de los hombres y mujeres de antaño. Mas confieso en estos pergaminos los pormenores de mi fracaso, el esfuerzo inútil de aquel que fue mi último intento. Cuando una ya no es consciente de que no pertenece al lugar e intenta sostener aquellos instantes que justifican la trayectoria de una vida.

Desde la soledad de este castillo, he llegado a entender cuanto le debo al abuelo Arón y la deuda que aún suscribe mi alma con él. Cómo fue moldeando y conformando el carácter de una niña herida y aislada; primero a través de sus bromas y posteriormente aplicando una intensa sutileza, unida a esa exclusiva manera de que disponía para desdramatizar todo cuanto nos atrapaba. Con la presencia del abuelo sané, y como médico del alma, consiguió cambiar el curso y destino de mi vida. Mi ira y rencor fueron cediendo, pues a su lado no cabían dichas emociones, y es que en realidad, no había sido el abuelo quien me hubiese encontrado en Vania[3] . Eso lo entendí mucho más tarde, me hallaba equivocada, y era él quien se curaba a través de mí.

Sucedió un día, cuando ya apenas le quedaba a una capacidad para resolver ni improvisar, que Eleonora mandó cantar a Clara por los bosques del sur. Por lo que Arianna Clara, la musa de Edurín[4] bajó hasta nuestra casa. Intentando romper la monotonía y el tedio que se instauraron sobre el Valle y sus contornos. Y entonces ya no le surgiera la voz, quedando vencida y derrotada bajo la vieja acacia, ahora solitaria y macilenta. El poderoso susurro de la canción se disipó definitivamente y fue entonces cuando la tristeza y el desaliento, se instauraron definitivamente en nuestros corazones. Y aunque todo discernía señalando el fin de nuestra historia, sucede que los humanos nos engañamos, evadiendo el compromiso y el reconocimiento de dejar partir aquello que ya no se sostiene y ni perdura.

Todo esto que cuento sucedió hace mucho tiempo, aunque lo vivo como si estuviese ocurriendo en este presente, donde las noticias de mis hijas, se han ido distanciando con el paso de los años. A la vez que el hombre común se adueña progresivamente y sin control de esta tierra extraordinaria, la que antaño fuera el paraíso de la raza magnificente.[5]

Evoco dichos recuerdos en esta noche de tormentas. Bajo esta luna hermosa de las largas noches de invierno, rememoro la última vez que estuviéramos reunidas; Eleonora, Clarita, Brisella y Anette. Mis hijas a las que tanto he querido. Siendo este, el último intento de persistencia del linaje de Casalún.

Subieron hasta el castillo para darme la aciaga noticia: “Nuestro mundo no se sostiene, madre”. Y engañándome una vez más, les abrí los corazones a la dicha y la esperanza, sumergiéndonos tal como hiciésemos en nuestra juventud, bajo una distendida y vanidosa charla que nos hiciera olvidar el presente. Pero de eso hace ya tanto que la memoria se me escapa, demasiado tiempo lleva una viviendo sujeta al pasado.

Mis miembros se inquietan, mis manos palpitan nerviosas, todo debe estar a punto de concluir. Mi hombre se acerca y su promesa de amor debe hallarse, a punto de consumarse.

Ví[6] , mi amor… mi único amor…

La última madre de Casalún se mantiene refugiada en la Batida, en el norte. Quién le diría a una hija del sur que terminaría su vida al amparo de la selva, bajo el frío y la humedad de estas gélidas tierras. En este desfiladero donde las olas se entregan con desesperada pasión, abrazando los cimientos de un castillo derruido.

El caballero ha de venir… ha de venir por mí, lo reitero. Me ha de llevar y yo lo deseo con locura. Observo desde este enorme ventanal, la constelación y reino de la estrella, anhelando que llegue alguna señal desde Leirá, la isla del Espacio. Esa fue su promesa y ella siempre cumple su palabra. Me despierto cada mañana, tras haber acumulado un sinfín de quimeras y malos sueños durante la noche. Persistiendo siempre bajo una misma ilusión y proyectando mis rezos, hacia la única ambición que me queda por realizar.

Sueño que mi amor llega cabalgando, y el puente de la Valsyria se alza sobre los acantilados. Él no ha envejecido como yo, en Paradiso el tiempo se detiene. Y yo, tan solo soy una anciana que apenas se sostiene. Entonces mi joven y lozano combatiente me alza en volandas y me mima, abrazándome con ternura… y ahora sí que cruzamos el puente, siendo arropada y sostenida por él. Luego llega la luz, esa inmensa luz que se funde en la Crisálida[7] , pasando a ser ambos, una sola unidad para siempre.

El mar lleva varios días agitado, se observan las líneas de Nazca cruzando la noche oscura. Sus surcos luminosos dividen el cielo, ha llegado el momento. Estaba subscrito que habría de ser así. Tantos años aguardando, que bien pudiera ser ahora cuando se cumpla la leyenda. Se perciben tendencias y movimientos allá en lo alto. En cuanto me rodea la oscuridad y la luz del día se apaga, se levanta el viento. Esa brisa impetuosa e impulsiva que resuena, elevándose apasionadamente, al igual que si fuese un último abrazo.

Annette, mi hija y hermana, me protege y me cuida. Acerca leña y agita el fuego, aquí nadie dice nada… hemos olvidado el don de la conversación hace mucho. Al fin nos llegó ese instante en el que sobran las palabras. Ella me arropa, se vuelca mimándome. Coloca sobre mis hombros un chal negro y una roída toga que me cubre las piernas. Sobre mi pecho luzco un único adorno; el Núcleo o la piedra corazón, la herencia de mi madre. Me cuesta respirar, la ropa que me abriga dejó de proferir el calor a mi pecho. Annette renunció al placer y al amor de Daniela por cuidarme, por no separarse de mí.

Estaba escrito que fuese así, pues su amor está en el ofrecer y no mantener nada para sí misma. “Todo cuanto se recoja, ha de ofrecerse de nuevo”, ese es el dogma de su orden, así el linaje adulador[8] se mantiene cohabitando en esa permuta constante.

Espero sentada frente al fuego, de vez en cuando me aventuro y me asomo inquieta al balcón de piedra, anhelando que este sea mi último atardecer en el Urbian:

“La gran ola está por llegar y la tierra quedará sepultada bajo las aguas”— nos dice la tradición.

El comandador me espera con la promesa de la eternidad. ¿Qué es la eternidad?

Cada pocos minutos me despierto, no suelo prolongar las horas de sueño. La luz se filtra por las traslúcidas cortinas de mi habitación y sobre mi mesa el cuaderno se abre como por encantamiento; recibiendo una vez más, una nueva misiva de mi amado que me escribe desde Paradiso. Así, sin más, han ido transcurriendo los últimos cincuenta años de mi vida.

Paradiso es la tierra destinada para aquellas de nosotras a las que aun habiéndolo logrado, les queda un desafío pendiente. Paradiso representa la cautividad y al mismo tiempo la paz.

La tradición nos dice que las madres Mariposas al fin alcanzaron la Tierra de la Primavera, donde aguardan, esperando superar este último eslabón para obtener el don de la Crisálida. Al fin entendieron el proceso encadenado que conlleva la existencia. Ahora nos toca a nosotros pasar a Paradiso, reemplazarlas en esta sencilla cuestión que es el orden sideral del universo.

Cómo comenzó esta historia y todos esos recuerdos que me brindan constante compañía… ¿volver? Por nada del mundo volvería atrás. Ni tan siquiera a mi casa del altozano en Vania, ni a pasear por los bosques, ni el prado.

Celeste hermana mía. ¡Cuánto dolor!

Mis ojos se humedecen al recordar a mi hermana y su trágico destino, ahora cierro los ojos y me dejo llevar, evocando aquellos lejanos días de infancia…

[1] El Powa o Bosque Padre, al sur de la isla queda dividido en dos demarcaciones; el País y Casalún.

[2] Los Senderos de Lunda, son los ocho senderos que parten del Claro de Transparencia, donde cuatro son visibles y cuatro invisibles.

[3] Viejas ruinas de la comarca de Hersia.

[4] Mítico Cantor.

[5] Dioses.

[6] Diminutivo con el que llamaba a Ixhian.

[7] Crisálida; la luz que se haya más allá de todo conocimiento.

[8] Antigua orden, ya desaparecida.

Cartas a Thyrsá. La isla

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