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Las astas del rey

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Cierta tarde y recién entrada la primavera, el abuelo me enseñó a cocinar unos pastelillos, pidiéndome a continuación que los llevase al mercado, a la jornada siguiente. Les llamó «las astas de rey» recuerdo como pasamos una tarde divertida, dando forma a una masa crujiente de almendras que habíamos preparado. Ya había pasado más de un año, desde la llegada del abuelo. Su presencia había conseguido pasar a un segundo plano la figura de padre. Del que por cierto no volví a tener noticias, ni tampoco las echaba en falta.

En la mañana siguiente, se levantaba niebla en el bosque y una gran luna se dejaba asomar sobre el altozano. Era el ciclo lunar de los Fuertes Vientos[12] , y el abuelo no se encontraba en su habitación ¿A dónde se dirigía? ¿Qué me ocultaba ese hombre? Un poco enfadada por su falta de confianza, cargué con avidez el carro y deposité con sumo cuidado, la cesta con los pastelillos en el interior del carromato y tirando de él con voluntad y brío, me adentré por el serpenteante camino que llevaba a Jissiel.

Tenía catorce años recién cumplidos, era un día de mercado a principios de primavera, cuando le vi por primera vez. Vestía pantalones rojos y una amplia camisa amarilla que le colgaba por fuera. Se quedó observándome por encima del tenderete, permaneciendo detenido, absorto delante de mí… y en cuanto coincidía nuestra mirada, este la desviaba apresuradamente. Decidida y sin mediar palabra alguna, cedí al impulso de ofrecerle un pastelillo. Desde ese momento algo irrumpió súbitamente, una novedosa sensación que envolvió todo mi ser, saturándome de un apasionamiento que prevalecía, ante todo cuanto había conocido.

Cada nuevo día de mercado esperaba con desazón, la vuelta del joven de camisa amarilla y pelo despeinado; sumergiéndome de lleno en este misterioso descubrimiento que significa la confluencia y el contacto.

Así se dio el comienzo de mi historia de amor y puede que la única pasión indiscutible de mi vida. En ese mercado se inició una batalla, cuya encrucijada final consistió en el intento de unión, con el hombre que he amado durante toda mi vida. Comenzamos cruzando pequeñas palabras en principio, para pasar posteriormente a una mutua y correspondida entrega de obsequios que recopilábamos durante la semana. No debí disimular mucho mi estado de exaltación y contento, ya que el abuelo descubrió mi secreto pidiéndome que invitase a mi misterioso amigo a casa, si era ese mi deseo.

Así que en cuanto tuve oportunidad, le propuse que se acercase una tarde a merendar, y él aceptó, limitándose a hacer un gesto nervioso que en principio no sabía si tomarlo como afirmación o negativa. Entonces una señora hermosísima, como salida de una fábula le zarandeó por los hombros. Su belleza superaba cuanto había conocido, vestía una túnica verde que resaltaba sobre la muchedumbre de la plaza y entonces, fui yo quien no se atrevió a levantar la mirada. Avergonzada le ofrecí mi mano inclinándome, y ella… salvando el carromato, me envolvió entre sus brazos.

—¿Cómo te encuentras Thyrsá? —sin responderle, me limité a saludarla con un ligero gesto, inclinando mi cabeza en señal afirmativa.

—¿Usted es de Casalún, verdad que sí? —Esta se sorprendió ante mi pregunta—. ¿Y Celeste? ¿Conoce usted a mi hermana, verdad? —pregunté con un hilo de voz.

—Precisamente se encuentra en Casalún, aprendiendo mucho, hija —contestó la dama—. No debes preocuparte por ella, es feliz. Nos vemos pronto Thyrsá, ahora tenemos prisa, hemos de volver a casa y el tiempo parece que no acompaña. —Dándose media vuelta la dama, se perdió entre el gentío.

Algún día seré como ella, me dije mientras la observaba marcharse, bajo una suave e inesperada llovizna. Lo recuerdo como si fuese hoy, impresionada tras el encuentro, llegué a la conclusión de que aún no había visto nada, manteniéndome vegetando como una hiedra más de las ruinas de Vania. Los bosques de Hersia se me hicieron pequeños, el mundo había vuelto a girar abriendo sus fronteras. Con verdadera ilusión aguardé mi primera cita, diseñando mi ropa y decorando la casa con flores y hojas balsámicas del bosque. Limpié con verdadero ahínco la casita del altozano, mi morada debería de convertirse en un palacio limpio y transparente como el cristal.

Cabalgando sobre un precioso potrillo blanco, hizo aparición por el camino que llegaba desde Jissiel, reluciendo bajo los primeros rayos de la tarde.

Mis lágrimas vuelven a brotar cuando evoco dicha escena; ¡Qué inocencia, cuán dulce inocencia…!

A mis catorce años, mi vida cambiaba por completo. El abuelo no se hallaba en casa, había desaparecido, como era de esperar. Pasamos la tarde conversando y riendo; él me contaba sobre sus sueños y sus pequeñas aventuras, detallándome sus enormes deseos de convertirse en soldado comandador. Yo no sabía que contestarle, pues carecía de aspiración alguna, conocía algunas hierbas, me gustaban las ocas y dibujar sobre sus huevos. Eso sí, deseaba más que nada en el mundo, ir algún día a Casalún para encontrarme con mi hermana Celeste. Entonces él prometió llevarme, y sin poderlo evitar, le respondí dándole un inocente beso en la mejilla. Así fuimos pasando nuestra primera velada juntos, bajo la influencia del gran Ciclo de las Flores[13] , en una recién entrada primavera.

[12] Primera luna de la primavera y cuarta del año.

[13] Segunda luna de la primavera y quinta del año.

Cartas a Thyrsá. La isla

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