Читать книгу Cartas a Thyrsá. La isla - Ricardo Reina Martel - Страница 12
La primera herida
ОглавлениеLlegó el aciago día de nuestra separación, tiraba del carro con todas mis fuerzas, sobre un embarrado camino y bajo una lluvia intensa. Su carga me sobrepasaba, ocasionándome un hondo desasosiego. Había marchado sola al mercado, debido al mal tiempo. Sin saberlo, me hallaba de regreso a un mundo que se marchaba y no podía retener. En ese camino de vuelta la rueda del destino giró y ese extraño azar que confina nuestras libertades y otorga restricciones; hizo un ligero movimiento y mi vida cambió para siempre.
En casa me esperaba visita, hecho que me produjo una tremenda perplejidad e incertidumbre, ya que salvo padre, no recordaba que nadie de fuera hubiese cruzado la puerta de entrada. Un impresionante caballo negro atado al pequeño manzano, delataba una presencia foránea en el interior de la casa.
El encuentro con un señor de ojos saltones me hizo palidecer, quedándome paralizada ante el umbral de la puerta. Vestía una ancha y larga camisola azulada que le superaba incluso las rodillas, no era demasiado alto y revelaba un cuerpo extremadamente famélico y consumido. Junto a él, permanecía sentada una delicada y encantadora dama de cabello rasurado, muy alta y delgada. Envuelta por una especie de vestido o túnica extraordinaria, ligeramente azafranada; asistiendo a la yaya que se hallaba tendida sobre el lecho. Sabía que andaba enferma, aunque no le diera demasiada importancia al hecho, ya que aún era demasiado pequeña para entender y cuestionarme la realidad. Busqué asustada a Celeste comiéndome los rincones con la mirada. La dama se percató enseguida de mi desespero, señalándome hacia la planta superior. A la vez que me revelaba una dilatada sonrisa, abrigada por unos ojos tan negros como la noche más oscura.
El señor me ofreció su mano cortésmente, acompañándome escaleras arriba y en donde pude comprobar que Celeste dormía plácidamente. Despacio y sin hacer ruido e intentando no despertarla, me acerqué a ella y la besé en la frente. Mientras el hombre permanecía impasible, aposentado junto a la puerta, contemplando la escena. Encendí entonces una pequeña lamparilla de aceite, temblando por los nervios; me hallaba realmente desconcertada. En el exterior arremetía el viento con toda su fuerza y las ramas de los grandes chopos se agitaban, formando imágenes amenazadoras tras la ventana.
Al fin, ya más tranquila y serena, tras comprobar que Celeste se hallaba en perfecto estado, me atreví a enfrentarme con la figura del caballero que permanecía inmune, frente a mí. Su desmarañado cabello, junto con una pequeña y definida barba gris, fue lo primero que me vino de su rostro. Permanecía en pie, como si fuese una estatua de piedra, sin mover un músculo de su cuerpo. Hasta que al fin, el caballero rompió su fría indiferencia, seduciéndome con una limpia y cómica sonrisa, abriéndome sus brazos a la espera de poder acogerme entre ellos. Me acerqué indecisa y temblona, tan solo tenía once años y era una niña desamparada y sola, por lo que muerta de miedo, me entregué a él sin reservas. Así recibí el primer abrazo de mi vida, y en ese acto tan simple y cotidiano, el abuelo unió su corazón con el mío. Nadie se había atrevido a tanto conmigo, y durante los breves instantes que permanecí a su lado; el encanto y autenticidad de ese hombre me cautivaron por completo.
Seguidamente, el abuelo y yo nos sentamos junto a Celeste, entonces me fijé en sus pómulos que le sobresalían sonrosados, mostrando un semblante parecido al de los titiriteros que actuaban los jueves, en el mercado de Jissiel. Gesticuló con el rostro ciertas pantomimas, consiguiendo apartarme del desasosiego y la turbación a la que me hallaba sometida. De ahí, pasó a elaborar ciertos juegos de manos, creando sombras sobre la pared y cuando menos lo esperaba… su semblante se transformó en un ser, colmado de bondad y misericordia.
Descendimos de nuevo hacia el piso inferior, percibiendo cómo a la hermosa dama, le caía sobre su espalda una larga y frondosa trenza oscura que me había pasado inadvertida. Permanecí en pie, petrificada y muda, junto al lecho de Mamá la yaya. Entonces me percaté que ya no estaba. Su semblante frío y su agitada respiración, expresaban atravesar el trance de la muerte. Miré al abuelo desconcertada, no sabía que sucedía, entonces la dama me hizo señas para que me acercase a ella, y hablándome al oído, me susurró palabras inconexas que de una manera u otra, me hicieron comprender la situación.