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El encuentro

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Esa noche apenas pudo conciliar el sueño, así que muy temprano y nada más amanecer, iniciaron la travesía hacia el pueblo, envueltos por una persistente niebla y bajo una suave llovizna. Madre Latia marchaba a su lado, portando un gran cesto de mimbre; avanzaban en silencio y a pasos agigantados, por lo que alcanzaron rápidamente la aldea. Se hallaba nuestro joven fascinado, ya que jamás hubiese podido imaginar, ni concebir nada parecido. La muchedumbre le empujaba y dirigía, siendo incapaz de conducir, con relativa seguridad sus pasos. Tropezaba constantemente, sudaba y le costaba hasta respirar.

—¡Cuánta gente habita en el mundo! —se dijo apesadumbrado.

Madre le pidió que le entregara entonces el impermeable y su capucha, había dejado de llover el sol relucía bajo un cielo limpio y azul. Se mostraba nuestro joven abiertamente al mundo, tras desprenderse de la prenda que le protegía. Latia lo hizo a posta, ella fue quien lo preparo todo, empujándolo a enfrentarse con su destino.

Perdido entre el gentío le dejó solo, poniéndolo a prueba.

—No te preocupes y disfruta del mercado, cuando termine de comprar iré en tu búsqueda —fueron sus palabras.

Las calles se hallaban abarrotadas, desconocidos frutos y aromas anegaban sus sentidos. Colores y productos de todo tipo se ofrecían ante su mirada desorientada, y ni en el más profundo de sus sueños hubiera sido capaz de imaginar un espectáculo semejante.

En una de las calles laterales, dando a una pequeña plazuela, se hallaba la figura de una niña. La luz daba de lleno en ella, tras sortear los tejados y sus sombras. Cegado por el reflejo del sol, avanzó a tientas hasta donde los brillos ofrecían su mayor intensidad. Se hallaba realmente perturbado, por lo que permaneció rezagado y alrededor de un triste carromato de madera, observando los insólitos productos que se ofrecían en su interior. Hasta que inesperadamente, surgiera tras el carro, la joven que en principio llamase su atención, ofreciéndole con suma simpatía un pastelillo. Deslumbrado por el sol, aceptó su ofrenda. No podía distinguirla con claridad, pero así le parecía la criatura más hermosa de la tierra, y a la que ni tan siquiera la dulce asistenta venida de Casalún se le podía comparar. Ojos oscuros que filtraban tonalidades verdes, cabellos castaños y rizados como algas refulgentes en la orilla del mar. Vestía un traje rojizo a juego con sus labios, denotando su rostro un paisaje celestial. Fascinado por la escena, nuestro joven era incapaz de alejarse del desgarbado carro de madera. El encantamiento se rompió, en el inoportuno momento en que le llegó la voz de Latia reclamándole y sin poder contestarle se atragantó, la emoción le desbordaba impidiendo pronunciarse. Desde dicho día se quedó en ese mercado para siempre, tremendamente solo, pero a su vez rodeado de gente.

Le llegó el amor de repente, ese primer amor de juventud que nunca se olvida, esa primera pasión cuyo néctar se mantiene. No pudiendo apartarla de su pensamiento en ningún momento del día, ya que su imagen le acompañaba a donde quiera que este fuese. Luego vinieron los encuentros, por lo que cada semana la volvía a visitar en el mercado. Latia no se interpuso, más bien todo lo contrario. Ella accedía placenteramente a que le acompañase y permaneciese junto a la niña, mientras ella ralentizaba a conciencia su compra. Hasta que cierto día, la niña Thyrsá le invitó a visitarla en su cabaña. Lo que dio lugar a que tanto el abuelo como Latia bromearan de lo lindo con él, hasta hacerle ruborizar.

Llegó el día señalado, así que montado sobre la yegua Dulzura alcanzó Jissiel la ciudad del mercado, que no se hallaba a más de media hora de camino desde Astry. Una vez superada la aldea, tan solo se hallaba un espeso bosque, al que se accedía a través de un único camino de tierra poco transitado, concluyendo a los pies de unas viejas ruinas, engullidas por la floresta. Siendo este, un lugar respetado y temido por los lugareños; compendio de viejas leyendas y apariciones. La casa de Thyrsá se hallaba enclavada en lo alto de un altozano que antaño debería de haber servido de baluarte o fortaleza. Abajo se abría colmando el horizonte, la selva de Hersia en toda su profundidad.

A partir de ahí se abrió un nuevo escenario, pues los últimos momentos vividos junto a madre Latia, habían supuesto un tiempo destinado principalmente a instruirle y encaminado hacia el final de un proceso, cuyo desenlace realmente desconocía. Aunque lo verdaderamente sorprendente, supuso el descubrir que el abuelo se había mantenido cuidando a Thyrsá, a la misma vez que lo hacía junto a ellos. Desdoblándose como solo puede hacerlo, alguien de una naturaleza extraordinaria.

Daba comienzo una etapa decisiva en sus vidas, cuando comprendieron que habían sido predestinados a encontrarse, el uno al otro, y que la casualidad había jugado una fuerte baza que terminó desconcertando a los mayores. De una manera u otra sus vidas eran guiadas por el abuelo y madre Latia, que al fin y al cabo, eran gente sabia perteneciente al Bosque Powa y al Valle, una tierra maravillosa saturada de habladurías y misterios. Pero entonces, cuando mejor se hallaba nuestro joven, le llegó de nuevo cierto temor ya olvidado, propio al mundo lúgubre y cavernoso de la Sidonia. Cuando intuyó que le aguardaba un devenir incierto, cargado de dilemas e inseguridades.

[14] Erde y La Defensa eran los nombres por los que se conocía la isla, el primero era su nombre originario y el segundo fue establecido tras la batalla de playa Arenas, como mera propaganda militar del cuerpo comandador.

[15] Primera luna de invierno y última del año.

[16] Primera luna del año y segunda del invierno.

Cartas a Thyrsá. La isla

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