Читать книгу Cartas a Thyrsá. La isla - Ricardo Reina Martel - Страница 36

La bajada hacia los prados

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En la tarde del día siguiente y tras el almuerzo, descendemos hacia los prados. Asia no habla, apenas afirma o niega con un apagado hilo de voz que me cuesta de interpretar. Camina delante de mí, su túnica se mueve al mismo compás que las hierbas del prado. Sopla un viento agradable que acaricia mis cabellos, desmelenándolos. Asia me ofrece su mano para que la tome y acompañe el ritmo de sus pasos. Abajo percibo un pequeño arroyo que se oculta rodeando la hierba, siendo contenido su cauce por unas enormes piedras que resplandecen, como queriendo responder a los últimos rayos de la tarde. Asia me hace descalzar, no se debe de pisar la hierba del borde del arroyo sino es con la piel, me dice.

—Habitan seres que no vemos en estos prados, debemos respetar el lugar —me habla murmurando.

Al fin aparece el Zaibaq, la gran piedra blanca que se percibe desde lo alto de la colina y el Ambrosía, dejando vislumbrar una corriente rápida y transparente a pocos metros de nosotras. El lugar se vuelve generoso en desniveles y pequeños declives, Asia pone el dedo sobre sus labios, advirtiendo que guarde silencio e intente controlar mis torpes movimientos. Como si estuviese danzando, Asia conquista el Valle. Ahora el Ambrosía se ensancha convirtiéndose en un riachuelo que retoza y juguetea entre la dignidad de la tierra. Y en eso que Asia encuentra la primera silesia de Atardecida, la olfatea y ríe como si estas le contaran.

—Me ha dicho la plantita que busquemos en la otra orilla.

Indagamos por dónde cruzar el arroyo, hasta descubrir un paso conformado por cantos enmohecidos y resbaladizos, por lo que nos divertimos de lo lindo al intentar atravesarlo. Mis pies resbalan mojándome, haciéndome sobresaltar un agua tremendamente fría. Al otro lado nos espera una alfombra tejida de hierba, por lo que nuestros pies apenas se ensucian de barro. A la sombra del Zaibaq, se encuentra refugiada la hierba menuda. Con sumo cuidado Asia corta las flores, ayudándole y brindando por mi parte, cuanta delicadeza puedo ofrecer. En cuanto llenamos el cesto, Asia me hace señales para que regresemos. Hemos de apresurarnos ya que la noche se nos viene encima. Avanzamos prado arriba, guiándonos por los altos abetos que conforman los márgenes del bosque. Al fin introduciéndonos de lleno bajo los árboles, el bosque se llena de murmullos y en la lejanía, las luces de Casalún se perciben encendidas. He de confesar que respiro aliviada, cuando salimos de la fronda espesura. Nos apresuramos en llegar, pues comienza a hacer fresco y ya deben encontrarse las pequeñas en el comedor. Asia me besa en la mejilla despidiéndose y cruza rápidamente la calle en busca de la torre, donde se hallan los aposentos de la Sunma Ana.

Eleonora me acompaña, mientras me sumerjo en la pila de agua caliente. Cierro los ojos y le relato cuanto ha sucedido en mi primera incursión por los prados. Mi hermana me escucha atenta, mientras se apoya sobre el borde de la bañera de mármol. Me relajo mientras Eleonora juega conmigo salpicando agua sobre mi rostro…

La Sunma Ana me cuenta sobre esa olorosa y minúscula planta, hablándome de sus propiedades con mimo, su palabra es sabia y dulce a la vez. La observo preguntándome, cuántos años debe tener; aunque reboce en vitalidad y entusiasmo, algo me dice que disfruta de una edad bastante avanzada. Es muy ancha y gruesa, de cara redonda como una moneda y muestra casi siempre una sonrisa que contagia. A pesar de lo voluminoso de su cuerpo, mantiene cierta presteza cuando se desplaza. Toda ella reboza en feminidad y elegancia; me viene el recuerdo de verla bailar junto a mi hermana…

Me pide que vuelva al día siguiente, que baje con Asia a los prados y que busque una nueva planta; mi propia silesia, que aún no he encontrado y por lo tanto no se halla todavía en la cesta. Así, se van repitiendo los días sucesivamente y sin apenas percibirlos, mientras ella me va modelando y formando, sin intermediarios y sin dar nunca lugar a que se le escape un solo resquicio de mí.

Anette me coge de la mano, me ha adoptado como madre y no se separa un solo instante de mí. Tampoco lo hace de Arianna Clara, que es tan solo un par de años mayor que ella. Entre ambas cuidamos a la pequeña, turnándonos en su custodia. Este hecho ha establecido un lazo de complicidad entre nosotras y lo cierto es que la «florecita» se halla mucho más serena. La Sunma Ana ha dado nuevas directrices, sorprendiéndonos al indicar que Anette es una niña especial y no quiere que le falten cuidados ni atenciones.

—Cuídala bien, que luego ella, te lo devolverá con creces —me ha dicho la vieja Archa, oráculo de Casalún, lo cual me ha llenado de incertidumbre. Pues ya se sabe que es medio bruja.

Asia, me ha hecho explorar el bosque con los ojos cerrados y me ha mandado vestir con una túnica grisácea y oscura. En cierto lugar del interior de la espesura, ha vendado mis ojos y allí me abandona cada día, debiendo de cruzar el bosque a tientas, hasta asomarme a los prados. Me dice que me deje llenar por el lugar, que respire y me impregne de cuanto me rodea. Cada vez nos levantamos más temprano, mucho antes de que el sol aparezca. Con los ojos tapados, cruzo varios senderos hasta alcanzar siempre los límites del prado, y entonces ella me desprende de la venda que cubre mis ojos y me regala un amanecer. Me emociono y me dejo atrapar por la exuberancia de la tierra de Tara.

Rompe el día en el bosque, hoy hemos bajado antes de que brote el primer rayo de luz. Llevamos muchos días haciendo este camino, repitiendo cada paso que damos por el mismo sendero. Nos iluminamos con lámparas de cera, aunque estén de más. Pues ambas hemos memorizado el trayecto. Ahora soy capaz de llegar al bosque, hasta con los ojos cerrados. Hace frío, un ligero chal cae sobre nuestros hombros y Asia me vuelve a vendar los ojos, sumergiéndome en la oscuridad más absoluta. Con los brazos extendidos, avanzo esquivando ramas y cuantos obstáculos interfieren en mi camino. La percepción es ahora diferente, pues una sensación de calidez y tibieza alcanza los dedos de mi mano. He aprendido a ver sin mirar, siendo incluso capaz de percibir el obstáculo, antes de que este tropiece conmigo. Ahora me llega el rumor del agua como un susurro, y mis manos sin necesidad de inclinar mi cuerpo, se humedecen. Recojo el agua entre mis manos, llevándola hasta mis labios. Me sorprende un sabor dulce y fresco que me revitaliza.

Continúo caminando y mis pies se mojan al cruzar un imperceptible reguero, lo que no me importa en absoluto pues aporta una sensación agradable. Prosigo atreviéndome sin miedo, dejo caer el chal tras mis pasos y echo a correr descalza, conquistando el bosque y sorteando las ramas de los árboles hasta caer exhausta. Asia me ayuda a levantarme y apoyada en ella me incorporo. Toca mi espalda y la frota, masajeando mis hombros y sacudiendo mis brazos enérgicamente… poco a poco vuelve a desatar el lazo que tapa mis ojos. Es ya día abierto, me deslumbra la luz, nos hallamos en un pequeño claro del bosque, ante mí se levantan rocas y piedras de grandes dimensiones. Es un lugar mágico, conocido como el Collado de Campanas, un sitio destinado al retiro y clausura de las doncellas que han alcanzado cierto grado en el aprendizaje. Entre una de sus cavidades se percibe una figura blanca de piedra.

—Arrodíllate niña Thyrsá, que este es un lugar sagrado. Pon tus manos sobre el pecho y estate atenta a mis palabras. Ruego no preguntes, mantente en silencio.

Cartas a Thyrsá. La isla

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