Читать книгу Cartas a Thyrsá. La isla - Ricardo Reina Martel - Страница 23
VI - Thyrsá La vida en comunidad
ОглавлениеSucedió en ese verano, cuando llegó la ilusión que anunciara un vuelco rotundo a mi vida. Fue un verano atípico donde el sol no calentó demasiado y en donde el cielo amanecía cubierto por una bruma matinal que le costaba levantar. El chico del mercado vino varias tardes a visitarme, no tantas como me hubiese gustado, pero las suficiente para mantener viva la llama que se encendiese en Jissiel. Nos fuimos conociendo y descubriendo, el uno al otro, hablando y paseando al resguardo de las ruinas y del agua. Le fui enseñando mis tesoros y escondites; y para cuando se instalaron en casa ya lo sabía casi todo de mí. Tan solo le quedaba por conocer a mi tutor, el hombre que me cuidaba y que siempre escabullía su presencia ante nuestros encuentros.
El abuelo se mantenía misterioso en esos días e incluso se aventuraba por el bosque a solas, algo le preocupaba no cabía la menor duda de ello. Aun así continué como si tal cosa, como si nada ocurriese, compartiendo nuestros momentos y reflexiones. Sumo era un caballo fuerte y bastante robusto, a su lado parecía una diminuta que apenas alcanzaba la altura de su dorso. Cuando montaba con el abuelo, siempre lo hacía delante de él, ya que me encantaba aferrarme a la sedosa crin del caballo. Me viene a la memoria cierto día, que dimos un paseo a caballo por el interior del bosque, llegando incluso a zonas donde nunca antes había estado.
—Quería enseñarte algo —me dijo el abuelo.
—Me da miedo esta zona del bosque, nunca suelo alejarme de los alrededores del altozano.
—Es profundo y viejo, guarda demasiados recuerdos.
—Si a veces, conforme más me alejo de la casa, el bosque parece como si hablase y las sombras de los grandes pinos me producen cierto malestar, haciéndome imaginar cosas, abuelo. —Cabalgábamos atravesando una campiña y esquivando el robledal hasta alcanzar el pinar alto.
—¿Cosas, como qué?
—Agujeros negros en el suelo, siempre los evito. Pienso que me puedo caer por ellos. —Me echo a reír, sin embargo me extraña que el abuelo continúe serio y no le haga gracia la broma.
—Haces bien hija, a mí tampoco me gustan las sombras demasiado definidas.
Cierro los ojos y me veo aferrada a Sumo con fuerza, el caballo cabalga a toda velocidad. El viento me da de lleno en la cara; me encantaba sentirme así, como si me comiese el mundo, son instantes saturados de euforia y optimismo.
—Aquí precisamente quería traerte, deseaba enseñarte este sitio y que conocieses este lugar.
Ante nosotros se abría una zanja enorme, una calzada totalmente reseca y sin hierbas. El caballo se quedó detenido al margen de la misma, sin cruzarla.
—El bosque de ahí enfrente cambia de color, es distinto y bastante tenebroso. Yo diría que incluso nos mira. ¿Qué árboles son esos, abuelo?
—Eso es lo que menos importa. Nunca cruces esta banda de guijarros y arena. Ese es otro tipo de bosque, mucho más antiguo y por lo tanto mucho más resentido. Se llama Barranco Hondo y esta linde de arena que aquí ves, digamos que hace de frontera entre dos naturalezas muy distintas.
—No te preocupes abuelo, sería imposible para mí llegar tan lejos.
—Bueno, estás avisada por lo que pueda pasar. A partir de ahora las cosas van a cambiar.
Sin dejarme rechistar, el abuelo mandó dar media vuelta a Sumo y emprendimos apresuradamente el regreso a casa. Esa noche el abuelo se mantuvo especialmente silencioso. Comimos unas acelgas rehogadas con algo de queso de cabra, obsequio de la señora que cuidaba a Ví, que era el diminutivo con el que comencé a llamar al niño de Jissiel. Justo cuando me disponía a abandonar la mesa, dijo el abuelo:
—Deberías arreglar la casa y ordenar el cuarto vacío, pronto tendremos visita.
No le contesté, ni agregué nada al respecto, sabía que sería en vano. El abuelo se había sumergido en sí mismo; de tal manera, que sería imposible sacarle la más mínima información.
Era ya pasado el mediodía, durante una agradable y fresca tarde de principios de verano. Me hallaba secándome la cabeza con una pequeña toalla, cuando de repente escuché el trote y relinche de caballos; así que tiré la toalla asustada y corrí escaleras arriba, asomándome por las ventanas del piso superior y viendo llegar varios asnos por el camino. Tan rápido como pude, alisé mis cabellos y bajé corriendo a recibir al abuelo. Pero para sorpresa mía no llegaba solo, ya que dos corceles blancos le acompañaban. Quedé paralizada ante el espectáculo que se mostraba ante mis ojos; los corceles eran Dalia y Dulzura, siendo montados por Latia e Ixhian, y en medio de ambas yeguas, cabalgaba presuntuosamente el abuelo sobre Sumo. Tras ellos les seguían cinco asnos atados, con sus alforjas cargadas hasta los topes.
—No seas maleducada hija y saluda a nuestros invitados.
Recuerdo que sin saber que decir, aturdida y azorada me mantuve con la cabeza agachada y con miedo a levantarla.
—¿Interrumpimos algo Thyrsá? —dijo la dama.
Negué con un ligero movimiento de cabeza.
—Ayúdanos a desembarcar el equipaje hija, que parece que traigamos la casa a cuestas.
—Te advierto que aún falta un porte de otros cinco asnos con tus libros —le contestó la dama al abuelo.
En esos momentos y recién cumplidos los quince años, la vida fue generosa conmigo por segunda vez consecutiva.