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VII - Ixhian En el altozano de Vania

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Que extraño y caprichoso es a veces el destino. Cuando menos lo esperaba nuestro joven, hubieron de abandonar la casita del cruce de caminos en Astry, trasladándose a vivir junto a Thyrsá en Vania ¡Ay, con cuánto mimo me ha contado el comandador este episodio!

En un amanecer cualquiera de principios de verano, partieron y rodearon las aldeas de Astry y Jissiel por un camino adyacente, sin entender nuestro joven la razón de tanto secreto y clandestinidad. Cruzaron el bosque a caballo, Ixhian marchaba detrás, tirando de cinco burritos que había arrendado el abuelo, para que cargasen con los diversos bártulos y enseres. El rebaño de cabras quedó al cuidado de un pastor de la zona, conviniendo el abuelo para que lo trasladase al día siguiente, hasta el altozano.

Ixhian debiera tener por entonces dieciséis años, comenzaba de nuevo otra primavera. Aquella que dio comienzo a un año bendecido y que sin duda sería uno de los más felices de su vida. Se establecieron los cuatro, en dos salas contiguas, muy amplias y luminosas, en el piso superior de la casa. En una de ellas lo hicieron el abuelo e Ixhian y en la otra Latia y Thyrsá. Allí se descubrimos y abrieron sus almas los unos a los otros. De esa manera el mundo de la placidez y la alegría se instauró sobre el altozano de Vania.

En las mañanas, nuestro joven continuó dedicándose al pastoreo y al cuidado de los animales, tal como solía hacerlo en la casita del cruce de caminos. Mientras Mó, como comenzó a llamar de manera familiar a la niña Thyrsá, se dedicaba a auxiliar a madre Latia en las labores domésticas y al cuidado de un pequeño huerto de hortalizas que levantaron entre las ruinas. Tras el almuerzo se les permitía pasear hasta bien entrada la tarde, con la consigna de que no se alejasen demasiado del altozano.

A ellos les encantaba sumergirse entre las viejas ruinas o introducirse en el bosque y en donde a la niña Mó, grababa sus iniciales sobre la corteza de los árboles. Buscaban piedras y pequeños tesoros, a la vez que ella le enseñaba el arte de distinguir y localizar las diferentes plantas curativas o los diversos frutos silvestres, entre la espesura de los zarzales. Si disponían de tiempo, se tumbaban sobre la hierba saboreando la cosecha, a la vez que observaban con placidez la variopinta vida del bosque.

La selva de Hersia terminaba donde daba comienzo Barranco Hondo, debido a que una ancha franja de arena los separaba. Se contaban muchas leyendas sobre la razón que sirviera de separación y disociación entre ambas florestas.

En Hersia reinaba mayoritariamente la luz, mientras que en Barranco Hondo lo hacía la oscuridad, por lo que nunca se atrevían a cruzar la barrera de arena que separaba un bosque del otro. Muchas veces un brazo de niebla llegaba desde lo profundo de Barranco Hondo penetrando en Hersia y haciéndoles sentir cierta inquietud, pues se perfilaba en la niebla cierto celaje brumoso con forma de mano, como queriéndolos atrapar. Entonces saltaban sobre Dulzura asustados y ponían rumbo a casa, lo más apresuradamente posible.

El abuelo y Latia preocupados por cuanto les contaban los jóvenes, no paraban de preguntar sobre el carácter y la forma de la niebla, mostrando en sus rostros señales de inquietud e intranquilidad. Otras veces, una bandada de aves negras se arremolinaba conformando grandes nubarrones sobre las copas de los árboles o de vez en cuando los alcanzaba repentinamente, una desmedida ventisca que los obligaba a cobijarse el uno en el otro.

Cartas a Thyrsá. La isla

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