Читать книгу Cartas a Thyrsá. La isla - Ricardo Reina Martel - Страница 32
La Roca
ОглавлениеAscendieron al País de la Roca a través de una enorme escalinata de piedra, cubierta en su totalidad por una alfombra vegetal que rodeaba la gran montaña, al abrigo de unos cedros altos y majestuosos. Musgos y líquenes componían el resbaladizo pavimento de la Escalada de Roa que aparecía y desaparecía, cubierta por una gruesa capa de sustrato vegetal. Afortunadamente sus peldaños eran lo suficientemente anchos para que nuestros caballos, pudiesen acceder sin dificultad hasta la cima. El pueblo de la Roca se hallaba abrigado y protegido por una especie de celaje azulado que parecía sostenerlo entre las nubes. Antes de llegar a la cumbre, el abuelo torció hacia la derecha señalando hacia un mirador natural, desde donde se podía presenciar el Powa y su selva, en toda su magnitud. Un viento tremendamente húmedo arrasaba la montaña, calando la piel y los huesos, dando la sensación de no llevar nada puesto.
Desde aquellas alturas, se apreciaban unas enormes y picudas piedras que señalaban el borde de un camino, sorprendiéndole la posición horizontal de las rocas. Aunque al instante de percibirlas, se diera cuenta que establecían una perfecta composición con el paisaje, manteniendo un sorprendente equilibrio entre los árboles y la montaña.
Gigantescos peñascos de roca oscura, dibujaban el contorno del círculo que se asentaba en lo alto de un cerro llamado la Mesa de Tinda. Era una vista única, incomparable a cualquiera de las que hubiese presenciado con anteriormente y que obviamente le hacía recordar el altozano de Vania. Sin embargo a diferencia de este, la altura aquí era tan privilegiada que el bosque entero no cabía en su mirada, mientras que desde el altozano casi se podían rozar las ramas de los árboles con las manos. Al fondo y en una lejana montaña, se divisaba lo que antaño debiera de ser una gran fortaleza o castillo, y en lo más alto, justo tras ellos y al borde mismo de la más grande de todas las montañas; suspendido como si fuese un cuento de hadas, se abría la Roca, el misterioso pueblo de los magos.
Oscurecía la tarde, por lo que se dirigieron apresuradamente hacia el poblado, mientras el camino se volvía animado y concurrido. Alguien les cerraba el paso a la entrada de la aldea; era Dewa, el loco de la Nanda que larguirucho y mal doblado, como un clavo torcido, les aguardaba en medio del sendero. Tras él, permanecía Noru, el garante de la Roca, conocido como el último gran mago. Todos quedaron en silencio, la oscuridad reinaba sobre la selva, comenzaron a replicar las campanas en el blanco campanario de la Roca y nadie se atrevía a decir nada… hasta que el brujo Dewa rompió un dilatado y sostenido silencio.
—Habéis tardado una inmensidad en traerme al niño, ya salía a buscaros y a decir verdad, llegáis justo a tiempo para la cena. Lo teníais previsto ¿verdad? ¿Creíais que no me daría cuenta? Pues vamos que la mesa se halla dispuesta ¿Habéis cuidado bien de mi chico?
—Calla viejo loco, apártate y déjanos continuar —le grita el Gris.
—¿Cómo te va fuera de la cueva, niño? ¡Vaya si le ha salido barba! —hablaba sin detenerse, a trompicones y nervioso, sus ojos traslucían ironía y sarcasmo a la vez.
—Sobreviviendo a estos —le contestó Ixhian con cierta picardía, echándose a reír el Gris y el abuelo.
—El abuelo no es más que un viejo chocho y el otro es un chiflado que se no calla nunca —contestó Dewa.
—Desde que se quedara solo y sin su amada, no para de quejarse. Se la quitamos por un rato y ahora le toca hacerse un hombre, entre hombres —replicó el abuelo.
—Es cierto hijo, haz caso a tu abuelo, que muchas mujeres hablando juntas y a la vez, fatigan al más poderoso de los caballeros. No te convenía aquello. Bienvenido seas al círculo de los varones locos, la mesa está dispuesta así que apresuraos que os aguardan con impaciente curiosidad y desesperación, una panda de desquiciados.
—¡Esa lengua viejo! Cualquier día te buscas un disgusto —le vociferaba el Gris.
—Bienvenido seas a mi casa y ahora tu nuevo hogar, joven Ixhian —dijo el abuelo, mientras desmontaba de Sumo y abrazaba a Noru que se había mantenido al margen y en silencio.
—Ven hijo, desmonta de la yegua y acompáñame hasta la Roca. Así lo exige la tradición.
Sorprendiéndole el delicado tono de voz de Noru, marchó junto al más pequeño en estatura de los tres magos, pero el más grande de corazón. La aldea colgaba literalmente al borde de una gran montaña y sobre ella se percibía un sorprendente salto de agua que caía en forma de torrente. El sonido de la catarata era atronador, llenaba todo el espacio.
—Ese es el salto del Ánima y su hijo es el Sión, el río que nace de las altas cumbres. Aquí se guarda todo nuestro saber. Cuida con mimo de cada uno de tus actos, ya que esta tierra que pisas es sagrada. El espíritu de la isla habita en esta montaña y en el agua que cae de ella. La isla de Erde no sería nada sin este río, este elemento que otorga la vida y a su vez se la lleva… Este es el porqué de nuestro pueblo, los encantados; la orden que guarda y venera el Powa, padre y señor de todos los bosques. Siempre hemos estado aquí, escondidos y furtivos de la razón y lo ordinario, velando y viviendo a la sombra de la montaña. Sirviendo a su sangre que es el Ánima —hablaba Noru muy despacio y con delicadeza, pronunciando cada sílaba a conciencia, mientras el abuelo le aferraba del brazo.
—No comprendo nada de cuanto me dices mago Noru, acabo de llegar y supongo que tardaré en hacerme a todo esto, soy bastante lento en asimilar. Es muy diferente a como lo imaginaba, aunque este paisaje parezca haber surgido de uno de los libros del abuelo.
—Conoces mucho más de lo que crees hijo, no te hagas el humilde, aquí no te hace falta. No te preocupes por nada, te curtirás y madurarás lo suficiente, nosotros nos encargaremos de ello. Comenzaba a lloviznar, por lo que Noru se cubrió su cabeza rapada con parte de la túnica.
—Desde la opacidad, nos toca pulir y sacar brillo a esa luz que lucha por salir al exterior. Tenemos que darle la forma y asegurarnos de que toma la dirección correcta —intervino el abuelo, aunque no entendiera el joven sus palabras, pues daba la sensación de que sus embrolladas frases, constituían acertijos o ciertas adivinanzas.
—¿Cuándo volveré a verla? —le preguntó Ixhian.
Manteniendo su semblante inerte y sin moverse no le respondió, pues daba la sensación de haberse solidificado. Como si estuviese esculpido en piedra, miraba absorto hacia el Ánima, mojándose y contemplando caer el salto de agua.
—Le llaman el salto del Ánima, siempre estuvo aquí y siempre estará… —esa fue la contestación del abuelo hablando para sí y obviando su pregunta, por lo que no volvió a sacar a relucir el tema.
Se acomodó junto al Gris en una choza redonda de piedra y adobe. En principio, le daba la sensación de que su compañero era un hombre de carácter taciturno y de poca conversación, nada más lejos de la realidad. Su cabello le caía en forma de gruesas y retorcidas trenzas sobre los hombros y su escuálido pecho era adornado con collares de hueso y colmillos. Aunque era un nómada errante, a nuestro joven le parecía más bien un personaje salido de un linaje mucho más primitivo. Se reflejaba en él un soplo de las tribus indias del norte, tal como se representaba en los grabados de los libros del abuelo. Sin duda que el Gris debería pertenecer a una raza de origen muy antiguo y remoto, pensó Ixhian.
Se mantuvieron en silencio, mientras organizaban sus escasos enseres en el interior de la cabaña. Aseándose en un cobertizo contiguo, en el que caía un formidable caño de agua helada que les hizo expresar barbaridades, al mojarse.
Pasada la tarde, marcharon para la cena y allí lo volvió a ver de nuevo; de baja estatura, mostacho oscuro y grueso pero bien definido, cabeza limpia y brillante sin un solo cabello, voz dulce y afeminada, amable e intensa a la vez. Frente a nuestro joven, se encontraba Noru, cuyo nombre significaba algo así como «el rayo en la tormenta».
La última leyenda de la orden encantada y «el último de los magos», compartieron mesa, dedicándole a nuestro muchacho palabras de ánimo y consuelo. A su alrededor, se sentaba una gran comitiva de presumidos encantados que vestían de manera coloreada y llamativa, los cuales discutían en voz alta, sintiéndose nuestro joven incómodo, ya que no le quitaban los ojos de encima. La cena le supo a gloria, pues ya ni recordaba lo que era una comida decente; una sopa de hortalizas, pescado asado y algo de jabalí.
Concluida la cena y retirados los comensales, se dedicó nuestro joven a recorrer e indagar las callejas de un poblado, iluminado bajo unas mortecinas luces amarillentas. No habitaba ninguna mujer en el País de la Roca; ya que al igual que Casalún era un lugar destinado y dirigido exclusivamente hacia lo femenino, así lo era la Roca para lo masculino. Ambos lugares se mantenían bajo el imperativo y la custodia de una vieja ley, de la que apenas había tenido tiempo de oír; la llamada Ben Ziryhab.
El abuelo se quedó junto a Noru y Dewa, hablando animosamente los tres. Se oían tambores en las cercanías, por lo que prosiguió paseando, dejándose llevar he intentado descubrir de dónde provenía dicho alboroto. Alcanzando el extremo opuesto de la aldea, se agrupaba un grupo de jóvenes que vestían ropajes exiguos y desteñidos, lo que inmediatamente le trasladó al mundo de la Sidonia. Sentados sobre las piedras, tocaban una especie de bombo o tambor que mantenían sujeto entre las piernas. De fondo impresionaba el impetuoso estruendo del Ánima, acompañado de gruñidos y aullidos, procedentes de animales salvajes de la montaña. Se mantuvo entre ellos, saludándolos y recordando los viejos tiempos de la Sidonia, hasta que un anciano dio el aviso de que había llegado el momento de retirarse. Por lo que nuestro joven se dirigió de nuevo hacia la aldea y haciendo caso omiso al vigilante, continuó paseando e inspeccionando el lugar.
El País de la Roca era un reducido poblado, compuesto por unos pocos y estrechos callejones, donde pocos edificios sobresalían. Tan solo un par de ellos presentaban unas dimensiones realmente importantes. Debía de ostentar la Roca, menos población incluso que la vecina Astry en Hersia. Calculando que no debiera de alcanzar, ni tan siquiera el número de cincuenta habitantes. Percibió un pozo de piedra, curiosamente labrado que se hallaba justo en el centro de la plaza, y el cual le había pasado inadvertido en su llegada. En el interior del pabellón comedor, se traslucía la luz y aún se oían voces. Apoyando su cuerpo en la pared del pozo, se quedó observando los viejos y humildes edificios que se levantaban rodeando el hemiciclo, sobresaliendo como si señalase al cielo, el blanco campanario.