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X - Thyrsá Recuerdos desde el Castillo de la Batida

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Despierto, mi garganta me aprieta y siento ahogo. Quiero morirme, he vuelto a soñar con una celda solitaria, me encuentro sola, estoy aislada y no tengo con quien llorar… son los peores recuerdos, aquellos primeros días en Casalún en los que me encontraba tremendamente sola y desamparada.

El fuego continúa chispeando en la chimenea, el mar rompe con fuerza y parece que estas gruesas paredes, se vendrán abajo de un momento a otro. Anette se haya sentada a mi lado, remienda ropa vieja y desgastada hasta que sus ojos la venzan y dé por concluido el día. Espero la llegada de Globa, quedamos en eso; él vendría a por mí llegado el momento, justo antes que la gran ola sepulte la isla y siempre que antes no lo hiciese el comandador. Si tal cosa no ocurriese, yo sería trasladada a la tierra subterránea de Ania, junto al pueblo de los Túmulos. Globa me prometió llevarme lo más cerca posible de la Lunai; la luz que alumbra el corazón del mundo, para cumplir el último deseo de esta vieja condenada.

Intento evadirme, no recordar aquellos primeros meses en Casalún, cuando descubrí que Celeste había partido y que no volvería a verla nunca más. Ese era el golpe del destino que menos esperaba, ya que tan solo la ilusión de volver a estar junto a ella, fue lo único que hizo posible aceptar con cierta complacencia y agrado la despedida de Ixhian.

Apenas había sido consciente del paisaje y los recintos que me rodeaban, era muy avanzada la tarde cuando accedimos al Valle y recibiera la aciaga noticia en labios de la gran madre del sur.

La Sunma Ana me recibió personalmente en sus aposentos, ofreciéndome la bienvenida a Casalún, llevándome la enorme sorpresa al comprobar que era la misma persona que me visitara años antes en el altozano, justo al día siguiente de la muerte de la yaya. Madre Latia estuvo presente durante este primer encuentro, manteniéndose aferrada a mi mano, ofertándome su apoyo y compañía.

Ahora, cuando pesan tanto las edades se entiende el papel imprescindible que jugó madre Latia en nuestras vidas. Si no hubiese sido por ella, nada habría sucedido y todo se hubiese consumado mucho antes. Aún me sorprende que no aceptasen mi dolor y rechazo en la aldea, tras descubrir la ausencia de Celeste. Por nada del mundo quería continuar allí. ¡Odiaba Casalún! Llegué a maldecir todo cuanto representaba esa comunidad, envuelta en ese halo de perfección insuperable. Odiaba su mundo y todo cuanto constituía esa red vanidosa de leyes añejas y retorcidas vanidades. Deseaba volver a mi casa en el altozano y poder recuperar la retorcida costumbre de tirar de mi carromato. Ese esfuerzo desesperado que representaba mi único alivio, pues había aprendido como la ira y el dolor, se dispersaban a través de ese camino.

La llegada del niño Ví, había moderado mi dolencia. Dando un giro mi vida, de tal envergadura que olvidé mis padecimientos. En Casalún, me aseaba y vestía apenas sin ganas, luego paseaba por sus blancas calles y sus jardines sin rumbo fijo. No se me impuso disciplina alguna durante los primeros meses de estancia en la aldea, dejándome campar un poco a mis anchas, para que me pudiese integrar y hacerme al nuevo contenido que llegaba. Al atardecer, rota y sin consuelo, me acercaba hasta la gran acacia blanca, un enorme árbol de más de cincuenta metros de altura a las puertas del Manás[23] , y bajo sus ramas me sumergía en la congoja y el llanto. Absorta por la lírica voz de las cortesanas, me dejaba llevar hacia la nostalgia y el recuerdo de mi joven amor, el único desahogo que me quedaba en el mundo.

Pasó un tiempo y aquella luna de las Flores en primavera, no floreció para mí. Ni tan siquiera la alegre festividad del Elán[24] , consiguió encender mi alma mustia y apagada. Entonces madre Latia solicitó trasladarse y compartir la habitación conmigo, tenía diecisiete años recién cumplidos. Ella cuidó de mí, y de una manera u otra, me devolvió los aromas del altozano y en cierta forma, el esplendor de los días pasados. Latia era la gracia personificada y siempre estaba allí cuando a una le hacía falta. Obsesiva y a veces delirante, fue en ella y en nadie más donde me reflejara como adolescente, la mujer que con su afecto y paciencia esclareciera definitivamente mi horizonte.

Perdí a una madre que nunca llegué a conocer, luego se marchó Mamá la yaya, seguida de Celeste y por último el joven Ví, mi amor. Ahora de nuevo rehacía mi vida junto a una desconocida, pero que sin duda era el único vínculo que me unía al pasado.

Poco a poco con su aguda comprensión y un amor desbordado, me fue sacando de mi ostracismo. Me obligaba a cuidarme, a mirarme y a educar mis modales. Refinó mi conducta y esa joven alocada de espíritu bárbaro y bravío, fue transformándose en alguien que consiguiera, al menos, mirarse a sí misma sin complejos. Luego llegó Asia, la que fuera mi gran compañera en los principios. Bajábamos y paseábamos sobre el sendero de los cantos rodados. Descalzamos nuestros pies, y jugábamos a moldear nuestros andares sobre las impávidas piedras. Enseñándome a modular diferentes tonos de voz, mientras realizábamos lo que ella llamaba «el arte de los paseos cantados». Llegó un tiempo hermoso junto a Asia, aprendiendo a valorar y respetar cuanto me ofrecía esta nueva tierra. A la llegada de la noche y cuando caían los rayos y se desataban tormentas sobre el Valle, me imaginaba arropando al niño Ví, protegiéndolo y cuidándolo como si fuese un crío desamparado.

Habían trascurrido ya varios meses desde mi llegada a Casalún, cuando me incorporé definitivamente a su disciplina; algo bastante tardío, pues la edad habitual solía coincidir con el comienzo del ciclo menstrual de la mujer. Aunque, también es cierto que este retraso me ofreciera cierta ventaja, sobre el resto de las jóvenes, fortaleciendo mi posición al ser la de mayor edad del grupo y tener que depender estas de mí. Siendo la «maestra» Amanda quien me propusiera como responsable de las más nóveles, un grupo de niñas llegadas desde las poblaciones colindantes y las aldeas vecinas. La memoria me lleva hasta mi primera clase, hallándome tan nerviosa y excitada que apenas presté atención a la enseñanza. Amanda, era una mujer bondadosa que dirigía el culmen[25] de las educadoras. De rostro afable y pecoso, su pelirrojo cabello se podía distinguir desde la lejanía. Sin duda debió de disfrutar de una belleza portentosa en su juventud.

Progresivamente, sin apenas darme cuenta, se fueron disipando los pesares de la infancia y ese maldito vicio por monopolizar lamentaciones y quejas ante todo cuanto me llegaba. Hoy siendo una anciana de edad incalculable, me pregunto; por qué hemos de vivir tanto las hijas del sur y mantenernos soportando tan larga espera… “Las hijas del sur son como hojas de los árboles que tan solo se caen cuando les llega su otoño” dice la canción.

¡Cuando la oí por primera vez… cuando sucedió…!

Era ella la más delicada de las doncellas que conformaban el círculo, se llamaba Arianna Clara, “La Rosa del Sení”. Su voz hechizaba e incluso forzaba a bajar hasta la acacia, a la Sunma Ana para oírla. Ella nos ofrecía la paz del espíritu y con su voz nos trasladaba a un mundo colmado de esperanzas. Era rubia de un cabello dorado como jamás vi otro igual, sus ojos proyectaban infinitos azules de un universo inexplorado. Tenía ella doce años tan solo, cuando la vi por primera vez. La hija de Edurín, una leyenda antigua y remota ofertó un vuelco a la vida en la aldea, y desde que ella llegó, puedo decir que jamás faltamos a clase, bajo la acacia blanca.

Me fui habituando a la rutina de Casalún, hasta llegar a ser una más de entre todas. Repentinamente madre Latia enfermó, pasando a dormir a un pabellón llamado el Sanatorio y en donde era constantemente atendida por la culmen Eulalia, también conocida como “la hermosa sanadora”.

Me destinaron por entonces a compartir aposento con una chica de edad similar a la mía. Había llegado casi a mi par, durante el verano, y he de reconocer que su presencia me hubiese pasado inadvertida, sino hubiese sido por la extrema mudez que padecía. Se llamaba Eleonora y la Sunma Ana nos unió para siempre, pues la vieja Archa[26] , escudriñó nuestros espíritus y percibió cierta semejanza. Comenzamos compartiendo un minúsculo habitáculo, junto al dormitorio principal donde pernoctaba nuestro círculo de pequeñas damiselas. Estaba a punto de cumplir mis dieciocho años y puedo asegurar que a partir de entonces llegué a ser feliz, muy feliz en Casalún. Por fin mantenía la certeza de que había encontrado mi lugar, aun así y de vez en cuando, suspiraba al carecer de noticias del niño Ví.

Todas las tardes me dirigía a la habitación de Latia, donde se hallaba hospitalizada, aguardándome. Le gustaba que le comentara los detalles acaecidos durante la jornada y que le hablara de las más pequeñas. Reía conmigo y nos emocionábamos juntas, hasta que esta mostraba indicios de cansancio y agotamiento. Entonces me retiraba dirigiéndome a las cocinas y echando una mano en el montaje del comedor.

Más tarde, ya al final del día, cuando todas se retiraban, solía quedarme a solas junto a la mudita Eleonora, como se le llamaba cariñosamente. Y entonces, envueltas en el silencio y la soledad de la noche, se nos solía hacer siempre muy tarde; intentando aprender el lenguaje de símbolos que había creado Eleonora. Arropadas ambas al amparo de los restos del carbón encendido, me contaba a través de sus gestos como era Puerto Hélice, la ciudad cercana a donde Ixhian recibía su formación. Lo que nos daba cierta complicidad en el juego y en la palabra. Pues a Eleonora le encantaba describirme con exagerados aspavientos, a los fornidos y fastuosos comandadores que recorrían a diario las calles de la ciudad, en busca de compañía femenina…

Dichosos años de juventud, cuando todo se haya por llegar y una se mantiene en ese compás de espera, reteniendo el impetuoso recorrido de la sangre y uno sueños que siempre tiran hacia delante, sin mirar nunca atrás.

[23] Jardín de Casalún.

[24] Festividad importante que se celebra a primeros de Mayo.

[25] Las culmens gestionan y dirigen Casalún, cada una de ellas lo hace en un área o círculo determinado.

[26] Archa, Oráculo de Casalún, Culmen de las Hechiceras.

Cartas a Thyrsá. La isla

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