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El nacimiento de Dulzura

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A partir de la visita de la dama, el abuelo comenzó a ausentarse la mayor parte del día y de la noche, sin mencionar hacia donde se dirigía. Lo cierto es que comía temprano, en silencio y apresuradamente, luego solía retirarse a descansar en su aposento, hasta las primeras horas de la tarde, cuando se marchaba. Ixhian lo despedía desde el cobertizo, donde le ayudaba a montar, aprovechando para quedarse limpiando y cepillando a Dalia, la yegua de Latia que se encontraba preñada. Era esta tan blanca como la leche y de crin plateada, como un furtivo rayo de luna.

Sumo, el airoso caballo del abuelo, pertenecía a la raza de los antiguos Duihets y significaba; “Montura de Dioses”. Era negro como el azabache y jamás permitía que nadie lo montase, salvo el abuelo. Ya que su naturaleza bárbara le impedía someterse a más de una persona. Los Duihets se someten a un solo amo —le dijo una vez el abuelo.

El invierno se metió de lleno en Hersia y no paraba de llover en ningún momento. El cielo oscurecía durante la mayor parte del día y la luna recorría el ciclo de las Largas Noches[15] . Siendo casi imposible poder salir al exterior, por lo que el joven aprovechaba para ayudar a Latia en algunos quehaceres domésticos y aprender a coser su propia ropa, ordeñar las cabras y hacer queso, al tiempo que madre le enseñaba a conservar los alimentos.

El mundo entre Latia e Ixhian se fue cerrando conforme pasaban los meses, sobre todo tras las prolongadas ausencias del abuelo, haciéndose a ella y a su entorno, como si no existiese nada más allá del cruce de caminos.

En los breves momentos en los que la lluvia otorgaba una tregua, aprovechaba nuestro joven para salir corriendo y echarle un vistazo a Dalia que se encontraba a punto de parir. Latia se percató entonces del tremendo aburrimiento que padecía el muchacho, tras las prolongadas ausencias del abuelo. Por lo que decidió aumentarle las horas dedicadas a su formación. Así que con mucha insistencia y perseverancia por su parte, intentó suplir al abuelo, reforzando la lectura y la historia de la isla en que habitaban. A principios de otoño se presentó un señor con una mula cargada de libros y manuscritos. Llegaban de parte del abuelo, con el objeto de ayudar a Latia en los estudios del joven. Desde ese día Latia intensificó las horas de aprendizaje, haciéndole leer y memorizar textos y más textos. Obligándole a escribir y copiar sin pausa, hasta hacerle doler los dedos pero a nuestro joven, lo que más le fascinaba eran los pergaminos antiguos y los mapas; sobre todo aquellos que ilustraban lugares lejanos.

Así fue transcurriendo el primer año de convivencia; un tiempo sereno y suave, entregándose a Latia e intentando complacerla en cuanto estuviese de su parte. Hasta que cierto día, sucedió que la yegua Dalia se pusiera al fin de parto bajo el ciclo de la luna del Lobo[16] , ya entrado el frío invierno. Entonces Latia le pidió que la acompañase y le ayudase en asistirla. Ixhian no pudo menos que saltar de regocijo ante tan sorprendente propuesta. Nervioso como el que más, se entregó de lleno al acto milagroso que supone presenciar por primera vez la llegada de una nueva vida. En el cobertizo observaba con sumo interés, con ojos abiertos y desorbitados. Latia comenzó a rezar, mientras él intentaba tranquilizar a la yegua que resoplaba intranquila, acariciando su lomo e intentando consolarla. Seguidamente, madre Latia limpió a la yegua con un paño húmedo, mojándolo en un tonel de agua caliente que le hizo preparar. Ixhian se mantuvo sereno y bastante comedido, tan solo comenzó a asustarse cuando apareció, cogiéndolo desprevenido, una especie de bolsa entre las patas traseras de la yegua. Latia le pedía a Dalia que empujase y entonces la yegua, como si entendiese lo que le decía, se tumbó de lado sobre el suelo del cobertizo y poco a poco fue dando paso a la nueva vida. Nuestro joven sumamente impresionado, se quedó atrapado en la escena, pues nunca anteriormente hubiera presenciado nada semejante.

En el momento que vio la cabeza del potrillo asomarse entre viscosidades, con los ojos muy abiertos, supo que se enamoraría de ella; sin poderse imaginar hasta qué grado, ella sería su más fiel y dulce compañera. Latia soltó una carcajada que resonó por todo el establo, y agasajando sus cabellos le dijo:

—Prepárate, porque la hija de un Dhuiet no abandona nunca a quien ve por primera vez. Es hembra hijo, una más…

Luego, una vez en pie el potrillo, recogió Latia la sangre del animal recién parido, manchándose parte del pecho y repitiendo el mismo proceso con Ixhian.

Se le llamó Dulzura, igual que la madre de Dalia, y del invierno más tosco y aburrido; pasó Ixhian a la primavera más alegre de su vida, cuidando del potrillo y entregándose a complacerla como si fuese un tesoro hallado en el desierto.

Cierto día le pidió madre Latia que le acompañase al mercado de Jissiel, era ya entrada la primavera. Sería esta la primera vez que tuviese la oportunidad de poder ver y comprobar con sus propios ojos, cuanto sucedía en el mundo.

—¿Cómo serían las calles de un poblado y de qué manera se las apañaría tanta gente para vivir junta y sin tropezar? —se preguntaba ingenuamente.

Latia le arregló una vieja capa de capucha azul, solicitándole que la acompañara con ella cubierto. A Ixhian le gustó mucho la idea, pues así tenía la sensación de ocultarse ante la mirada de los demás. Ya que al fin y al cabo, era como ver el mundo desde un agujero, y que no venía a ser diferente a lo que siempre había hecho.

Cartas a Thyrsá. La isla

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