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Dewa, el Brujo

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A los siete años, aproximadamente, ocurrió un percance que lo cambió todo. El viejo Amaro trajo a dos amigos a visitar la Sidonia, mientras el niño dormitaba en lo más profundo de la caverna. Era un día que ardía en fiebres y en donde el pavor que precedía a su insólita enfermedad, le hundía en lo más recóndito del alma.

Ixhian les vio llegar, percibiéndoles como si estos fuesen un espejismo. Avanzaban encorvados y con cuidado de no tropezar. Su fiebre le hacía delirar, distinguiendo sus imágenes deformadas como si fuesen fantasmas. Se sorprendieron y enfadaron mucho con Amaro, cuando lo encontraron en un lugar tan oscuro y abandonado, envuelto tan solo por un sucio y decrépito retazo de lino. Uno de los hombres se inclinó y alargó su mano, hurgando entre la ropa y colocándosela sobre la frente. Los ojos del niño, abiertos y aterrorizados debieron de sorprenderles, pues ambos hombres dieron un respingo y saltaron hacia atrás, asombrados.

En ese instante, se puede hasta decir que tembló la tierra, percibiéndose un descomunal estremecimiento; cayendo una lluvia de arena, desde el techo de la caverna. Luego murmuraron entre sí, apresurándose en sacar al niño enfermo y consumido. Lo trasladaron a un extraño recinto rectangular de paredes lisas y blancas, nada comparable con el marco rocoso y triste de las cavernas. Le despojaron de la ropa y limpiaron el rostro con un paño mojado, a la vez que se oyó decir al más feo de los dos:

—Sí, es él, no hay duda alguna, apenas le queda carne que vista sus huesos.

—Partiré enseguida con la noticia, ella debe de ser la primera en estar al tanto de todo. Tú no te muevas ni separes un segundo de él, más te vale. No quiero que se pierda de nuevo —dijo el hombre de las pequeñas barbas y ojos de búho, al feo de su compañero.

—A sus órdenes —le contestó el señor de prominente dentadura y ojo extraviado.

Desde entonces, a partir de ese día, tuvieron en la Sidonia dos tutores, Amaro y Dewa; pues el señor de barbas y el más elegante de los dos, partió inmediatamente y no se le volvió a ver en mucho tiempo.

Al brujo Dewa, todos los niños terminaron adorándolo, pues en pocos días, consiguió hacerse con la confianza y el dominio de toda la congregación. Feo a rabiar, larguirucho además de torcido, dentadura destacada y de ojo izquierdo extraviado. Sin embargo su poder de sugestión era tal, que ninguno de los niños se atrevía a mofarse de él.

Daba forma a sus manos, formando una especie de trompeta que fijaba a su boca, tocando en las mañanas «el toque del cuerno», cuyo particular sonido emplazaba a los niños a la primera reunión obligada del día. Era como una especie de convocatoria en donde el loco de la Nanda, como también le llamaban los niños, pasaba revista y efectuaba una especie de recuento matinal. Nada más oír el extraño sonido, por llamarlo de alguna manera, acudían velozmente todos los niños a la plaza de Siria, alineándose frente al brujo. Proporcionándose un sinfín de codazos y empujones, con el único objetivo de conseguir un lugar privilegiado frente a él y con la esperanza puesta en que este fijase su atención en alguno de ellos. Algo realmente imposible, ya que con el estrabismo que este padecía, era imposible de conocer la dirección exacta de su mirada.

Luego se inventó lo del desfile y más tarde se sacó de la manga «las canciones de la procesión» que consistían en circular cantando alrededor de la plaza, innovando gestos y posturas distorsionadas con su cuerpo. Mientras los niños le seguían alegres, tratando de imitarlo. Así, en un tiempo relativamente corto, se estableció una nueva gestión y un estilo de vida diferente, en la comunidad de los niños desahuciados. Consiguiendo el brujo modificar la conducta y disciplina de la Sidonia.

Entre los cerros amarillos, se encontraba un círculo perfecto llamado la plaza de Siria, en donde cada atardecer, convocaba a los niños el loco de la Nanda. Conformando el paisaje unos seres diminutos y desamparados, bajo el resguardo de un universo plagado de luceros y de un anillo que perfilaba el brujo con pequeños cristales de luz rojiza.

Al anochecer tocaba relatar historias, y entonces Dewa se sentaba junto al fuego y se transfiguraba. El niño Ixhian recordaba esos instantes con infinita dulzura y añoranza, percibiendo como la luz del fuego iluminaba la mitad del rostro de Dewa; provocando mil fantasías, y en donde la fealdad del brujo lo convertía en un ser asombroso. Tras finalizar el relato o «la historia de fe», les hacía arrodillar y mirar hacia arriba, en dirección a las estrellas…

—Si se ilumina toda la plaza, se nos puede observar desde lo alto. No estamos tan solos como creéis, somos filamentos extendidos de un inmenso océano misterioso…

El siguiente paso del loco de la Nanda consistió en enseñarlos a intimar con los «ojos de Espíritu» para así poder entender que existía otra realidad fuera de la Sidonia. Ocurrió entonces que el rostro de los niños comenzó a cambiar, ya que se fueron colmando de una nueva complacencia y frescura, resaltando matices de satisfacción y contento. Con Dewa, les llegó la esperanza.

Desde la más absoluta soledad de Paradiso, aún evoca Ixhian dichos recuerdos, mirando hacia las estrellas, emocionado. Sintiendo aquellas palabras, como si Dewa, su vagamundo[11] preferido, no se hubiese marchado nunca de su lado. Suscribiéndose en aquel tiempo, ciertos lazos que les mantendrían unidos para siempre. Esos, sin la menor, duda constituyeron los momentos más hermosos y reveladores de su infancia. Dewa nunca hizo referencia explícita, ni trato preferente hacia su persona. Aunque era obvio que su estancia en la Sidonia tenía que ver con el niño y su descubrimiento en el día de su llegada. El viejo Amaro fue pasando a un segundo plano, tomando un papel secundario. Pues ya apenas destacaba su figura, permaneciendo la mayor parte del día sentado al sol y bebiendo vino junto a la puerta que daba acceso a la cocina.

Cartas a Thyrsá. La isla

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