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III – Ixhian La Sidonia o el despertar a la luz

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El comandador[10] lleva más de una vida en Paradiso, confinado en una granja de la que no puede salir y a la espera de un regreso que cada día se demora más y más. Se encuentra cumpliendo condena, por lo tanto es obvio deducir que algo debió de hacer mal. Es esta una historia extensa, de esas que suenan a locura y definida en un tiempo, en el que se mantiene un ritmo acelerado e inusual para el resto de los mortales. Tan solo los años pasados en la casita de leñadores y en el altozano, se libran de una cadena ininterrumpida de rabia y soberbia que seguro fue la consecuencia de su castigo. La espera se le hace insoportable, ya que cualquier tipo de intento o movimiento se interrumpe; en Paradiso nada sucede ni avanza. Sin duda debe ser este, un lugar ideado para contenerse y tomar conciencia de cuanto sucedió. Toca poner en orden los recuerdos e intentar de una vez por todas, descubrir cuál fue la verdadera causa de su condena.

Ella le espera, se halla en su castillo aguardando que la rescaten, el soldado le dio su palabra. Debe ser ya una anciana, sin embargo, en las granjas apenas han sucedido los años, manteniéndose el comandador tal y como llegó aquí. Y el caso es que él, se la imagina como en los primeros días en que comenzó su aventura, disponiendo de toda una vida por delante. Me toca escribir esta historia, dejar constancia de su paso por Paradiso, como si fuese un registro y para que no quede el alma sin su debido reconocimiento. No soy Thyrsá, ella es una anciana que habita ahora en el castillo de Melodía, en el sur de la isla. A ella le toca relatar su propia historia.

Entonces ¿quién soy yo? Eso es lo que menos importa ahora, tuve un papel secundario en toda esta historia, de esos que son perfectamente prescindibles, y sin embargo, sin mi presencia en ella; creedme que nada tendría sentido. Soy la voz de Ixhian, la voz del comandador. Dejadme comenzar, pues el tiempo apremia y sin embargo… dispongo para ello de todo el tiempo del mundo ¡Qué tremenda ironía!

Tenía quince años recién cumplidos cuando sucedió, fue en Jissiel la aldea vecina, escapó de la oscuridad y de repente se encontró con ella. Salió de una caverna malsana y oscura y ella estaba allí, en medio de la nada. No pudo, ni se atrevió a decir palabra alguna, pues salvo Latia, apenas había tenido posibilidad de entablar conversación con otra mujer, por lo que su timidez le delató. Alargó su mano y aceptó el regalo que esta le ofrecía. La criatura más hermosa de la tierra se encontraba frente a él; fascinado no podía apartar los ojos de ella, contemplándola enmudecido.

Le llegó el amor de repente, como suele suceder, ese primer amor que nunca se olvida y cuyo néctar perdura embriagándonos para siempre. En el gesto tan simple de aceptar el pastelillo, en este sencillo gesto; el niño Ixhian aceptaba su destino. Sin opción, al no poderle responder, se atragantó todo de ella y desde ese día su alma quedó sellada y unida a la niña Thyrsá. En ese acto tan ingenuo, todo el rumbo de su vida cambió inesperadamente. Este sería y no otro, el principio de su historia y nacimiento.

Había vivido en las profundidades de la Sidonia desde que tuvo uso de razón, era pues un refugiado de las Cavernas Amarillas, unas viejas minas de agua en desuso a las afueras de la pequeña aldea de Astry. Era pues un desprotegido, uno de los llamados huérfanos de la Sidonia. Un lugar destinado para los niños sin hogar, aquellos que no poseen casa ni familia, un refugio para niños desahuciados. Todos sus recuerdos le llevan allí, antes no había nada. Ya que jamás pudo recordar detalle alguno que le llevase a un tiempo anterior al de las cavernas.

No fue un niño fuerte y no me refiero con ello a que fuese un niño enfermizo o débil, nada de eso. Nació asustado, con el terror metido entre las venas. El miedo le metía para dentro y los gritos de los otros niños le hacían retorcer de angustia, no podía soportarlo.

Pasaba la mayor parte del día oculto en lo más profundo de la cueva, apartado del gentío y de la luz. Allí aprendió lo poco que sabía, mirándose a sí mismo y observándose a través del reflejo del agua estancada, alimentando su febril imaginación con los pocos recursos que disponía.

Era la Sidonia un mundo laberíntico, forjado de manera natural por el curso del agua y el trascurrir del tiempo, en donde cientos de grutas se comunicaban entre sí ¿Quién decidía el habitáculo de cada niño? Todo era un misterio y enigma, nuestro niño siempre estuvo allí, ocupando el mismo lugar.

El padre Amaro era el encargado y guarda de la comunidad, siendo este un anciano afanoso y de constitución ancha. Según se decía, había pertenecido a una antigua orden en el lejano País de la Roca. Era hombre serio y de rígidos principios, sin embargo era bastante usual el verlo perder la compostura, correr bebido y sin apenas poder mantenerse en pie, intentando interponer su particular modo de entender la paz y el orden entre los niños más traviesos. Siendo obvio de deducir que lo suyo no fue nunca la diplomacia ni la cordura, aunque tampoco se daba lugar para ello en aquel lugar, todo hay que confesarlo. Sin embargo, nuestro niño se mantenía al margen, pasando lo más desapercibido posible. Se le veía poco, tan solo en las horas que en repartían la ración de sopa y el trozo de pan, era cuando este asomaba la cabeza.

Cada cierto tiempo llegaba un grupo de mujeres desde la aldea, que le obligaban a cambiarse de ropa y bañarse en grandes barreños de roble. Pero nuestro niño se escondía en lo más hondo de la cueva, ya que les tenía mucho recelo y desconfianza. Le horrorizaba pensar que le pudiesen sacar de su zona de confort y llevarlo lejos de allí.

Debería ser bastante mayor cuando ocurrió lo de su primera relación, y desde ese momento comenzó un retraído atrevimiento con el otro, muy despacio en principio; hasta que definitivamente se atrevió a cruzar esa frontera, que delimita el contacto del aislamiento. Sin embargo el miedo no se marchó, sino que sencillamente se fue haciendo a la nueva manera de hacer. Era todo muy áspero, una especie de pequeño macizo de albero, conformado por derrumbados riscos amarillentos y profundas perforaciones. Sin duda que el agua debió de correr algún día por allí, hasta que aburrida de hacer siempre lo mismo, desvió su curso, estableciéndose un arenal baldío, salpicado tan solo por una enrevesada y fatigada higuera, cuyas ramas se arrastraban enmarañadas a ras del suelo, junto a varias chumberas torcidas y picoteadas por los insectos.

Cartas a Thyrsá. La isla

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