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La muerte de Mamá la yaya

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Ella se llamaba Asia y no la olvidaré nunca. Permanecimos los tres, sumidos en la más absoluta de las tristezas, acompañando a la yaya en su proceso de despedida, mientras el cielo comenzaba a tronar, dando la sensación de desplomarse el tejado. Y justo en el instante en que la yaya dio su último suspiro, me di cuenta que se marchaba todo cuanto había conocido. Lloré mucho su muerte, a pesar del consuelo de la señora y de la serenidad del señor de barbas que no paraban de abrazarme y agasajarme con animosas palabras. Arriba, en el piso superior, Celeste continuaba durmiendo, sumida en un mundo ajeno a cuanto sucedía en los bajos de la casa.

De todos esos dramáticos momentos, me quedo con ese primer encuentro entre el abuelo y Asia, con el recuerdo de esa lluvia que nos acompañaba golpeando rabiosamente los cristales de las ventanas y el crujir acompasado de la casa, junto con el sonido del viento queriendo llevarse el tejado y el alma misma de la yaya…

El abuelo y Latia me hicieron subir para que descansara junto a Celeste, quedando rápidamente dormida a su lado y exhausta tras los acontecimientos. Me avisaron una vez hubieron preparado su cuerpo, así que bajé despacio y temerosa, descubriendo el cuerpo de la yaya reposando, sobre una gran mesa de piedra a las afueras de la casa. Entonces me percaté de que la lluvia y el temporal se habían calmado, y el cielo se teñía de un azul tan intenso, como no recuerdo haber visto otro semejante. El viento soplaba sereno, casi agradable podría decir. Las copas de los enormes pinos se peinaban aduladas por una placida brisa que conquistaba las alturas. Entre las nubes negras sobresalían las gaviotas que llegaban graznando desde la lejanía; esas aves que siempre mencionaba la yaya y tanto echaba en falta.

“El día en que al fin lleguen las gaviotas, yo me iré volando con ellas” —me solía decir bromeando.

Revolotearon en círculos sobre el cuerpo de la yaya, seduciéndonos con sus vuelos y graznidos. ¿De dónde vienen las aves, tan lejos de la playa y del mar…?

Asombrada me mantenía junto al hombre, sin atreverme a mover ni decir nada. La dama rezaba con las manos unidas, cuando de repente sonaron baladas y canciones que llegaban desde la lejanía, acompañadas de una sutil llovizna que no mojaba y dando la sensación de introducirse en el cuerpo de Mamá la yaya, que se había transformado, como si fuese una princesa dormida.

Traslado hasta aquí esos dramáticos recuerdos, la mirada intensa y penetrante del abuelo, observando un vacío donde los elementos se confunden y transfieren. La piel suave de la dama que se aferraba sobre mis hombros, traspasándome su perfume y su tremenda seguridad. Tenía por entonces once años de edad y junto a mí se hallaba el que, sin saberlo, sería el segundo hombre de mi vida.

Al amanecer llegó Bhima, mi padre. Volviendo a casa una vez más, y esta vez sí que se quedó un tiempo conmigo. Apareció acompañado de una nueva dama, siendo esta mucho más rústica y corpulenta que la delicada y enternecedora Asia. Llegaban justo a tiempo para dar sepultura al cuerpo de Mamá la yaya. Me pidieron consejo, deseaban saber el lugar predilecto de ella. Les indiqué el estanque verde donde flotaban los nenúfares y nadaban los pececillos plateados, junto al manantial que bañaba las ruinas de la antigua Vania. Ese era sin duda el lugar predilecto de la yaya, donde solía sentarse a menudo, contemplando y viendo pasar el agua.

Al día siguiente del entierro llegaron los caballos, nunca había visto ejemplares tan gallardos e imponentes. Los conducía padre, mientras daba el aviso de que se había inundado el estanque, inexplicablemente. El agua anegó las ruinas y durante tres días, no pudimos descender, por lo que tuvimos que apañarnos con las viandas y alimentos que disponíamos en la despensa.

La dama que acompañaba a papá, resultó ser toda una autoridad en Casalún, el pueblo de las mujeres en el lejano Powa. Simpática y jovial, parecía una niña a pesar de su rolliza corpulencia. La señora jugaba bailando, moviéndose sin parar, enseñándonos a Celeste y a mí, canciones y multitud de acertijos. El clima se mantenía fresco, las nubes hicieron un largo inciso, por lo que nos permitimos hacer vida en el exterior y entonces, junto a aquellas damas, comprendí que algún día podría llegar a ser feliz. Pasamos tres días colmados de paz y sosiego en la casita del altozano, y como ya dijera antes; mi vida daba un vuelco, desconociendo en esos instantes sus consecuencias.

Celeste se marchó con la extraña comitiva, justificando su partida el hecho de que aún era muy pequeña, para poder responsabilizarme de su cuidado. La dama me habló con ternura, prometiéndome que algún día me encontraría con ella en Casalún. Me pidió que la dejase ir y que confiase en ella. Que le diese la oportunidad de formarse y crecer junto a una gran familia, siendo Casalún el lugar más apropiado para ello.

Pasados los tres días, el agua volvió a su cauce, dejando muy embarrado, pero transitable el camino que bajaba del altozano. Así que muy temprano al día siguiente, partió la comitiva a caballo, mientras Asia cabalgaba arropando a Celeste delante de ella, riendo feliz y contenta, pues nunca antes tuviera mi hermana la posibilidad, de montar a caballo…

Duele el recuerdo. Pesa aún esa doble separación, siendo mi vida perfilada y moldeada a través de grandes ausencias. No deseo contar más, ya que el desgarro, aun habiendo transcurrido toda una vida, continúa pinchando como entonces. Quedé tremendamente sola y desamparada, sin más opción que continuar ejerciendo el único modelo conocido hasta entonces, no me quedaba otra. A diario bajaba hasta la fuente donde depositaba flores sobre la tumba de la yaya. Me sentaba sobre su borde y sin ser consciente de lo que hacía, me desahogaba hablándole a las ranas que se aposentaban sobre los nenúfares y a los peces que se balanceaban bajo la corriente del río.

Padre bajaba conmigo casi siempre, hablábamos poco y paseábamos tras el amanecer por los bosques que se daban bajo el altozano, algunas veces me ayudaba en la recolección de plantas, otras se perdía en lo más hondo de la floresta, aportando algún conejo al que daba caza. En la tarde se sumergía en su habitación y apenas se asomaba hasta la hora de la cena, donde solíamos salir los dos de nuevo; como si compartiéramos un secreto, observando el horizonte desde el altozano y despidiéndonos del día. El bosque se abría insoldable, rojizo y ensangrentado, algún milano graznaba en la distancia. Tanta soledad dolía.

[9] La gran batalla de playa Arenas, marcó el principio y nacimiento de la era actual.

Cartas a Thyrsá. La isla

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