Читать книгу Cartas a Thyrsá. La isla - Ricardo Reina Martel - Страница 11
II - Thyrsá Los primeros recuerdos
ОглавлениеPadre llegaba de vez en cuando y nos traía regalos, el verlo venir siempre me causó cierta ansiedad que marcó para siempre mi carácter. Se acercaba risueño y presuntamente feliz. Se le conocía como el cantor de playa Arenas[9] pues según se decía; él estuvo allí. De mi madre verdadera nada supe, ni me atreví a preguntar. Habitaba en mí un sentimiento que me hacía concebir cierta culpabilidad, con respecto al pasado. Yo vine al mundo inmediatamente después de lo de playa Arenas, así me lo contó él. También me dijo que madre falleció al darme a luz, mas yo nunca le creí.
Deseé con todas mis fuerzas ser hija de Latia, la adoré como madre más que como una gran dama de Casalún y me aferré a ella cuando quedé desamparada y sola. Eso sucedió después de la muerte de Mamá la yaya, justo cuando apartaron a mi hermana de mi lado.
Mamá la yaya, mi tía y nodriza, siempre fue bondadosa conmigo, su verdadero nombre era Asanga, pero yo no lo sabía y a decir verdad tampoco me importaba demasiado. Ahora más que nunca evoco su tierna y sufrida imagen, recuperándola. Cierro los ojos y me veo aferrándome a su regazo, en donde buscaba refugio y consuelo. Me enganchaba a esa madre pasajera y fugaz que percibía como si fuese un fantasma, en cada esquina del bosque y en cada rincón de la casa. Los gansos y las ocas fueron los únicos amigos de mi niñez, hasta que inesperadamente aconteciera el nacimiento de Celeste, mi hermana. Fruto sin duda de los fortuitos encuentros entre mi padre y mi tía, la yaya. Entonces mi vida cambió por completo, ya que mi ilusión y complacencia pasó por protegerla y vivir a través de ella. Siendo en ese acto, cuando recuperé sin saberlo los matices para conformar una nueva vida, colmada de esperanzas. Fui para ella una madre más que una hermana, hasta que un aciago día me la quitaron, llevándosela de mi lado. Entonces comencé a cerrarme y mi corazón se ahogó por mucho tiempo…
Jissiel era una aldea no muy grande ni muy pequeña, compuesta principalmente por calles empedradas y casas redondas, levantadas entre muros de adobe y piedra. Nosotros vivíamos a las afueras, algo apartadas de la localidad y al final de un camino sin salida. Nuestra casa era muy coqueta, como de esas que hablan en los cuentos, y a Mamá la yaya, cuando llegaba la primavera, le gustaba teñir sus paredes de cierta tonalidad celeste; por cierto que nunca llegué a preguntarle el porqué de dicha obsesión. Poseía dos plantas más una chimenea, y al contrario de las casas de la aldea, esta era de madera. Se aposentaba sobre un pequeño altozano por encima de las ruinas de una vieja ciudad abandonada. Mamá la yaya se ausentaba a menudo, pues marchaba temprano al bosque que asomaba oscuro y tenebroso a los pies del altozano. Partía en busca de hierbas y raíces, con las que preparaba sus remedios y ungüentos que luego vendíamos todos los jueves, en el mercado ambulante de Jissiel.
Nunca supe mucho de la yaya, en casa se hablaba poco de nosotras. Eran tiempos muy duros donde la oscuridad habitaba en la memoria de los mayores. No podría definirla como una mujer hermosa ni agraciada, aunque sí disponía de cierto talante marcial y de una ignota arrogancia. Era alta de estatura, ancha de hombros y de fuerte constitución. Sin embargo, cuando se trasladaba entre las ruinas saltando sobre sus rocas y canales, la percibía como un ser sobrenatural, colmada de cierta sutileza marina. Ahora que han pasado tantos años, aún me pregunto cómo pudo soportar tanta soledad, y cuánto hubo de sufrir aquella mujer, tan alejada de su naturaleza y ambiente. A pesar de ello, he de declarar que jamás oí pronunciar queja ni reprobación alguna por su parte. Me vienen sus ojos azules como el mar, su cabello desgreñado y blanco, su tremendo y desolador mutismo, capaz de envolver todo el espacio que ocupaba…
Tras el nacimiento de Celeste, a la que llamó como su color favorito, y a mis ocho años de edad, los dolores se instauraron definitivamente en el cuerpo de la yaya. Entonces me tocó cuidarla, al mismo tiempo que lo hacía de mi hermana. Ingeniándomelas para de vez en cuando, poder bajar al bosque y recoger algunos frutos y raíces, tiempo en que aprovechaba para echar un ligero vistazo a los gansos en el estanque. Padre seguía ausente y cuando estaba, no estaba, por lo que aprendí a sobrevivir, desarrollando un sinfín de recursos e ingenios que no es menester recordar. Disponíamos de un pequeño carromato con dos grandes ruedas de madera que guardábamos entre las ruinas, bajo un apañado cobertizo y al amparo de la lluvia y los insectos. Una de mis primeras pasiones era tirar de él, por lo que desde muy pequeña, insistía a Mamá la yaya que me dejase hacerlo. Recuerdo empujarlo con todas mis fuerzas, en esos días que se levantaban claros y despejados, en donde se me permitía llevar a Celeste al mercado, dándonos un pequeño respiro; mientras que la yaya reposaba en casa. Por lo que las dos solas, refugiadas la una en la otra y ceñidas entre viejos sacos que nos servían de abrigo, escapábamos a la búsqueda de venturas y recreo. Yo tiraba del carro como si fuese un animal de carga, mientras que dichosamente mi hermana se aferraba fuertemente a sus paredes, runruneando de felicidad. Reitero que me enfrenté a la vida demasiado pronto, a pesar de ser tan solo una mocosa que no pasaba de varios palmos de altura.
¡Cuán felices éramos las dos, disponiendo de tan poco!
No deseaba más que complacerla, sentía que era mía y que me pertenecía. Ella por su parte, se entregaba sin reserva alguna a mis brazos, contagiándome su gozo y contento. Regordeta de mofletes sonrosados, cabello rojizo y ensortijado, cuerpo de ranita saltarina, reina de las adelfas y los estanques. Cuánto saben los niños de ese mutuo y cómplice sentimiento que a los adultos se les escapa y cuyo disfrute no les está permitido.