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El abuelo Arón

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A los trece años me hice mujer y el abuelo reemplazó a padre, ocupando su lugar en la casa, pasando así a custodiarme y protegerme. Fue ese un día maravilloso e inolvidable, donde cocinamos un gran pastel de miel y cereales. Recuerdo que el abuelo me regaló un precioso pañuelo de color escarlata para cubrirme del frío, y que nada más desenvolver la caja que lo envolvía y descubrir ese hermoso tesoro; me lancé a sus brazos, comiéndomelo a besos. Su ternura y delicadeza para abordar ciertos temas, superaba a cuanto había conocido hasta entonces. Sabía tratarme de sobra, y en el fondo de mi alma sentía que me conocía mejor que nadie, por lo que me entregaba a él ciegamente, siendo este mi guía y medicina.

Siempre quedarán subscritos esos atardeceres, en donde sentados sobre el altozano, percibíamos los últimos rayos del atardecer, bañando las copas de los gigantescos árboles que conformaban los bosques de Hersia. Esperando con interés la aparición del milano o del gran aguilucho que solemne planeaba, regalándonos su solemnidad y culto, al finalizar el día. Me enseñó a respirar y a contener mi angustia, pues todo en él era esparcimiento y regocijo, a la vez que era capaz de otorgar cada acto, de una humanidad sin precedentes. Poseía una increíble capacidad para desdramatizar cualquier situación, por muy dolorosa que esta fuese. Era una persona muy alegre y cercana, siempre pendiente de mí. Intentando que no me dejase llevar, por esa corriente melancólica que habitaba dentro de mí.

Era una niña de temperamento nervioso y suspicaz, me encantaba peinar el cabello del abuelo y darle forma, a esa mata enmarañada que le caía salvajada, de aquí para allá. Le pellizcaba y sacaba los colores, a esas mejillas protuberantes que le otorgaban cierta comicidad. Jugábamos a desafiarnos y a ver quién era capaz, de mantener por más tiempo la mirada puesta en el otro, sin cerrar ni mover las pestañas. Compitiendo y enfrentándome a los ojos del abuelo que eran capaces de calmar cualquier tempestad. Dicha asociación y complicidad, me llevaban hacia una entrega y confidencialidad como jamás sintiera por nadie. El abuelo parecía a veces un búho, se mantenía en silencio mirándolo todo con una curiosidad que me exasperaba. No solía mencionar palabra alguna, sobre su país de procedencia ni sobre la lejana Casalún. Teniendo que rogarle una y otra vez, referencias sobre el enigmático lugar en el que residía mi hermana.

Con la reparación del horno, se sumó una nueva afición por el dulce y los pasteles, enseñándome a decorar huevos de oca, con pigmentos extraídos de las plantas y resinas de los árboles. Entusiasmada con esa nueva tarea, me entregué de lleno a ella, pasando horas enteras concentrada en el arte de la ornamentación. En primer lugar seleccionaba los huevos, limpiando con esmero su cáscara, hasta obtener un blanco reluciente. Luego los cocía en agua con un poco de sal y con sumo cuidado de que no se agrietasen, enfriándolos a continuación, bajo el caño de agua fría.

Disfrutaba de lo lindo, entre el desaliñado arsenal de resinas, olores y pinceles en que se había convertido el comedor de casa. Una vez absortos en la tarea, el abuelo intentaba explicarme, con su piadosa paciencia, el significado más profundo de cuanto hacíamos. Aunque también es cierto, que mi inquietud y nerviosismo, propios de la edad, lo hacían exasperar hasta el infinito; por lo que acababa retirándose tras nuestro mutuo y habitual ataque de histeria, dándose al fin por vencido de tan infructuosa tarea. Seguidamente, recostaba su cabeza sobre el diván, dejándola caer exhausto y siendo esta mi señal de victoria. Entonces me lanzaba mojando pinceles sin ton ni son, coloreando los huevos desahogadamente, sin esquema ni precisión alguna.

Los jueves aprovechábamos para vender la elaboración semanal en el mercado, aunque el abuelo, por más que le suplicase, se negaba siempre a acompañarme. Su presencia en la comarca, supuso una verdadera revolución en la aldea, levantando el interés general en una población aburrida y bastante indiscreta, todo hay que decirlo.

El abuelo jamás se encontraba en casa cuando despertaba, nunca supe hacia dónde se dirigía. La mayor parte de las veces, no regresaba hasta pasada la hora del almuerzo, y tras tomar algo, descansaba un buen rato encerrándose en su habitación, mientras le aguardaba junto a la ventana, remendando ropa o simplemente observando los árboles y la lluvia. Ya entrada la tarde, cuando despertaba, tomábamos algún dulce y si el tiempo acompañaba; bajábamos hasta las ruinas, visitando el corral y la tumba de la yaya. Conversábamos de lo lindo, y yo me entregaba a él sin reservas, cada deseo y cada pensamiento lo ponía en mi boca, sin miedo ni temor a ser censurada.

Así fue sucediendo el primer año de nuestra particular relación, yo fui haciéndome más mujer cada día que pasaba y él más cauto y preservado. Cierto día manifesté el deseo de ir a Casalún, quería salir del altozano y la reclusión que suponía vivir al final de un camino que no llevaba a ningún lugar. Entonces su rostro se transfiguró en desconcierto, viendo algo en mí que hasta entonces le había pasado inadvertido y desde ese instante, noté que se volvía aún más meditabundo si cabe. Curiosamente pasé de la entrega sin reservas, a una retirada y repliegue de mi intimidad. Le espiaba intrigada, intentando averiguar los secretos que ocultaba el hombre con quien compartía mi vida y que en suma, me era un auténtico desconocido.

Cartas a Thyrsá. La isla

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