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IV – Thyrsá La rueda de la vida

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Pasadas varias semanas desde la partida de Celeste, volvió a visitarnos el señor de pelos desaliñados y de pequeña barba rugosa. Despertando una vez más, mi asombro y curiosidad, pues pensé que no volvería a verlo de nuevo. Se mantuvo amable y sumamente cariñoso conmigo; ofreciéndome un par de vestidos, regalo de la señora Ana, aquella simpática y corpulenta dama que acompañara al caballero, en su anterior y aciago encuentro.

El primero de ellos era un conjunto compuesto por una camisa roja y una falda amarilla, el otro era mucho más elegante; nada más y nada menos que una especie de traje enterizo de color crema y cinturón bermejo, rematado en su escote por unos finos y delicados encajes. Nunca había tenido nada semejante, ni tan siquiera me había permitido el soñar con ello, y es que en realidad no sabía mucho de recibir regalos. Aunque padre, muy de vez en cuando, me obsequiaba con alguna flor silvestre del bosque y algún bote de miel o mermelada. Se interesó bastante el señor Arón, que era como se llamaba el hombre de las barbas, por el tipo de vida que llevaba en un lugar tan apartado y solitario. Tras la comida, hablaron mucho padre y él, hasta que aburrida de no entender un ápice de cuanto decían, decidí subir y recluirme en mi cuarto. Ya bien entrada la tarde, me pidió que lo acompañase hasta el manantial, donde suspiró emocionado al comprobar cómo sobre la tumba de la yaya, habían crecido unas diminutas florecillas azules, cubriéndola por completo.

—Ella siempre pintaba su casa de azul, era su color favorito —le conté.

—Para Asanga el universo entero era de ese color —con esas extrañas palabras concluyó el señor Arón la conversación.

Me prometió volver pronto y ayudarme a arreglar el viejo horno que se encontraba tras la casa, quería enseñarme algunos secretos y elaborar conmigo bollos y pastelillos.

Luego tras su marcha, pasaron los días como si no hubiese acontecido nada extraordinario, volviendo a la tediosa rutina en el bosque, los gansos y la tremenda soledad de las piedras y sus ruinas. Un día a la semana me escapaba al mercado como único suceso memorable, aunque padre me aconsejara no hacerlo; ya que según él, disponíamos de dinero suficiente para poder vivir, sin necesidad de ello. Tan solo por llevarle la contraria y ante la imperiosa necesidad de no sentirme la única persona del mundo, cargaba con el carro con desespero y toda mi rabia acumulada. Tiraba de la desventurada vida que llevaba y de un dolor heredado que no entendía ni sabía de dónde salía. Luego en la tarde, casi siempre me encontraba a padre bebido, recostado sobre la mesa. Entonces entendí el infierno en que se había convertido mi vida.

Pasado el invierno, el señor Arón se habituó a visitarnos con más frecuencia, hasta llegar a pasarse por casa casi a diario. Cosa que no entendía, ya que el camino que llevaba hasta ella, no iba a ninguna parte. Así, con el paso de los días nos fuimos haciendo el uno al otro, hasta llegar a suspirar por su llegada. Nos sentábamos en el exterior, sobre un viejo banco de madera a la caída de la tarde. Era primavera y la luz que iluminaba el mundo se había vuelto muy nítida y brillante, desde allí observábamos el plácido vuelo del milano, sobre el bosque que nacía bajo el altozano.

Recuerdo verlo subir, mientras saltaba de los nervios, y como después de besarme en la mejilla, le obsequiaba con una fresca infusión que ocultaba tras mi espalda, esperando con verdadera ansiedad que este cerrase sus ojos y paladease su contenido. Luego muy despacio, y haciéndome rabiar, se demoraba en la adivinación de sus ingredientes. Poniendo cara interesante y equivocándose a posta, mientras yo saltaba de la risa boyante y dichosa. Complacida me aferraba a su mano, a la vez que nos dirigíamos hacia el viejo banco de madera, detallándole a continuación la auténtica composición del refresco, a la vez que simulaba mostrarse realmente satisfecho.

Enseguida y como quien no quiere la cosa, iniciaba la conversación curioseando e indagando de cuanto aconteciera por casa desde su partida. Con su cercanía y destreza conseguía desarmarme, aunque más de una vez fuese yo quien le pusiese en aprieto y acabara, deshojándose como una flor marchita, confesándome sus anhelos e inclinaciones. Debió de ser por entonces cuando el abuelo, como comencé familiarmente a llamarle, dada su edad y el cariño con el que me trataba; despertó un verdadero interés en mi persona y por la que yo no apostaba un bledo. Considerándome a mí misma, algo estúpida y dotada de una intrascendente personalidad.

Transcurrieron los meses siguientes, envuelta en esa dinámica de encuentros y desencuentros, hasta que mi corazón volvió a partirse de nuevo, el día en que padre se marchó, sin tan siquiera mencionar, ni dirigirme una sola palabra de despedida. Me dolió porque me había hecho a él, a pesar de la enorme distancia que nos separaba…

Cartas a Thyrsá. La isla

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