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El niño Ví

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Pasó un tiempo, algo más de un año, quizás…

En donde los cuatro nos mantuvimos conviviendo. Ese período, sin duda alguna, fue el inicio y la base de todo cuanto me ha sostenido hasta ahora. Los momentos pasados en la casita del altozano, cuando todo se hundía tras la marcha de Celeste y cuando más sola me hallaba; la rueda que rige el destino dio un giro completo y la nueva alianza se convirtió en motivo de una desmesurada alegría.

Compartí mi vida más íntima con Latia, conviviendo bajo un mismo aposento. Por lo que ella supuso mi referencia, educándome en ser mujer. Luego estaba el abuelo que no se marchó ni un solo día de nuestro lado, así pudimos saborear toda su erudición y conocimiento. Con Ví, navegué por mundos que a cualquiera le hubiese gustado hacerlo. En las mañanas apenas le veía, a no ser que bajase al huerto o me tropezase con su rebaño a posta. Los quehaceres y labores junto a Latia, me mantenían entretenida la mayor parte de la mañana, tan solo los jueves salíamos al mercado, aunque ahora era Dalia, la yegua de Latia quien tiraba del carro.

Latia y yo, en todo y para todo; chismorreos, burlas y una confabulación infinita… todo fluía mirándome a través de ella, reflejándome en ella como si fuese un espejo.

Ví era mi desahogo y nutrición. De él bebía y por él me enfrentaba cada mañana, conmigo misma, intentando ser mejor.

El desayuno, su tazón de leche y la correspondiente rebanada de queso. ¿Quién bajaría al bosque primero? ¿Me ha mirado? ¿Se ha fijado en mí?

El cuidado del huerto, la limpieza del corral, ordeñar las cabras, arreglar algún desperfecto en casa; esa puerta que no cierra o preparar el tejado para el invierno…

Ví marchaba temprano a pastar las cabras y a mí me gustaba verlo partir con la pelliza echada sobre los hombros, pantalones anchos y una larga vara que cada tarde apoyaba tras la puerta. El abuelo lo tenía más fácil, pues solía bajar a pasear por el bosque o bien se decidía a echar la mañana trabajando entre el huerto y los frutales. Esperando el permiso de Latia para poder subir y echar una mano en la cocina.

Nuestra dieta consistía mayoritariamente en vegetales y cereales, donde no nos faltaban los huevos, ni la carne de caza aportada por Ví, que era el encargado y el único de nosotros capaz de suministrarla. Tampoco faltaban las percas ni las truchas y que según nuestra particular tradición, las consumíamos los viernes durante la cena, así manteníamos el equilibrio en la charca donde las pescábamos.

Luego estaban los caballos que también había que cuidarlos, por lo que se decidió que cada uno cuidase el suyo, y como yo no tenía, obviamente me liberé de dicha tarea. Aunque ni que decir tiene que aprovechaba ese tiempo para acompañar a Ví y sacar a pasear a Dulzura. Montábamos ambos sobre la yegua y aprovechábamos para escabullirnos durante un par de horas por el bosque y sus caminos, liberándonos así de nuestros mentores. Por lo general nos dirigíamos a un pequeño montículo que era nuestro lugar favorito. Allí desmontábamos y retozábamos, permitiéndonos algún que otro tímido beso y caricia. Nos encantaba sentarnos sobre la hierba y observar a los animales cruzar entre los árboles, conejillos, ardillas y algún que otro reticente zorrillo. También se oía con nitidez el canto de los jilgueros y abejarucos, nos sentíamos muy a gusto los dos solos. Ese era nuestro espacio y nuestro tiempo.

En verano, Latia nos daba clase de ortografía o al abuelo le tocaba relatarnos alguna historia antigua de la isla. Durante las tardes de invierno, al ser estas tan cortas, preferíamos dejar esta parte para después de la cena y al refugio de la chimenea, pues apenas nos quedaba tiempo para nosotros. Los días se sucedían sumidos en una placidez inalterada, donde cada uno llevaba su propio ritmo, marcando con precisión los momentos exactos para el encuentro.

Llegó el otoño y el suelo se llenó de hojarasca, los chopos y álamos quedaron desnudos y en las mañanas ya había que abrigarse. El abuelo se apañó de un burrito para que nos ayudase a subir la leña, hasta el altozano. Los hábitos cambiaron, así que nada más terminar de almorzar y con el último bocado en la boca, salíamos disparados hasta el cobertizo; en donde montábamos sobre Dulzura y cabalgábamos al interior del bosque. Cuando llovía nos acercábamos hasta Jissiel, donde a Ví le gustaba acercarse hasta el taller del maestro carpintero. Le encantaba la madera y siempre que podía, tallaba con la navaja alguna figurita que luego me regalaba. Me viene cierto día, echados sobre la hojarasca y bajo los árboles, cuando me pidió tallar mi imagen sobre un madero de tejo que había seleccionado. Yo me dejaba hacer, posando presumidamente ante él, mientras Ví ponía el máximo esmero en la tarea. Hasta que aburrida y cansada de posar, comencé a moverme nerviosa, al tiempo que Ví se enfadaba y me pedía que continuase posando.

—Estate quieta o no la terminaré nunca.

—Ya has tenido tiempo más que suficiente y no tengo más ganas de posar.

—Solo un momentito más y acabo.

Y sin hacerle el más mínimo caso, lanzaba mi rebeca a un lado y salía disparada entre los árboles, con la intención de que este me siguiera. Emprendiendo una larga carrera que concluía ralentizando mi marcha a conciencia y dejándome atrapar…

Tardaba en despegar mi joven, pero cuando lo hacía me tocaba a mí, contener el apasionado impulso que recorría su sangre. Éramos jóvenes y comenzábamos a dilatar ese entusiasmo que otorga la pubertad y en donde el ardor florece con un estímulo inusitado. No entendíamos mucho de cuanto sucedía fuera del altozano, tan solo los relatos aportados del abuelo y a los que dábamos poca credibilidad. En nuestro mundo tan solo habitábamos los dos, no cabía nadie más. La casita en el altozano era nuestro universo personal y más allá, afloraba lo desconocido.

—Te vas a tener que afeitar Ví, pinchas.

—Ya me lo dice Latia que no para de sermonearme y te aseguro que se está volviendo algo pesada.

—¿Te vas a dejar la barba como el abuelo?

—¿Por qué no?

—Pues podías arreglarte y ponerte tan guapo como él. —Recuerdo que me miró con cara de circunstancia.

—¿Te refieres a los demás hombres del pueblo o solo al abuelo?

—Lo pensaré —le contesté coqueteando.

—¡Pero qué tonta eres hija! —Me vuelve a besar, a la vez que nos apoyamos sobre un grueso tronco de pino, sobre el que he grabado un corazón.

—Tienes los ojos castaños —le digo.

—Y tú verdes, aunque no siempre.

—¿Te casarás conmigo algún día?

—Lo pensaré —me contesta juguetón.

Me sumía entre sus brazos, lo quería con locura y este era el momento culmen del día, cuando sus labios se enredaban como un laberinto entre los míos.

Nuestro mundo, aunque pequeño, era lo suficientemente grande para ambos. Disponíamos de un sinfín de aventuras y aunque necesitásemos de más espacio, el clima y la cortedad de los días imponían sus influencias.

La oscuridad en la tierra crecía, llegaron las sombras y la incertidumbre; el Both y la noche de los muertos. En casa no faltaba el refugio del fuego y por primera vez, tomamos consciencia de que en el exterior; habitaban otras presencias, y que no todo era tan fácil como dar un simple paseo o llevar una vida destinada a conseguir el sustento diario. Nada era cuanto parecía ser, tras el marco incomparable de Vania sucedía otro latido, un impulso diferente al recorrido de dos enamorados que no demandaban nada y a la vez lo deseaban todo.

Cartas a Thyrsá. La isla

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