Читать книгу E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020 - Varias Autoras - Страница 12
Capítulo 6
ОглавлениеA pesar de que pensaba que no iba a poder pegar ojo sabiendo que Axel estaba en su casa, Tara consiguió dormir.
De hecho, se quedó dormida en cuanto apoyó la cabeza en la almohada y no volvió a despertar hasta que comenzó a entrar el sol por la ventana de su dormitorio.
Se puso la bata y como no oyó ruido en el cuarto de estar, se metió directamente en el baño, teniendo mucho cuidado de cerrar la puerta con cerrojo antes de abrir el armario para sacar la pasta de dientes. Y lo primero que vio fue el frasco de las vitaminas para los primeros meses de embarazo. Inmediatamente lo sacó de allí y lo guardó en el bolsillo de la bata. Cuando terminó de lavarse los dientes ni siquiera se miró en el espejo, temiendo que éste le devolviera una mirada culpable.
Abrió después el grifo de la ducha y esperó la habitual eternidad a que saliera el agua caliente.
Tener a Axel en casa la hacía sentir una intimidad entre ellos que ya no existía. Sin embargo, el recuerdo de aquel fin de semana continuaba persiguiéndola como si hubiera sido el día anterior.
Se desnudó y se metió en la ducha, esperando que el agua pudiera borrar sus recuerdos, pero en ese sentido, el agua falló miserablemente. Salió minutos después de la ducha, se peinó, se puso la bata y salió al pasillo.
—Buenos días.
El corazón estuvo a punto de salírsele del pecho al oír la voz de Axel.
—Creía que estabas dormido.
—Llevo un rato despierto —respondió Axel desde la mesa de la cocina—. Te he traído el periódico.
Tara miró hacia la ventana de la cocina, pero, naturalmente, las contraventanas estaban cerradas.
Axel alzó una taza que tenía justo al lado del ordenador portátil y del periódico del domingo.
—Por cierto, se ha acabado el café.
Estaba irritantemente despierto para ser un hombre que había dormido en un sofá casi medio metro más corto que él.
—Ya te dije ayer que ya no tomo café —respondió bruscamente, más por el esfuerzo que estaba haciendo para no fijar la mirada en su camisa desabrochada que por la falta de café.
Había dejado de comprar café porque la tocóloga le había recomendado que no lo tomara durante el embarazo.
—¿Entonces por qué conservas la cafetera?
—Porque es un regalo de Sloan —contestó—. Pero si quieres café, podemos comprar, no me molesta —al fin y al cabo, siempre había tenido mucha fuerza de voluntad.
Se volvió rápidamente y se encerró en el dormitorio. Le habría gustado permanecer allí escondida, pero se negaba a comportarse como una cobarde.
De modo que decidió ignorar los fuertes latidos de su corazón y su creciente tensión. Fingiría que nada de eso existía y con el tiempo conseguiría acabar con aquellos pensamientos estúpidos.
Axel Clay era el hombre que menos le convenía por muchas razones. En primer lugar, por su trabajo. Un trabajo de cuyos peligros y mentiras había querido mantenerse alejada desde que era una niña. Crecer con un padre cuya vida giraba en torno a los secretos no era vida para nadie.
Así que al final salió del dormitorio, fue hasta la ventana del cuarto de estar y abrió las contraventanas lo suficiente como para poder mirar al exterior, sin importarle que Axel pudiera regañarla. Tanto el jardín como la calle estaban cubiertos de nieve.
Se puso rápidamente el anorak y un gorro de lana y se dispuso a salir.
—Si vas a la iglesia, yo ya estoy preparado —le dijo Axel.
—No pienso ir a la iglesia.
—Pero si vas todos los domingos.
¿Lo sabía porque le habían pasado un informe o porque ella se lo había dicho mientras estaban en la habitación del hotel comiendo pizza?
—Hoy no voy a ir.
—¿Por qué?
—Porque supongo que insistirás en acompañarme y no pienso sentarme durante toda la ceremonia fingiendo que hay algo entre nosotros.
—Muy bien, pero supongo que entenderás que la gente entonces pensará que estamos haciendo algo más… entretenido. Sobre todo teniendo en cuenta que hoy es el día de San Valentín.
—Muy bien —se bajó la cremallera del anorak—. Iré a vestirme.
Regresó al dormitorio y cerró la puerta de un portazo. Se cambió de ropa, se puso un pantalón rojo y un jersey suelto que le llegaba casi a las rodillas, se maquilló y regresó a la cocina.
—¿Y bien? —le preguntó a Axel, que seguía sentado a la mesa—. ¿Nos vamos o no?
—Vamos.
Axel apagó el portátil y se levantó.
—Dame cinco minutos.
Pasó por delante de ella para dirigirse al cuarto de baño. En cuestión de segundos, comenzaron a sonar las cañerías, indicando que había abierto la ducha.
Tara tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para borrar las imágenes que se agolpaban en su mente.
Afortunadamente, consiguió controlarse y cuando Axel salió de la ducha, la descubrió bebiendo un vaso de leche y leyendo el periódico del domingo.
Axel tenía el pelo empapado y una toalla alrededor del cuello. Las gotas de agua salpicaban sus hombros y se deslizaban hasta su cintura. Tara lo vio inclinarse sobre la bolsa de lona que había dejado al lado del sofá.
Sacó una camisa, se la llevó a la nariz y, tras hacer una mueca, la volvió a guardar.
—Hoy vamos a comer en el Double-C. Habrá montones de comida. Así que, si hay algo que quieras hacer antes de que vayamos allí, dímelo ahora —sacó de la bolsa un jersey de color marfil—, porque nos ocuparemos de ello después de la iglesia.
—Si tú tienes que ir, ve. Yo prefiero quedarme en mi casa.
Axel volvió a levantarse. Dejó el jersey en el sofá antes de secarse con la toalla el pecho sin ningún pudor. ¿Pero por qué iba a tenerlo? Aquel hombre tenía el cuerpo de un dios griego.
—¿Es que no has entendido bien lo de las veinticuatro horas del día? —respondió Axel mientras se ponía una camiseta. Alargó después la mano hacia el jersey.
—¿Pero por qué quieres que yo, representando el peligro que represento, esté cerca de tu familia?
—No creo que haya otro lugar en el que puedas estar más segura, lo que significa que tienes que ir.
—No tengo por qué hacer nada que no quiera —le recordó Tara.
—Muy bien, pero sé que querrás porque estoy convencido de que en alguna parte de esa bonita cabeza hay un mínimo de sentido común. Si no fuera así, me habrías pedido que me largara incluso después de haber oído la voz de tu hermano.
Tara sentía una presión creciente en el pecho.
—¡Pero yo no quiero ir!
—¿Por qué no? Me dijiste que te encantaría tener algún día una familia enorme con la que reunirte a comer los fines de semana.
—¡No quiero que menciones nada de lo que dijimos en Braden!
Axel la miró con los ojos entrecerrados.
—Es sólo una comida familiar. No es para tanto.
—Cuando todo esto haya terminado, yo tendré que seguir viviendo y trabajando aquí. No me gustaría darle motivos a tu familia para ponerse en mi contra.
—No estoy pensando en anunciar que estoy locamente enamorado de ti ni nada de eso. Es sólo una comida familiar, un momento para relajarse… Además, tú misma has dicho que no piensas quedarte a vivir en el pueblo, que en cuanto todo esto haya terminado podrás marcharte. Así que, ¿qué más te da lo que pueda pensar la gente?
Le importaba porque la gente de la que estaba hablando, su familia, la familia Clay, siempre había sido muy amable con ella. Le importaba porque aquella familia era la familia de su hijo. Las náuseas que la habían acompañado todas las mañanas durante meses parecieron advertirle que había llegado el momento de poner fin a la discusión.
—De acuerdo. Ve poniendo la camioneta en marcha.
—¿Y qué ha pasado ahora? —preguntó Axel, mirándola con los ojos entrecerrados.
Tara quería que Axel saliera de casa cuanto antes porque tenía miedo de terminar vomitando a pesar de tener el estómago vacío.
—Nada, pero tengo hambre y me gustaría comer un poco de pan —se dirigió a la cocina sin esperar respuesta.
Afortunadamente, un segundo después oyó que se abría y se cerraba la puerta principal. Se inclinó hacia delante, apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos, esperando que cedieran las náuseas.
Las últimas semanas se había sentido mucho mejor. Continuaba teniendo el estómago revuelto por las mañanas, pero la sensación no era tan fuerte como al principio. Sin embargo, aquella mañana no había tenido suerte.
Se metió en el cuarto de baño, cerró la puerta y agradeció al cielo que Axel estuviera fuera y no pudiera oírla vomitar.
Para cuando Axel regresó a la casa, ya estaba poniéndose el abrigo y se sentía infinitamente mejor, aunque seguía sin hacerle ninguna gracia el plan de actividades del día.
No volvió a pronunciar palabra hasta que llegaron a la iglesia.
—¿A qué hora tenemos que ir a comer? —le preguntó a Axel.
—Alrededor de las dos o las tres —contestó Axel con mucho más entusiasmo del que ella sentía.
Aparcó en la acera, cerca de la puerta, en un lugar en el que nadie podía impedirles la salida. Tara recordó que su padre siempre aparcaba así.
Tara abrió la puerta de la camioneta y salió. Axel estuvo inmediatamente a su lado. Cuando llegaron a la puerta de la iglesia, le dio la mano y contestó con amables saludos a las miradas especulativas de las que eran atención.
Se sentaron en el último banco de la iglesia, el único en el que todavía quedaba espacio. Y era tal la preocupación de Tara por la imagen que estaban dando que apenas oyó una sola palabra del sermón del reverendo Stone. Para cuando quiso comenzar a concentrarse en lo que decía, ya estaban cantando el himno final y la gente se dirigía hacia la parte de atrás de la iglesia, empujada por la seductora fragancia del café.
No tardó en acercarse la familia de Axel, y aunque Tara estaba desesperada por escapar de allí, sabía que no tenía ningún lugar al que ir.
Jefferson, el padre de Axel, fue el primero en alcanzarlos.
—Cuánto tiempo, hijo —lo oyó musitar Tara mientras le palmeaba la espalda a su hijo. Se volvió casi inmediatamente hacia ella—. Tara, me alegro de verte.
—Gracias —consiguió contestar con lo que esperaba fuera una amable sonrisa.
Estaba temblando de la cabeza a los pies, y no porque le tuviera miedo, sino por el importante secreto que guardaba.
—Hola otra vez, cariño —Emily Clay le dio un beso a su hijo—. Eres un regalo para los ojos. Ya era hora de que pudiéramos verte en un mismo lugar durante varios minutos.
Si no le hubiera estado mirando con tanta atención, a Tara le habría pasado desapercibida la expresión que por un momento reflejó el rostro de Axel. Una expresión casi de tristeza. Por un instante, olvidó sus propios sentimientos y se concentró en dominar las ganas de posar la mano en la espalda de Axel para mostrarle su apoyo.
Tara permaneció en medio del alegre círculo que les rodeaba, sonriendo hasta que las mejillas le dolieron. Jefferson y Emily fueron los primeros en salir. Cuando por fin pudieron llegar a la camioneta, Tara estaba tan aliviada de haber podido escapar que tardó algunos segundos en darse cuenta de que Axel parecía tener tanta prisa como ella por marcharse.
—Tienes prisa.
—Prefiero que no estemos en un espacio abierto durante mucho tiempo.
Tara tragó saliva al oírle. ¿Cómo era posible que hubiera podido olvidar ni por un segundo que Axel sólo era su guardaespaldas?
Miró hacia la ventanilla y parpadeó intentando controlar las lágrimas.
—Tengo que pasar por la tienda. Con lo de la feria he dejado pendientes algunas tareas.
—Y no puedes dejarlo para otro momento.
—No todos nos podemos arreglar con una bolsa de lona como la que tienes tú en tu casa. El caos no está hecho para todo el mundo.
Axel la miró con expresión divertida.
—Últimamente no he tenido ningún lugar en el que hacer una buena colada. Y me temo que mis boxer comienzan a echar de menos una plancha.
Tara recordó inmediatamente la suavidad de los boxers grises que llevaba bajo los vaqueros la noche que había coincidido con él en Braden. Una vez más, sintió un calor intenso en el rostro.
—En el sótano de mi casa tengo una lavadora y una secadora que puedes utilizar. Pero no quiero que mezcles tu ropa con la mía.
—No soportas la idea de que tu ropa interior de vueltas junto a la mía, ¿eh? —preguntó Axel, sonriendo.
Tara se cruzó de brazos y se volvió hacia la ventanilla mientras recorrían la poca distancia que los separaba de la tienda. Axel estaba intentando sacarla de sus casillas, pero no tenía intención de hacerle saber que lo estaba consiguiendo.
Lo que tenía que hacer era poner distancia entre ellos, y punto.
—Lo que no soporto es que un hombre dé por sentado que la colada y la cocina son responsabilidad de la mujer.
Axel detuvo la camioneta en el callejón que había detrás de la tienda.
—Así que, además de no cocinar nunca, tu padre tampoco sabía cuándo había que echar lejía a la lavadora —aventuró—. Y una vez más, tú estás intentando ponerme la misma etiqueta que a él, aunque no me la merezca —se echó a reír—. Aunque en este caso, reconozco que puedes tener parte de razón. Suelo preferir enviar la ropa a la lavandería. Siempre me ha parecido un dinero bien gastado. Sobre todo porque nunca he sabido planchar la raya.
A pesar de sí misma, Tara no pudo evitar una sonrisa.
—Si eres capaz de planchar la raya de todos tus pantalones y los calzoncillos, me comeré el sombrero.
—Palabras peligrosas —Axel se detuvo tan cerca de la puerta trasera de la tienda que Tara apenas tenía espacio para salir. Apagó el motor y bajó la voz para decir—: ¿O es que ya no te acuerdas?
Tara salió rápidamente de la camioneta y entró precipitadamente en la tienda, pero no consiguió alejarse del sonido de su risa, de la misma forma que tampoco parecía posible alejarse de la electricidad que fluía entre ellos, que no había perdido un solo vatio de potencia desde su primer encuentro.