Читать книгу E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020 - Varias Autoras - Страница 7
Capítulo 1
ОглавлениеHabía corazones por todas partes. Si alguien hubiera entrado en aquel momento en el gimnasio de la escuela preguntándose qué se estaba celebrando, definitivamente, los corazones habrían despejado todas sus dudas.
—¿Cuánto valen estos pendientes?
Tara le sonrió a la adolescente que acababa de acercarse a su puesto. Aunque era trece de febrero, estaban celebrando el día de San Valentín. Los organizadores habían decidido que para los habitantes de Weaver, era preferible organizar la feria un sábado.
—Te los puedes llevar a cambio de una lata de comida para la campaña de recogida de alimentos —el resto del dinero que ganara estaba destinado al proyecto de ampliación de la escuela.
—Prométeme que no los venderás, ¿de acuerdo? Ahora mismo vengo.
—Te lo prometo —Tara observó a la chica alejarse a toda velocidad por un gimnasio repleto de puestos en los que se podía encontrar desde besos hasta galletas.
Todos los comercios de Weaver tenían algo interesante que ofrecer para la feria. Incluso Tara, a pesar de que lo último que le apeteciera celebrar fuera el amor.
Permanecía sentada en un taburete detrás de su mesa. Dos horas más y podría llevar de nuevo sus cosas a Classic Charms, sintiéndose satisfecha por haber participado en el último ejercicio destinado a enaltecer el espíritu de la comunidad.
No tenía ningún motivo para quedarse después en el gimnasio. La feria terminaría con una cena y un baile, pero el hecho de haber comprado la entrada para ambas cosas no la obligaba a asistir.
Porque lo único que le apetecía hacer aquella noche era meterse en la cama. Sola.
—Buenas tardes, Tara —Hope Clay, una de los organizadoras de la fiesta y miembro de la junta del colegio, se detuvo ante su puesto—. Parece que ha ido bien el negocio —señaló la mesa, casi vacía—. Es la primera vez que me acerco a tu puesto. Quería comprarles algo a mis sobrinas.
Tara esbozó una sonrisa. Ya había visto por allí a sus sobrinas.
—Leandra ha entrado con Lucas en brazos en cuanto han abierto la puerta del gimnasio.
Hope se echó a reír; era una mujer que no aparentaba los cincuenta años que tenía.
—Aunque sólo tenga dos años, ese niño lleva la sangre de los Clay en las venas. Tristan y yo nos quedamos con él y con Hannah hace unas semanas. Cuando Leandra y Evan vinieron a buscarlos estábamos agotados —sacudió la cabeza sin dejar de sonreír—. Pero no puedo decir de Lucas nada que no tenga que decir del resto de los bebés de la familia.
Hope se fijó entonces en uno de los brazaletes del expositor de cristal.
—Es precioso. ¿Es una amatista?
Tara lo sacó para enseñárselo.
—Sí, de hecho, Sarah —explicó, refiriéndose a otra de las sobrinas de Clay—, le ha comprado uno a Megan hace una hora, pero de olivina.
—Me pregunto si será normal que una vieja dama como yo tenga el mismo gusto que su sobrina.
—No eres una vieja —protestó Tara con sinceridad—. Y teniendo en cuenta que los brazaletes los he diseñado yo, me gustaría pensar que eso significa que las dos tenéis un gusto excelente.
—Muy bien dicho —Tristan, el marido de Hope, se detuvo en aquel momento al lado de su esposa y posó la mano en su cuello con un gesto de cariño que hablaba de años de profundo amor.
Hope se volvió sonriente hacia su marido.
—Creía que ibas a pasar toda la tarde de reuniones. ¿Ha ido todo bien?
—Inesperadamente bien —Tristan se volvió entonces hacia Tara con una sonrisa—. Bueno, Tara, ¿cuánto va a costarme esta vez el excelente gusto de mi esposa?
Tara le dijo el precio del brazalete y él sacó la cartera y el dinero. Cuando Tara comenzó a hacerle un recibo, lo rechazó con un gesto. En realidad, a Tara no le sorprendió, teniendo en cuenta que su empresa de juegos de ordenador, CESID, había financiado ya gran parte del proyecto de expansión del colegio. En general, los Clay eran muy generosos cuando se trataba de apoyar a la comunidad. Aunque había otros Clay que eran expertos en darse a la fuga.
Apartó rápidamente aquel pensamiento de su mente y terminó de envolver el brazalete.
—Aquí lo tienes. Espero que lo disfrutes.
—Aquí está la lata —la adolescente regresó casi sin aliento y le tendió una enorme lata y un montón de monedas—. No has vendido los pendientes, ¿verdad?
Tara sacó los pendientes y se los tendió.
—Te había prometido que te los guardaría.
—Sabía que sería una buena idea lo de la feria —dijo Hope mientras tomaba la lata y la dejaba en el cubo que tenía Tara al lado del puesto—. Te veré más tarde en el baile —y se alejó del brazo de su marido.
Tara tuvo que reprimir la punzada de envidia que sintió al ver marcharse a la pareja e intentó concentrarse en su joven cliente.
—Pero sabes que para ponerse esos pendientes necesitas tener agujero.
—Sí, me hice los agujeros en las orejas el mes pasado —miró emocionada sus pendientes nuevos—. En cuanto pueda quitarme los que me pusieron entonces, éstos serán mis primeros pendientes de verdad. Por fin —elevó lo ojos al cielo—. Pensaba que mi padre nunca iba a dejarme ponerme pendientes.
Tara se identificaba plenamente con ella. A pesar de sus frecuentes ausencias, su padre la había educado con mano de hierro.
—Así son los padres —envolvió los pendientes en papel de seda y los guardó en una cajita—. Aquí los tienes.
—Gracias.
La chica se alejó sosteniendo la cajita como si fuera un tesoro.
Tara se sentó de nuevo en el taburete y miró el reloj. Una hora más y podría comenzar a recoger.
Desgraciadamente, la hora se le hizo eterna, porque cada vez eran menos los clientes.
Tenía la botella de agua casi vacía, la vejiga llena y lo único digno de observación era la cola que había en el puesto de besos de Courtney Clay.
Al cabo de un rato, Tara se volvió, se llevó la mano a la boca para disimular un bostezo y buscó debajo de la mesa las cajas en las que había llevado el material para el puesto aquella mañana. Todavía no había pasado una hora, pero ya tenía más que suficiente.
Colocó la primera caja encima del taburete y comenzó a guardar la ropa que no había vendido. La descolgaba de las perchas y la doblaba con mucho cuidado. Cuanto más cuidado tuviera, menos trabajo tendría en el momento de volver a colocarlos en la tienda.
Llenó la primera caja y la dejó en el suelo. Después, se agachó para buscar la segunda.
—¿Tienes a alguien enterrado debajo de la mesa? —preguntó una voz grave, profunda, divertida.
Y dolorosamente familiar.
El corazón estuvo a punto de salírsele del pecho mientras se iba incorporando. Desvió la mirada de Axel y sacó otra caja, recordándose que debía evitar sus ojos. Que, precisamente, había sido al mirarle a los ojos cuando habían empezado todos sus problemas.
—¿Qué estás haciendo aquí?
No fue un saludo muy hospitalario, y deseó haber sido capaz de disimular. Habría preferido que pareciera que no daba ninguna importancia a su inesperada aparición.
—Tenemos que hablar.
—¿Después de cuatro meses de silencio? Me temo que no.
Maldita fuera, aquello tampoco sonaba muy despreocupado. Agarró el resto de la ropa y la guardó en la caja de cualquier manera. Quería salir cuanto antes de allí.
—Tara…
Pero Tara ya se había agachado para buscar una tercera caja. Y aprovechó que estaba oculta debajo de la mesa para suspirar.
Sólo era un hombre como cualquier otro, se había dicho millones de veces desde que aquella noche de pasión que habían pasado en Braden se hubiera convertido en un fin de semana. Habían pasado más de cuarenta y ocho horas encerrados en una habitación diminuta. Y durante esas cuarenta y ocho horas, había comenzado a pensar estúpidamente en cosas que no tenía ningún derecho a pensar. Había comenzado a pensar en imposibles.
Pero la brusca desaparición de Axel, que no estaba ya en la cama cuando ella se había despertado la última mañana, había puesto freno a todas sus ilusiones.
Lo único que había dejado tras él era una nota en la que le decía que la llamaría. Había garabateado el mensaje en la caja de la tarta de chocolate que había conseguido encontrar la primera noche, después de recorrer tres tiendas diferentes. Una tarta que habían compartido durante aquellos dos días de todas las maneras imaginables.
Pero Axel no sólo había desaparecido de su cama, sino que después de aquello, tampoco había vuelto a aparecer por Weaver. Ni al día siguiente, ni a la semana siguiente, ni al mes siguiente…
Los pensamientos que habían compartido, las risas, la pasión, nada de eso parecía tener para él la menor importancia.
Pero ella ya era una mujer adulta. De modo que tenía que ser capaz de asumir las consecuencias.
Agarró la caja, la sacó y cuadró los hombros mientras se levantaba.
Desgraciadamente, Axel continuaba apoyado contra uno de los expositores del puesto, y sus hombros parecían más anchos que nunca con aquel jersey de cuello vuelto que llevaba.
La última vez que Tara había visto aquellos hombros, estaban desnudos y brillantes por el sudor mientras Axel y ella hacían el amor como si fueran incapaces de detenerse.
Tara borró rápidamente aquel recuerdo de su mente y miró hacia el expositor.
—¿Te importa?
Axel retrocedió ligeramente. Ignorando que tenía su pecho a sólo unos centímetros de distancia, Tara abrió el expositor y sacó una de las bandejas.
—Puedo explicarte lo que ha pasado durante estos cuatro meses —se excusó Axel.
—No necesito ninguna explicación —le aseguró Tara—. Lo que pasó, pasó —por fin había sido capaz de responder de forma natural y despreocupada—. ¿Cuándo has vuelto?
—Esta mañana. Pretendía llamarte.
Demasiado poco y demasiado tarde. Cuatro meses tarde, de hecho.
—No tiene ninguna importancia —dijo en el mismo tono de ligereza.
Era una mujer adulta. Habían iniciado una aventura de una noche que había terminado convirtiéndose en un fin de semana. Lo único que en aquel momento le importaba era el hecho de que le hubieran molestado aquellos cuatro meses de silencio.
Mentirosa.
Ignorando el insistente susurro de su conciencia, vació los contenidos de la bandeja en una caja sin ningún cuidado. Ya lo ordenaría todo cuando regresara a la tienda.
—Me surgió algo importante —insistió Axel.
Tara cometió el error de mirarlo, porque pudo ver la mueca que cruzaba aquel rostro tan injustamente atractivo.
—Soy consciente de cómo suena lo que acabo de decir.
—No importa cómo suene o cómo deje de sonar. Todo eso ocurrió hace meses. No es para tanto. Apenas… —estuvo a punto de atragantarse—, apenas me acuerdo.
Axel curvó ligeramente la comisura de los labios.
—¿Sabes que tienes cinco pecas en la nariz? ¿O sólo te salen cuando mientes?
Tara colocó la bandeja vacía en el expositor y sacó la siguiente.
—Bueno, te agradezco que me hayas dado una explicación pero, como puedes ver, estoy ocupada.
—No creo haber explicado nada.
—En ese caso, no hace falta que pierdas el tiempo. Los dos sabemos lo que ocurrió.
Habían pasado un fin de semana juntos y ella había estado a punto de perder el corazón. Él, por su parte, había puesto pies en polvorosa en cuanto había decidido que había llegado el momento de hacerlo.
Axel le quitó la segunda bandeja antes de que hubiera podido dejar los contenidos en la caja.
—Tara…
Tara no iba a comenzar a jugar a un tira y afloja con la bandeja. Pero tampoco tenía ganas de continuar una conversación sobre lo que había pasado entre ellos delante de tanta gente.
De modo que soltó la bandeja, sacó la última y la vació en la caja.
Axel musitó un juramento.
—Tara…
—Axel Clay, ¿eres tú? —se oyó una alegre voz femenina en el otro extremo del gimnasio.
—Hablaremos de esto —le advirtió Axel a Tara antes de volverse hacia una rubia de pelo rizado que caminaba en aquel momento hacia él—. Hola, Dee. ¿Cómo estás?
La rubia le abrazó sin ningún pudor.
—Voy a tener que castigar a Sarah. No me había dicho que venías. Todos pensábamos que continuabas en Europa, intentando comprar algún caballo. Hola, Tara —añadió con aire ausente.
En otras circunstancias, a Tara incluso le hubiera divertido la actitud de Deidre Crowder. Pero aquel día se había agotado todo su buen humor.
Aun así, consiguió responder a su saludo con naturalidad y aprovechó aquella distracción para terminar de vaciar el expositor de joyas. No pudo evitar oír que Axel le explicaba a Dee que su prima no estaba al tanto de su llegada. Y tampoco pudo evitar fijarse en cómo agarraba Dee a su amigo del brazo.
—Perdona —le dijo a Dee, que tenía la mano apoyada en el expositor.
—Lo siento —contestó Dee. Apartó la mano, pero no desvió la mirada de Axel—. ¿Y cuánto tiempo piensas quedarte por aquí? Podríamos quedar.
Tara levantó el tablero de la mesa y lo colocó encima de las cajas. Después, sacó el taburete. Todavía tenía que desmontar el perchero, pero no tenía ganas de oír cómo quedaba Dee, una auténtica devora hombres, con Axel.
Sin mirarles siquiera, se dirigió al almacén para retirar el carro que había dejado allí después de organizar su puesto. Lo sacó e intentó desplegarlo.
—Déjame ayudarte.
Tara dejó caer los hombros. Dee no había conseguido retener la atención de Axel durante el tiempo suficiente.
—No necesito ayuda —estiró la manilla del carro—, ¿lo ves?
Le rodeó con el carrito y regresó hacia su puesto. Pero sus piernas no eran tan largas como las de Axel y éste consiguió adelantarla.
Tara tensó los labios, se volvió hacia el perchero y quitó las ruedas para guardarlas. Sin hacer caso a Axel, agarró el carro ya cargado y se dirigió hacia la salida del gimnasio.
Pero todavía no había llegado a la puerta cuando Joe Gage, el director de la escuela de primaria, hacía su entrada en el gimnasio.
—¿Ya has cerrado la tienda, Tara? —le sostuvo la puerta.
—Sí, ya me voy. Gracias, Joe —maniobró con el carrito para cruzar la puerta.
—Bueno, supongo que te veremos esta noche en el baile. Este pobre viejo espera poder bailar contigo —le sonrió.
Era un hombre muy agradable, que siempre había sido muy amable con ella. Tara le sonrió, esperando que no se diera cuenta de que no le había contestado.
Por encima del hombro de Joe, pudo ver a Axel, que la seguía a grandes zancadas.
—Eh, Axel —oyó que Joe le saludaba—. No sabía que habías vuelto al pueblo.
Tara aceleró el paso y no pudo oír la respuesta de Axel. Cuando por fin llegó hasta su coche, apenas podía respirar. Sacó las llaves a toda velocidad, pero acababa de abrir la puerta del maletero cuando llegó Axel, cargó las tres cajas, dobló el carro y lo colocó al lado de las cajas.
Cerró el maletero de un portazo y clavó sus penetrantes ojos en Tara.
—Puedes hablar conmigo ahora o dejarlo para más tarde. Pero hablaremos, Tara. Hay algunas cosas que tienes que saber.
Pero había otra cosa que Tara no quería que él supiera. No por primera vez, se descubrió preguntándose por qué no se marchaba de Weaver para siempre. La tienda era lo único que la unía a aquel lugar. Eso y el hecho de que fuera el único lugar en el que su hermano podía localizarla.
—Quiero llevar estas cosas a la tienda antes del baile.
—En ese caso, te acompañaré.
—¡No! —exclamó con más dureza de la que pretendía—. Podemos vernos esta noche en el baile —mintió mientras se dirigía a la puerta de pasajeros.
—No creo que ése sea el mejor sitio para hablar.
—Lo tomas o lo dejas —replicó Tara mientras se sentaba en el coche y cerraba la puerta.
Intentando disimular el temblor de sus manos, metió la llave en el encendido y se alejó de allí como si la persiguieran todos los demonios del infierno. Aunque, por supuesto, Axel Clay no era ningún demonio.
Solamente era el único hombre con el que se había costado desde que, a los dieciocho años, se había embarcado en un matrimonio que apenas había durado un mes.
Pero lo peor de todo era que era el padre del hijo que llevaba en su vientre.