Читать книгу E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020 - Varias Autoras - Страница 6
Prólogo
ОглавлениеQuieres que te traiga otra margarita?
Tara Browning alzó la mirada hacia los compasivos ojos de la camarera y forzó una sonrisa, intentando disimular su fastidio por el plantón que le había dado su hermano.
—Claro.
—Ahora mismo te la traigo —la camarera se dirigió hacia la barra y desapareció entre los muchos clientes que abarrotaban aquella zona del bar.
Tara suspiró y miró hacia la puerta. Sloan continuaba sin aparecer.
No podía fingir que no estaba desilusionada. El mensaje que su hermano mellizo le había dejado en el teléfono era el primero que recibía desde hacía tres años. Y habían pasado cinco desde la última vez que le había visto en persona. Debería haberse imaginado que no iba a aparecer. Ni siquiera aquel día, el día en el que ambos cumplían treinta años.
Suspiró y cruzó involuntariamente la mirada con la de un hombre que la observaba desde la barra del bar. Tara desvió inmediatamente la mirada. No quería ligar con nadie. Aquello de sentarse en la barra de un bar era algo que no se permitía siquiera en Weaver, el lugar en el que vivía y trabajaba, y, por supuesto, no iba a hacerlo en Braden, que estaba a casi cincuenta kilómetros de distancia. Había ido allí por Sloan McCray. Punto.
—¿Le importa que me lleve este taburete? —le preguntó el chico que estaba en la mesa de al lado.
Tara se encogió de hombros. A esas alturas, ya no esperaba que su hermano apareciera.
El chico se levantó del taburete en el que estaba sentado para ir a buscar el de la mesa de Tara.
—Gracias, señora.
«Señora». Cumpleaños feliz, Tara.
El hombre de la barra continuaba mirándola, así que Tara se volvió mientras aceptaba la margarita que le acababa de llevar la camarera. En realidad no sabía por qué se había molestado en pedir otra copa cuando no era una persona aficionada al alcohol. Tampoco sabía por qué continuaba en aquel bar cuando era dolorosamente evidente que su hermano no iba a ir, dijera lo que dijera el mensaje.
Se levantó del taburete, tambaleándose ligeramente. No iba a pedir un taxi para volver a Weaver. Incluso en el caso de que tuviera la suerte de encontrarlo, se vería obligada a volver al día siguiente por la mañana para buscar su coche.
De modo que tendría que pasar la noche en el hotel que había al otro lado de la carretera.
Si se hubiera pedido un refresco de limón, habría podido volver esa misma noche a Weaver, el lugar en el que se encontraba supuestamente su hogar. Pero ni a ella misma se le escapaba lo irónico de su situación. Tampoco en Weaver había encontrado su lugar en el mundo. Aquélla era la triste historia de su vida.
—¿Ya te vas?
Tara se detuvo en seco cuando un hombre le interrumpió el paso. Rápidamente se dio cuenta de que no era el mismo que había estado mirándola desde la barra. Alzó la mirada hacia él, haciendo un esfuerzo por enfocarla. Le sacaba por lo menos unos quince centímetros e incluso en la penumbra del bar, sus ojos resplandecían como el oro viejo.
—¿Axel? ¿Axel Clay?
—Así que te acuerdas de mí —esbozó una ligera sonrisa—. Me conmueve.
Era imposible no acodarse de él. La familia Clay era la piedra angular de Weaver. Los hombres de la familia eran todos idénticos, altos y casi ridículamente atractivos y las mujeres eran tan bellas y distintas como las flores silvestres en primavera. Cualquier habitante de Weaver habría tenido que vivir debajo de una piedra para no conocer a los Clay.
—¿Qué haces por aquí?
—Tomar una copa, como todo el mundo —contestó, sonriendo y alzando su copa.
—Me refiero a que qué haces en Braden.
Estaba aturdida, y Axel olía maravillosamente bien. En medio de todos los que abarrotaban el bar, era como un golpe de aire limpio y fresco.
—Hace más de un año que no pasas por Weaver —se sonrojó al instante—. Por lo menos eso es lo que he oído en la tienda.
Axel agarró a Tara del codo y la apartó para que pudiera pasar la camarera.
—He estado fuera del país.
Sí, eso también lo había oído. Había oído hablar de sus viajes, de su talento para la cría de caballos y de que se había convertido en un soltero tan codiciado como inalcanzable.
Axel volvió a sonreír y Tara comenzó a sentir que le daba vueltas la cabeza. Eso le pasaba por llevar la vida de una monja, se regañó. Tomaba una copa, veía a un hombre atractivo y de pronto se descubría intentando reprimir una fuerte oleada de deseo.
—¿Y qué tal va Classic Charms?
Tara se humedeció los labios deseando no haber dejado la margarita en la mesa. Por lo menos le habría servido para hacer algo con las manos.
—Me sorprende que te acuerdes del nombre de la tienda —había pasado muy pocas veces por allí, y normalmente acompañado por su madre.
—Bueno —por un momento, fijó la mirada en sus labios—, tú no eres la única que tiene memoria. Me acuerdo de muchas cosas…
Tara nunca había tenido tanta sed.
—El negocio va bien. Pronto tendré que contratar a alguien para que me ayude.
—¿Sigues teniendo esa cabina de teléfono en medio de la tienda?
—Eh, sí…
Era una cabina telefónica de color rojo intenso que utilizaba como expositor para la ropa interior un tanto subida de tono.
—Ya te he dicho que me acuerdo de muchas cosas —Axel apuró el resto de su copa—. ¿Y qué estás haciendo tú en Braden?
—Se suponía que había quedado con mi hermano, pero parece que no ha podido venir.
Axel le pasó el brazo por los hombros y Tara se quedó de piedra, hasta que se dio cuenta de que la estaba apartando para que pudiera pasar la camarera.
—Él se lo pierde y yo salgo ganando. Vamos a sentarnos.
Por mucho que intentara evitarlo, la tentación era casi insoportable.
—No creo que quede ninguna mesa libre—ya habían ocupado la que ella acababa de dejar.
—Entonces, vamos a bailar.
Antes de que pudiera protestar, la agarró de la mano y la condujo entre la gente hasta una pista de baile minúscula.
Clavar los pies en el suelo no funcionó. Se vio indefectiblemente atrapada por el terremoto de Axel.
—No sé bailar —le advirtió por encima del sonido de la música.
Axel le hizo apoyar la mano en su hombro derecho y la agarró por la cintura.
—Todas las mujeres guapas saben bailar.
Tara jamás se había considerado una mujer guapa, pero ya fuera por sus palabras o por la mano que sentía en la cintura, se sintió de pronto ardiendo de la cabeza a los pies.
La música vibraba a su alrededor mientras el cantante se lamentaba por los deseos insatisfechos, y sentía cada una de las huellas dactilares de los dedos de Axel atravesando su blusa roja. Quizá fueran imaginaciones suyas, pero tenía la sensación de que aquellos dedos se flexionaban sutilmente contra ella, como si fueran las garras de un enorme gato de pelo dorado preparando a su presa.
Tara llevaba cinco años viviendo en Weaver, pero no había tenido ninguna relación sentimental con nadie de allí. En realidad, tampoco las había tenido antes; no había vuelto a salir con nadie desde que se había ido a pique su matrimonio cerca de mil años atrás.
—Tú eh… ¿habías quedado con alguien?
—A mí también me han dejado plantado —le susurró Axel al oído.
—¿Pero quién te va a dejar plantado a ti? —preguntó Tara sin pensar, y se ruborizó hasta la raíz del cabello.
—En este momento me cuesta recordarlo, porque no esperaba nada especial de la velada. Y aun así —dijo, mientras se estrechaba ligeramente contra ella—, mira cómo estamos.
Tara volvió a sentir que le daba vueltas la cabeza, pero la sensación no fue en absoluto desagradable. Axel deslizó el pulgar por la palma de su mano y un fuego líquido comenzó a correr por sus venas. Estaba tan paralizada como si le hubiera dado un beso en la boca.
—Hoy es mi cumpleaños —dijo estúpidamente.
Axel clavó la mirada en su rostro:
—¿Has apagado las velas y has pedido un deseo?
Sí, había pedido un deseo: volver a ver al único familiar que tenía. Y teniendo en cuenta que no tenía manera de ponerse en contacto con Sloan y que había sido él el que le había dejado aquel mensaje, pensaba que era algo que también su hermano quería. Pero era evidente que se había equivocado.
—No he tenido ni tarta ni velas —contestó.
Axel volvió a deslizar el pulgar por la palma de su mano.
—Eso no está bien. En mi familia no falta nunca la tarta en un cumpleaños.
A Tara no le sorprendió. No había una sola persona que viviera en Weaver y no supiera lo unido que estaba a aquel clan. Aquella familia era la antítesis de la suya.
—Cuando estás solo, lo de la tarta y las velas parece insenesario —le explicó, frunció el ceño y se corrigió—, innecesario.
—Bueno, pero esta noche ya no estás sola —replicó Axel con los ojos entrecerrados.
Ya no estaba acariciándola con el pulgar. En aquel momento, tenía el dedo en el centro de su mano, contra su palma y Tara lo sentía como si una corriente eléctrica la atravesara directamente desde allí hasta el corazón.
Axel volvió ligeramente la cabeza, como si quisiera contemplar sus manos unidas.
—A mí me parece que ahora somos dos.
El corazón le latía con una fuerza atronadora. Tara se sentía como si todas sus terminales nerviosas estuvieran a punto de estallar.
—De acuerdo —su palabras fueron poco más que un suspiro, pero Axel curvó los labios en una lenta y satisfecha sonrisa.
Entrelazó los dedos con los suyos y antes de ser siquiera consciente de lo que estaban haciendo, Tara sintió el frío aire de una noche de octubre contra su rostro y se descubrió frente a la puerta abierta del local. Se acordó entonces de que se había olvidado la chaqueta, pero no le importó, porque cuando todavía no se habían apartado de la puerta, Axel le hizo volverse entre sus brazos, la estrechó contra él y cubrió sus labios con la boca.
En el interior de Tara estalló todo el calor de una tarde de verano.
Axel posó la mano en su cuello y fue deslizándola lentamente hasta su barbilla. Después, alzó la cabeza y fijó la mirada en sus ojos.
—Dejemos los deseos a un lado, ¿qué quieres de regalo de cumpleaños, Tara Browning?
Tara se humedeció los labios, saboreando al hacerlo el gusto que Axel había dejado en ellos.
—A ti —se le escapó. Qué descaro. El rostro le ardía—. Lo siento, puedes echar la culpa a las margaritas.
—Me habría gustado tener también algo que ver en ello —le acarició la espalda y la estrechó de tal manera contra él que ni el frío aire de Wyoming pudo interponerse entre ellos.
Tara tomó aire. Toda ella se sentía tan suave, tan blanda…, mientras que él… Él era todo lo contrario.
Axel le rozó la barbilla con los labios y continuó deslizándolos hasta su oreja.
—Tenerme a mí es la parte más fácil. Pero antes —esbozó una sonrisa traviesa— tendremos que celebrar tu cumpleaños como es debido.
Si no hubiera sido porque Axel la tenía abrazada, Tara habría vuelto a tambalearse.
—¿Celebrarlo?
—Por lo menos no pueden faltar la tarta y las velas —se quitó la cazadora con un rápido movimiento y se la echó por los hombros.
Tara notó a su alrededor el peso del cuero y la intensidad de la fragancia de Axel. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no terminar convertida en un charquito a sus pies mientras se sujetaba la cazadora con una mano. Axel le tomó la otra y la condujo por el aparcamiento hasta su camioneta.
—Si conseguimos encontrar una tarta a estas horas, soy capaz de comerme un sombrero —dijo Tara, intentando dominar la emoción que corría por sus venas.
—Hay cosas mucho más sabrosas.
Axel le abrió la puerta, agarró a Tara por la cintura y la alzó, deslizándola a lo largo de su cuerpo.
—Desde que tenía quince años, no había vuelto a sentir la tentación de hacer el amor con una mujer en un aparcamiento.
Tara tragó saliva, impactada por el eco húmedo y ardiente que sus palabras tenían en ella.
—Yo… no suelo hacer este tipo de cosas.
—¿Te refieres a celebrar tu cumpleaños? —susurró Axel contra su cuello.
—Me refiero a invitar a un hombre a mi habitación. Estaba pensando en quedarme a dormir en el hotel que hay al otro lado de la carretera.
Tara no sabía si eran Axel o las margaritas las que le hacían tan audaz, pero la verdad era que no le importaba. Al fin y al cabo, eran dos personas adultas.
—Estupendo —contestó Axel, deslizando los labios sobre los suyos con un beso que le aceleró a Tara nuevamente el pulso—. Ya tenemos un lugar al que ir con nuestra tarta —la sentó en el asiento de la camioneta—, y también en el que comerla.
A Tara le dio un vuelco el corazón en el instante en el que Axel cerró la puerta. Le siguió con la mirada mientras él rodeaba la parte delantera de la camioneta y en el momento en el que sus ojos se encontraron, el tiempo pareció detenerse… Hasta que Axel continuó caminando, abrió la puerta y se sentó tras el volante.
—¿Lista?
—Sí —contestó Tara con voz ahogada.
Dios santo, ¿en qué lío se había metido?
Pero Axel la miró de reojo, sonrió y le estrechó la mano, borrando todas sus preocupaciones, disolviendo todos sus temores. En ese momento, comprendió que estaba exactamente donde quería estar: con Axel.