Читать книгу E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020 - Varias Autoras - Страница 19
Capítulo 13
ОглавлениеTara se tensó como si estuvieran presionándole la espalda con una barra de hierro candente al oír aquellas voces. Se levantó rápidamente del sofá, se alisó la falda y corrió a la cocina, porque no se le ocurrió otra posible forma de escapar.
Afortunadamente, había un pequeño cuarto de baño junto a la cocina y allí se cerró, apoyada contra la puerta mientras el corazón le latía con tanta fuerza que casi sofocaba las voces que llegaban desde la otra habitación.
Se lavó rápidamente la cara, esperando que quienquiera que hubiera llegado se fuera rápidamente. Pero no había acabado de formular aquel pensamiento cuando se elevó el sonido de las voces. Estaban ya en la cocina.
Contuvo la respiración hasta que volvieron a alejarse y miró su reflejo en el espejo. Aquél era el resultado de haber hecho lo que no debía. Sobre todo teniendo en cuenta su secreto.
Cuadró los hombros con resolución y terminó de refrescarse, pero toda su determinación se desvaneció al darse cuenta de que se había dejado las medias en el salón. ¿Dónde estarían? ¿En el suelo? ¿Encima de la mesa de billar?
Suspiró y abrió la puerta. Las voces que llegaron hasta ella eran las de los primos de Axel, Casey y Erik.
—Han venido a jugar al billar —le explicó Axel cuando reapareció.
Tara miraba furtivamente hacia el suelo en busca de las medias de encaje.
—No nos imaginábamos que podrías estar aquí, teniendo en cuenta todo el tiempo que pasas en casa de Tara —comentó Erik, y le tendió a Tara una botella de cerveza—. ¿Quieres?
—No, gracias —sonrió, pero por dentro quería morirse.
Acababa de ver sus medias. Estaban escondidas entre las botas de Axel.
—Les he dicho que estábamos a punto de volver al pueblo —Axel no mostraba ninguna zozobra.
—Sí —contestó.
Se sentía como una adolescente a la que hubieran atrapado besuqueándose con su novio.
—Muy bien —Eric descolgó uno de los tacos de billar—. Nosotros vamos a jugar un rato.
—No todos somos unos tortolitos —añadió Casey con una sonrisa.
Tara se apartó de la mesa. Sabía que estaba sonriendo, porque sentía los labios como si alguien estuviera tirándole con fuerza de ellos.
—Adelante, seguid dándome pena —respondió Axel, arrastrando las palabras—. Dos jóvenes como vosotros jugando solos al billar un sábado por la noche. Es realmente triste.
—Ése ha sido un golpe bajo —gruñó Casey.
—Encima tienes razón —respondió Erik, abrió su botella de cerveza y le dio un largo trago—. Son estas las cosas que empujan a un hombre a la bebida.
Si no estuviera tan avergonzada, a Tara probablemente le habría impresionado la habilidad de Axel para guardarse las medias en el bolsillo disimuladamente sin que ninguno de sus primos se diera cuenta.
—Yo pensaba que en vuestras casas teníais mesas de billar —Tara recordaba que habían hablado de ello el día que había comido con toda la familia.
—Y es cierto. Pero no quieren jugar allí porque saben que sus padres también querrán jugar y les darán una buena paliza.
—Triste, pero cierto —dijo Casey haciendo una mueca.
—Mi padre y mis tíos pueden ganar a cualquiera al billar —le explicó Axel.
—Y al póquer —añadió Casey.
Tara intentó conciliar la imagen de aquellos dos hombres con la que estaban dibujando sus hijos y no lo consiguió. De la misma forma que le resultaba imposible relacionarlos con la clase de trabajo que Axel había descrito.
—Oh —fue su gran respuesta—. Creo que ya va siendo hora de que nos vayamos —sugirió.
Axel le pasó el brazo por los hombros.
—Buena idea, cariño —se dirigió con ella hacia la puerta—. Apagad las luces cuando os vayáis.
Axel agarró los abrigos que habían dejado en el perchero de la puerta y Tara se lo puso rápidamente. Una vez en el interior del coche, se puso el cinturón de seguridad y fijó la mirada en el parabrisas. No se movió siquiera cuando Axel se sentó tras el volante y sintió sobre ella el peso de su mirada.
Al cabo de unos segundos, Axel puso la camioneta en marcha y se alejó de la cabaña.
—Podría haber sido peor —señaló—. Podrían haber venido diez minutos antes.
—Eso no cambia nada. No… no vamos a repetirlo. No quiero que compartamos mi cama cuando estés en mi casa.
—Hay hombres que se tomarían tus palabras como un desafío. Afortunadamente, no soy uno de ellos.
—Estupendo, porque esto no volverá a repetirse. No sé en qué estábamos pensando…
—Yo sí sé en lo que estaba pensando —replicó Axel, pero, afortunadamente, no añadió nada más.
Pasaron por delante de la casa de los padres de Axel y no tardaron el llegar a la autopista. Llevaban en la camioneta cerca de media hora y el ambiente era cada vez más gélido.
—No pienso disculparme —le advirtió Axel.
Sabía que había cruzado una línea que no debería haber atravesado siendo su guardaespaldas, pero también que Tara le deseaba tanto como él la deseaba a ella.
—Yo tampoco te he pedido una disculpa —replicó Tara con voz glacial.
—Muy bien.
Continuaron en silencio, y estaban girando en la última curva que había antes de llegar a Weaver cuando sonó el teléfono de Axel.
—¿Sí?
Era Max Scalie el que llamaba. Y a Axel se le pusieron todos los pelos de punta al oírle.
—Ahora mismo voy para allá —dijo antes de colgar.
—¿Qué ha pasado?
—Hay un incendio. En tu casa.
—¿Qué?
Pero Axel no tuvo que repetírselo, porque, por supuesto, le había oído perfectamente.
Tara inclinó la cabeza hacia delante y negó con la cabeza.
—No, no puede haber un incendio. Esta mañana no he encendido ni siquiera la cocina —entonces, se dio cuenta de que Axel se estaba preparando para girar—. ¿Por qué das la vuelta?
—Porque voy a llevarte de nuevo a tu casa.
—¡No! —le agarró del brazo y la camioneta dio un bandazo—. Tenemos que volver a Weaver.
Axel enderezó rápidamente el volante.
—No es un lugar seguro —hasta que no supiera la causa del fuego, no quería correr riesgos.
—¡Pero es mi casa!
Axel cometió el error de mirarla. Y vio sus ojos llenos de lágrimas. Musitó un juramento y pisó el freno hasta parar la camioneta.
—Max ha dicho que tu casa está envuelta en llamas. No vas a poder salvar nada…
—Por favor, Axel…
Axel tuvo una prueba más de lo pésimo agente que era cuando fue incapaz de soportar su súplica. Con una sarta de maldiciones, alargó la mano hacia la guantera y sacó una pistolera. Se quitó la cazadora para colocarse la pistolera y volvió a ponérsela.
—Llevas una pistola —dijo Tara con un hilo de voz.
—Y odio llevarla —Axel puso de nuevo la camioneta en marcha. Hacia Weaver.
—Gracias —le dijo Tara cuando comenzó a ver las luces del pueblo.
—Creo que no me las darás durante mucho tiempo.
Podían oler el humo desde allí, pero sabía que el verdadero horror no llegaría hasta que Tara viera su casa.
Había cinco coches de bomberos alrededor de la casa y al menos una docena de hombres intentando apagar el fuego. De los restos de la casa de Tara se levantaba una columna de humo.
—Oh, Dios mío —susurró Tara. Se llevó la mano al vientre mientras él iba disminuyendo la velocidad de la camioneta—. No ha quedado nada.
Axel paró detrás de la barricada formada por los coches patrulla de la oficina del sheriff. Cuando vio que Tara se disponía a abrir la puerta, la agarró del brazo.
—Es mi casa…
Pero no la dejó marcharse.
—Lo sé, pero aun así, no puedes salir de aquí. No debería haberte traído tan cerca.
—¡Y yo no debería haber estado contigo! Si hubiera estado en mi casa…
—El fuego te habría atrapado dentro. Tara, sé que es duro, pero intenta pensar.
Tara luchaba contra las lágrimas.
—Nada puede continuar nunca igual. Haga lo que haga, todo cambia —musitó con la mirada clavada en el parabrisas—. Aunque sólo fuera una vez, una sola vez, por Dios, ¿por qué no ha podido continuar todo como estaba?
—No todo ha cambiado, Tara. Seguro que al final todo saldrá bien.
—¿Cómo? —preguntó Tara señalando la casa con amargura—. ¡Si no ha quedado nada!
Tenía razón; lo único que quedaba era un amasijo de escombros y hollín. Y aun así, los bomberos continuaban arrojando agua sobre las ruinas.
—¿Es que tienen que terminar de ahogar hasta el último de mis recuerdos?
No pudo evitarlo, Axel la abrazó y le dio un beso en la frente.
—No quieren que se extienda el fuego a las casas vecinas.
Puso la camioneta en marcha y comenzó a retroceder, pero se detuvo al ver a Dee Crowder haciéndoles gestos. Dee cruzó el jardín de su casa a toda velocidad, con la bata volando tras ella. Axel bajó la ventanilla cuando llegó al lado de la camioneta.
—Dee…
—Oh, gracias a Dios. Uno de los bomberos me ha dicho que no había nadie en la casa, pero… —se alzó el cuello de la bata para protegerse del frío—. Tara, si hay algo que pueda hacer por ti, cualquier cosa, dímelo —sacudió la cabeza mirando hacia la casa—. No me lo puedo creer. A nadie le entra en la cabeza. Cynthia quiere hacer una colecta por el vecindario para reunir cosas que puedes necesitar durante estos días. Y si necesitas un lugar en el que quedarte… aunque, bueno, supongo que eso no hará falta.
—Gracias, Dee —contestó Axel mientras Tara miraba a Dee enmudecida.
Dee se despidió de Axel apretándole cariñosamente el brazo y Axel continuó su camino, deseando alejarse de aquella congestionada calle.
—¿Adónde vamos? —preguntó Tara con voz apagada.
—A mi casa.
Tara no protestó. Axel se hubiera sentido mucho mejor si lo hubiera hecho, pero Tara no volvió a decir nada hasta que llegaron a la cabaña.
—Tus primos todavía están aquí.
—Pero pronto se irán.
Axel rodeó la camioneta para abrirle la puerta, pero Tara ya había bajado cuando él llegó a su lado. La agarró del brazo y la condujo al interior de la cabaña. A sus primos les bastó mirar a Tara para dejar de jugar.
Axel llevó a Tara a su dormitorio y la condujo hacia la cama. Como ella no parecía tener intención de quitarse el abrigo, se inclinó hacia ella y él mismo se lo quitó.
—Se suponía que esa casa era algo temporal —dijo Tara con la voz rota—. ¿Por qué me duele tanto entonces?
Axel se agachó a su lado y le quitó las botas.
—A lo mejor porque es la casa en la que más tiempo has vivido.
Tara no contestó. Se limitó a reclinarse lentamente contra la almohada.
—¿Quieres que me quede contigo? —le preguntó Axel preocupado.
—No.
Axel suspiró. Alargó la mano hacia ella, queriendo apartarle el pelo de su pálido rostro, pero se detuvo a medio camino. Si hubiera estado haciendo su trabajo como se suponía que tenía que hacer, podría haber evitado el incendio. Quizá incluso hubiera atrapado al responsable de aquel desastre.
—Intenta descansar —fue lo único que le dijo mientras salía del dormitorio.
Fue desde allí a la cocina, a donde le siguieron Casey y Erik.
—Ya nos hemos enterado de la noticia —dijo Erik—. Acaba de llamarnos mi padre. Está intentando localizarte.
Y Axel estaba seguro de que Tristan también.
—He dejado el teléfono en la camioneta.
—¿Hay algo que podamos hacer? —preguntó Casey.
—Decidle a vuestros padres que tengan una pistola a mano —musitó muy serio.
—Así que ésas tenemos —contestó Erik.
—Sí, ésas tenemos.
Casey asintió lentamente. Al igual que Erik, él también había sabido esquivar la llamada por la agencia. Era un chico interesado en la literatura y en las mujeres, pero también era el mejor tirador de toda la familia. Había tenido un buen maestro: su padre.
—¿Quieres que hagamos guardia en la cabaña?
Axel se frotó la cara. Su padre pondría en alerta a todos los peones del rancho y Matthew podía hacer lo mismo en el Double-C.
—No dejéis que nadie pase a vuestro rancho. Y, por el amor de Dios, no habléis de nada de esto con ningún desconocido.
Sus primos asintieron y salieron inmediatamente.
Axel salió también para buscar su teléfono, lo había dejado en la camioneta. Ignoró todos los mensajes que tenía y llamó directamente a su padre.
—Estoy enterado de todo —dijo Jefferson inmediatamente—. ¿Dónde estás? ¿Estás bien?
—Estoy en la cabaña, y sí, estoy bien. Pero no sé si Tara está bien.
—¿Se sabe ya cuál ha sido el origen del fuego?
Axel sabía que el cuerpo de bomberos llevaría a cabo su propia investigación, pero teniendo en cuenta las circunstancias en las que se encontraban, era mucho esperar que el incendio hubiera sido algo accidental.
—¿Puedes venir aquí?
—Sí, y llevaré a tu madre.
—Estupendo —no había nadie mejor que Emily Clay en medio de una crisis.
En cuanto terminó de hablar con su padre, regresó a la cabaña. Allí escuchó los mensajes coléricos de Tristan. Pero, sobre todo, estuvo pensando en la mujer que estaba en aquel momento en su cama y deseando que estuviera allí por una razón muy distinta.