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Veintitrés

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Conocía la agudeza de su análisis. Metódica e instintiva, Laura había hurgado en los infortunios de mis viejos, las personalidades extrañas de mis cinco hermanos (todos mayores que yo), las vicisitudes de mi niñez en un colegio alemán, mis quince años fuera del Perú, mis pasiones, mis frustraciones y hasta el simbolismo lacaniano de por qué carajo nunca me circuncidaron.

—¿Sabés cuál es tu problema, Oscar?

—¿Soy demasiado exitoso y la envidia de mis enemigos los avienta al suicidio?

Nada como el sarcasmo para sabotear un ultimátum.

—Hacés. Malos. Cálculos —me fulminó.

Mi cinismo huyó por una rendija y sentí esas palabras como un sablazo separando mi cabeza del cuello. Yo, que hacía unos segundos me sentía en absoluto control con mi corbatita Hermès, ahora sobrevolaba ese consultorio como un espectro desmochado.

—¿Comprendés? —remató.

La que no había comprendido era Laura. Su sentencia había pulverizado la bóveda donde mantenía encerrados mis fantasmas y ahora se proyectaban frente a mí como escenas censuradas de películas prohibidas:

Niño problema. Suspendido en la universidad. Banquero hippie. Quiebras. Divorcios. Emigrante devuelto. Músico acobardado. Filósofo de ducha. Atleta sin podio. Amante de 84 octanos. Terco en las letras, los números, las reglas, las melenas...

Laura, astuta y perspicaz, me había lanzado una bola curva, un guantazo a ver si el terco reaccionaba. Todo el tiempo y el dinero invertidos en sus consultas se resumían en aquella bofetada, de esas que le voltean la cara hasta al más necio.

En forcejeos con mi inconsciente, recordé de pronto esa frase de Thoreau que alguna vez había leído sin darle demasiada importancia:

“El precio de cualquier cosa se mide con la porción de vida que entregaste para alcanzarla”.

Quizás esos “malos cálculos” de los que me acusaba Laura habían sido en realidad decisiones deliberadas, porciones de mi vida que yo había elegido no entregar. El tiempo y la libertad eran mi prioridad, y todas mis decisiones, el precio asumido. Quizás esos fantasmas no eran más que el reflejo de mi carácter y, en lugar de temerles, tenía que cuidarlos.

Solo se lo diría a un extraño

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