Читать книгу Solo se lo diría a un extraño - Varios autores, Carlos Beristain - Страница 37

A donde nadie sabe

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Cuando di a luz a Juanita, lo vi entrar a la habitación de la clínica. Estaba apoyado contra la pared, con su capucha azul marino y el esparadrapo en la barbilla. Él me miraba con mi hija en brazos y sonreía. Y aunque teníamos mucho que decirnos, no nos dijimos nada.

Esa fue la última vez que vi a Joaquín.

La primera vez que lo vi fue en un hotel en Los Ángeles, antes de tomar nuestro vuelo a Indonesia. Su equipaje era una funda llena de tablas hawaianas y un poco de ropa. Me saludó como si me conociera de siempre. Esa noche, los cuatro viajeros tomamos cerveza. Yo era la única chica del grupo.

En nuestra escala en Hong Kong, unos policías lo encañonaron. Lo acusaban de tener un arma en la maleta. Yo lo miraba desde el ventanal de la sala de embarque, con los brazos alzados, intentando dar explicaciones. Poco sabía de él, así que supuse que podría ser cierto lo del arma, aunque esa sonrisa no era la de un tipo con intenciones de matar a nadie.

Al tercer día en Indonesia, se rompió la barbilla. Una ola de Uluwatu lo lanzó contra los corales. Se le veía aún más guapo con ese esparadrapo cubriéndole la herida.

Una noche, me pidió que le contara un secreto que él sabía que yo guardaba. Me negué a hacerlo. Algunos días después, le grité el secreto, pero no sé si lo escuchó.

Ese día, Joaquín llevó el arma. Como no había olas, decidimos bucear en la playita de Puri Pau Pau. Sep, un amigo indonesio, nos llevaría en su pequeño bote a unos pocos kilómetros de la orilla. Él nos esperaría echado en las maderas de su humilde embarcación mientras nosotros buceábamos en ese mar cálido del noreste asiático.

Joaquín tenía la habilidad de permanecer bajo el agua más tiempo de lo normal. Se sumergía, luego tomaba una bocanada de aire y volvía a bajar. Sentada en el bote, con los pies sintiendo el agua tibia del mar, contaba en voz alta los segundos que desaparecía: 44, 45, 46, 47. Tuve que detenerme cuando Joaquín no volvió a subir.

Quizás la corriente lo había llevado a unos metros de donde estábamos o se había ido a explorar los pequeños arrecifes que nos rodeaban. Decidimos subirnos al bote y buscarlo. Hasta que por fin lo vimos, nadando con esa parsimonia que lo caracterizaba. Mientras nos acercábamos a él, nos reíamos aliviados, y no desaprovechamos la oportunidad de insultarlo por el susto que nos había hecho pasar.

—¡Joaquín de mierda! —le gritaba Guillermo, entre la rabia y el consuelo.

Las risas desaparecieron cuando nos dimos cuenta de que, lo que parecía Joaquín nadando, en realidad era un pedazo de madera rodeado por plantas.

Sep, con la cara transformada, sugirió ir en busca de ayuda. A nosotros nos dejó en un pedazo de tierra que no alcanzaba la categoría de isla. Mojados, nos sentamos en la orilla de ese mar tranquilo y aparentemente inofensivo. Nadie podía pronunciar una sola palabra. Yo aún no recuerdo lo que pasó por mi mente en esos minutos de espera, de naufragio.

Lo buscamos por cinco días: buzos, helicópteros, representantes de embajadas y policías especializados. Nunca encontramos su cuerpo. Con la ayuda de un brujo de la zona y en la mitad de la noche, solo pudimos hallar su arma en la profundidad del mar. Aquella que intentaron confiscarle en el aeropuerto de Hong Kong y no pudieron. Ese arpón que terminó matándolo.

A veces, pienso que Joaquín nunca se ahogó y está escondido en algún lugar, quién sabe por qué. Y solo el día en que nació Juanita decidió dar tregua a su clandestinidad para conocer a mi hija y sonreírme desde esa pared, con su capucha azul y el esparadrapo en la barbilla. Si fueron las drogas de la cesárea las que me hicieron alucinar, nunca lo sabré; lo cierto es que yo lo vi.

A veces, cuando estoy en lugares con mucha gente, lo busco, pero todavía no lo encuentro.

Solo se lo diría a un extraño

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