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Blue jumper

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Tenía pocos días en Londres. El estudio me había enviado unos meses por un caso que involucraba a una multinacional importante. Dormía en un departamento coquetón en Pennington Street, con vista a St Katharine Docks. La ubicación era perfecta: lo suficientemente cerca de mi oficina como para no tener que tomar el Tube, pero a una distancia que me obligaba a caminar veinte minutos y cruzar el Tower Bridge todas las mañanas.

Ese viernes, dos amigos peruanos cayeron de visita. Uno era felizmente divorciado, según sus propias palabras, y el otro no quería desaprovechar la ocasión de estar lejos de su mujer. Nada de lo que yo pude decir los alejó de la idea de celebrar nuestro encuentro con una pequeña reunión en mi departamento temporal, que el estudio pagaba.

A la mañana siguiente, desperté en el piso del baño. Mi estado era deplorable. Lo único que llevaba puesto era un condón vacío. No fui capaz de reconocer nada a mi alrededor. El reflejo de las losetas blancas no ayudaba.

No tenía la más puta idea de lo que había pasado la noche anterior, pero la escena me confirmaba que definitivamente la había cagado, no sabía bien cómo ni con quién. Fue una sensación que me acompañó todo el día, como una hemorroide cerebral. ¿Qué sería mejor? ¿Saber lo que pasó o nunca enterarme de nada?

Con esa duda en la cabeza, me enrollé una toalla y fui hasta el refrigerador muerto de sed, a punto de tragarme la lengua. Al abrirlo, encontré una chela a medias, un saché con vinagre, y sobras de curry del día anterior. Ni un vaso limpio. Tomé agua del caño como los perros. Los vasos, las copas y las botellas estaban por todos lados. Eran una plaga. Decenas habían sido improvisados como ceniceros. No necesitaba ser un calculista de la NASA para darme cuenta de que tendrían que haber habido al menos cien personas esa noche.

El sillón tenía manchas secas y blancuzcas, que yo no tenía la menor intención de limpiar. Cuando levanté uno de esos ridículos cojines forrados con la bandera del Reino Unido, vi una chompa azul. Como un reflejo involuntario, recordé a esa irlandesa guapa que reía sin parar de lo que le decía. Sin duda, yo habría empezado diciendo que venía de Perú y, sin duda, ella habría entendido Beirut. Creo que me contó que también era abogada, ¿o fue la francesa que mascaba chicle con la boca abierta? ¿Nos habremos fumado un porro juntos? Fueron tantos. ¿Y la de lentes rojos? ¿Sería de ella?

Llamé a mis amigos para ver si podían darme luces sobre lo ocurrido, pero estuvieron más interesados en reconstruir sus propias historias que en ayudarme con la mía.

La resaca me duró todo el fin de semana. El lunes tocaba reunirnos por primera vez con el cliente para la presentación de la estrategia. La reunión era en el Gherkin, ese edificio icónico del skyline londinense que parece un pepino. Yo estaba totalmente metido en mi rol, con los gemelos brillosos, sintiendo que el único abogado capaz de ganar ese caso era yo.

Mientras revisaba por enésima vez los documentos con dos cafés encima, mi jefe, un inglés con pinta de inglés, contemplaba por la ventana disfrutando de los rayos del sol, tan escasos en esta ciudad. De pronto, nos anunciaron que los clientes estaban por entrar. Eran dos hombres y una mujer. Ella me estrechó la mano con firmeza, para luego susurrarme al oído, con un marcado acento irlandés:

—Do you happen to have my blue jumper?

Solo se lo diría a un extraño

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