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P ara ser honesto, me llevó un tiempo entender el apodo que la abuela me había puesto con tanto cariño. En los libros, los monstruos no son adorables. En realidad, los monstruos estaban en el extremo opuesto de todo lo adorable. Me preguntaba por qué me llamaba así. Incluso después de aprender la palabra “paradoja” —la cual significa combinar ideas contradictorias entre sí—, me sentía confundido. ¿El énfasis recaía en “adorable” o en “monstruo”? De todos modos, me dijo que me llamaba así de cariño, por lo que decidí confiar en ella.

Las lágrimas brotaron de los ojos de mamá cuando la abuela le contó el incidente de la niña de la cinta para el pelo con motivos de Mickey Mouse.

—Sabía que llegaría este día… Simplemente, no esperaba que fuera tan pronto…

—¡Oh, déjate de tonterías! ¡Si quieres quejarte, ve a hacerlo a tu habitación y cierra la puerta!

Eso detuvo el llanto de mamá durante un momento. Miró a la abuela, un poco sorprendida por el súbito arrebato. Entonces, comenzó a llorar aún con más fuerza. La abuela chasqueó la lengua y sacudió su cabeza, dirigió su mirada a una esquina del techo y exhaló un profundo suspiro. Esto sucedía muy a menudo entre ellas.

Era cierto, mamá había estado preocupada por mí desde hacía mucho tiempo.

Eso era porque yo siempre fui diferente a los otros niños, incluso desde mi nacimiento, porque:

Yo no sonreía.

En primer lugar, mamá había pensado simplemente que mi desarrollo era lento. Pero los libros de crianza de niños decían que un bebé comienza sonreír tres días después de nacer. Ella contó los días: habían pasado casi un centenar.

Como en un cuento de hadas en el que la princesa sufre una maldición por la cual no puede sonreír jamás, yo ni pestañeaba. Y al igual que un príncipe de una tierra lejana que intenta ganarse el corazón de su amada, mamá probó todo. Ella intentó con aplausos, compró cascabeles de diferentes colores, e incluso practicó bailes tontos con canciones para niños. Cuando se cansaba, salía a la terraza y fumaba, un hábito que apenas había logrado dejar después de saber que estaba embarazada de mí. Una vez vi un video que la abuela grabó en aquel entonces donde mamá se esforzaba con mucho ahínco, y yo simplemente me quedaba mirándola. Mis ojos eran demasiado profundos y serenos para ser los de un niño. Probara lo que probara, mamá no lograba hacerme sonreír.

El médico dijo que no tenía ningún problema en particular. A excepción de la falta de sonrisas, los resultados de las pruebas mostraban que mi altura, peso y desarrollo conductual eran normales para mi edad. Nuestro pediatra familiar descartó las inquietudes de mamá diciéndole que no se preocupara, porque su bebé estaba creciendo saludable. Un tiempo después, mamá trató de consolarse diciéndose que yo era simplemente un poco más tranquilo que otros niños.

Entonces, sucedió algo cerca de mi primer cumpleaños que demostró lo que ella siempre había sospechado.

Ese día, mamá había puesto en la mesa una tetera roja llena de agua caliente. Se dio la vuelta para mezclar la leche en polvo. Yo quise tomar la tetera y ésta cayó de la mesa, dando contra el suelo y salpicando agua hirviendo por todas partes. Todavía tengo una leve marca de la quemadura de aquel día del tamaño de una pequeña moneda. Grité y lloré. Mamá pensó que en adelante las teteras rojas y el agua me asustarían, como le hubiera ocurrido a un niño normal. Pero no fue así. No me atemorizaban el agua ni las teteras. Seguía intentando alcanzar la tetera roja, ya fuera que tuviera agua fría o caliente en su interior.

La evidencia seguía acumulándose. Había un anciano tuerto que vivía en la planta baja con un gran perro negro que siempre tenía atado a un poste en el patio. Me quedaba mirando directamente las pupilas lechosas del anciano, sin temor, y cuando mamá me perdió de vista un momento, estiré la mano para tocar al perro, el cual mostró sus dientes y gruñó. Incluso después de haber visto al niño de la casa vecina sangrando, pues había sido mordido por curiosear como yo lo hacía con aquel perro, no me detuve. Mamá tenía que intervenir constantemente.

Después de varios incidentes similares, mamá empezó a pensar que yo podría tener un coeficiente intelectual bajo, pero no había prueba alguna de ello. Por lo tanto, al igual que lo hubiera hecho cualquier madre, intentó hallar una manera de despejar sus dudas acerca de su hijo de forma positiva.

Es más valiente que otros niños.

Así fue como ella me describió en su diario.

Aun así, la ansiedad de cualquier madre alcanzaría su punto máximo si su hijo no hubiera sonreído ni una vez al cumplir cuatro años. Mamá tomó mi mano entonces y me llevó a un hospital más grande de la clínica habitual. Ese día es el primer recuerdo que tengo grabado en mi cerebro. Está nublado, como si lo hubiera visto debajo del agua, pero viene a mí con mayor claridad de vez en cuando, de esta forma:

Un hombre con bata blanca se sienta frente a mí. Radiante, comienza a mostrarme diferentes juguetes uno por uno. Algunos de ellos los sacude. Luego me golpea la rodilla con un pequeño martillo. Mi pierna se balancea más alto de lo que creía posible. Luego coloca sus dedos bajo mis axilas. Me hace cosquillas y me río un poco. A continuación, saca unas fotografías y me formula algunas preguntas. Una de las imágenes aún la recuerdo vívidamente.

—El niño de esta foto está llorando porque su mamá se ha marchado. ¿Cómo se siente él?

Al no saber la respuesta, levanto la vista hacia mamá, que está sentada junto a mí. Ella me sonríe y me acaricia el cabello, luego, muy sútilmente, se muerde su labio inferior.

Algunos días más tarde, mamá me lleva a otro sitio, diciendo que podré conducir una nave espacial, pero terminamos en otro hospital. Le pregunto por qué me trae al doctor cuando no estoy enfermo, pero ella no contesta.

En el interior, me piden que me recueste sobre algo frío. Me meten en un tanque blanco. Bip, bip, bip. Escucho sonidos extraños. Así fue mi primer travesía sideral. Resultó muy aburrida.

Entonces la escena cambia. De pronto, veo muchos más hombres con batas blancas. El mayor de ellos me ofrece una fotografía borrosa en blanco y negro, diciendo que es el interior de mi cabeza. Qué mentiroso. Claramente, ésa no es mi cabeza. Pero mamá asiente con la suya como si creyera una mentira tan obvia. Siempre que el hombre mayor abre su boca, los más jóvenes toman notas a su alrededor. Finalmente, comienzo a aburrirme un poco y muevo mis pies con nerviosismo, pateando el escritorio del hombre mayor. Cuando mamá pone su mano sobre mi hombro para detenerme, miro hacia arriba y veo que está llorando.

Todo lo que puedo recordar del resto de ese día es el llanto de mamá. Ella llora y llora y llora. Ella sigue llorando cuando nos dirigimos otra vez a la sala de espera. La tele proyecta dibujos animados, pero no puedo concentrarme por culpa de su sollozo. El defensor del universo lucha contra el villano, pero ella todo lo que hace es llorar. Finalmente, un anciano que cabecea a mi lado, despierta y le grita:

—¡Deje de actuar miserablemente, mujer ruidosa, ya me ha hartado!

Funciona. Mamá frunce sus labios como un adolescente reprendido, temblando en silencio.

Almendra

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