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El primer incidente ocurrió cuando tenía seis años. Los síntomas se habían manifestado anteriormente, pero fue entonces cuando salieron definitivamente a la luz. Ese día, mamá debió haberse olvidado de venir a recogerme a la guardería. Un tiempo después, me contó que había ido a ver a papá después de todos estos años, a decirle que dejaría por fin que él se marchara, no porque ella fuera a estar con otra persona ni nada por el estilo, pero que, de una forma u otra, seguiría adelante. Al parecer, le dijo todo aquello mientras limpiaba las descoloridas paredes de su sepulcro. Mientras tanto, así como su amor llegaba para siempre a su fin, yo, pasajero inesperado de esa joven pasión, era completamente olvidado.

Después de que todos los niños se hubieron marchado, quedé solo vagando fuera de la guardería. Todo lo que el niño de seis años —que era yo entonces— podía recordar sobre su casa era que se encontraba en algún lugar sobre un puente. Fui arriba y permanecí en el paso elevado con la cabeza colgando sobre la barandilla. Contemplaba los coches que transitaban debajo de mí. Me recordaban algo que había visto en alguna parte, por lo que concentré tanta saliva en la boca como me fue posible. Apunté a un coche y escupí. Mi saliva se evaporó mucho antes de acertar al vehículo, pero mantuve mis ojos fijos en la carretera y seguí escupiendo hasta que me sentí mareado.

—¡Qué estás haciendo! ¡Eso es asqueroso!

Miré hacia arriba para encontrarme con una mujer de mediana edad que pasaba, observándome, pero continuó su camino sin más, apartándose de mí al igual que los coches debajo, y me quedé solo de nuevo. Las escaleras del paso elevado se desplegaban en todas las direcciones. Perdí mi orientación. El mundo que advertía debajo de las escaleras era todo del mismo color gris glacial, a la izquierda y a la derecha. Un par de palomas batieron sus alas por encima de mi cabeza. Decidí seguirlas.

Para cuando me di cuenta de que estaba yendo en la dirección equivocada, ya me había alejado demasiado. En la guardería había estado aprendiendo una canción llamada “Las hormigas marchan de una en una…”. ¡Hurra! ¡Hurra! Las hormigas marchan de dos en dos, ¡Hurra! ¡Hurra!, y así como decía la letra, yo pensaba que, de alguna manera, llegaría a mi casa si simplemente marchaba. De manera que continué obstinadamente dando mis pasitos hacia delante.

La carretera principal conducía a un callejón estrecho bordeado por casas antiguas de muros medio derrumbados, todos marcados con números aleatorios en rojo y la palabra “vacía” en ellos. No había nadie a la vista. De pronto, oí a alguien gritar, Ah, en voz baja. No estaba seguro de si fue Ah o Ay. Tal vez fuera Oh. Se trataba de un lamento grave y corto. Me dirigí hacia el sonido, el cual crecía a medida que me acercaba, entonces cambió y se convirtió en Gr… y Aj. Venía del otro lado de la esquina. Doblé la esquina sin titubeos.

Un niño yacía en el suelo. Un niño pequeño cuya edad no podía determinar, pero entonces unas sombras negras comenzaron a proyectarse y desaparecer sin cesar sobre él. Lo estaban golpeando. Los graves lamentos no provenían de él, sino de las sombras que lo rodeaban, y eran más como gritos de esfuerzo. Lo pateaban y escupían. Más tarde supe que se trataba de unos estudiantes de secundaria, pero, en aquel entonces, esas sombras me parecían tan altas y grandes como adultos.

El chico no se resistió ni emitió sonido alguno, como si se hubiera acostumbrado a recibir palizas. Lo empujaban hacia delante y hacia atrás como un muñeco de trapo. Para rematarlo, una de las sombras clavó su codo en el costado del niño. Luego se fueron. El niño se hallaba cubierto de sangre, como una capa de pintura roja. Me acerqué a él. Parecía mayor que yo, tal vez de nueve o diez años de edad, casi del doble de mi edad. Sin embargo, parecía ser más joven que yo. Su pecho se agitaba rápidamente, su respiración era entrecortada, como la de un cachorro recién nacido. Resultaba obvio que se hallaba en peligro.

Volví al callejón. Todavía estaba vacío: sólo las letras rojas en las grises paredes perturbaban mis ojos. Después de vagar durante bastante tiempo, vi finalmente una pequeña tiendita. Me deslicé en su interior.

—Disculpe.

Estaban emitiendo Juego en Familia en la televisión. El dueño de la tienda reía tan fuertemente viendo el espectáculo que no debió haberme oído. Los invitados del programa participaban en un juego en el que una persona con tapones en los oídos debía adivinar palabras leyendo los labios de los demás. La palabra era “turbación”. No tengo ni idea de por qué recuerdo aún esa palabra. Ni siquiera sabía lo que significaba entonces. Una de las mujeres emitía conjeturas equivocadas una y otra vez, provocando la risa de la audiencia y del tendero. Al fin, el tiempo se acabó, y su equipo perdió. El tendero chasqueó los labios, tal vez porque se sentía mal por ella.

—Señor —volví a llamarle de nuevo.

—¿Sí? —finalmente se dio la vuelta.

—Hay alguien tirado en el callejón.

—¿De verdad? —dijo con indiferencia y se enderezó.

En la televisión, ambos equipos estaban a punto de jugar una ronda definitiva que podía cambiar el rumbo del concurso.

—Podría morir —dije, jugueteando con un caramelo que había en el mostrador.

—Ah, ¿sí?

—Sí —fue entonces cuando finalmente me miró a los ojos.

—¿Dónde aprendiste a decir cosas tan espeluznantes? Mentir es malo, hijo.

Permanecí en silencio durante un momento, intentando hallar las palabras para convencerlo. Pero era demasiado joven para poseer un vocabulario variado, y no me sentía capaz de pensar en algo más verdadero de lo que ya había dicho.

—Podría morir pronto.

Todo lo que era capaz de hacer era repetirme.

Almendra

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