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Gracias a los esfuerzos persistentes de mamá y a mi entrenamiento diario obligatorio, poco a poco aprendí a arreglármelas en la escuela sin demasiados problemas. Para cuando pasé a cuarto grado, había logrado integrarme, haciendo realidad el sueño de mamá. La mayoría de las veces era suficiente con permanecer en silencio. Había descubierto que si guardaba silencio cuando se esperaba que me enfadara, eso me hacía parecer paciente. Si callaba cuando se suponía que debía reír, me hacía parecer más serio. Y si “aguantaba” los deseos de llorar, eso me hacía parecer fuerte. El silencio era definitivamente valioso, junto con los habituales “gracias” y “lo siento”. Ésas eran las palabras mágicas que me ayudaban a salir adelante en la mayoría de las situaciones complejas. Ésa era la parte fácil. Tan fácil como recibir mil wones y devolver de cambio doscientos.

La parte difícil era cuando tenía que entregar primero el dinero. Es decir, expresar lo que quería y lo que me agradaba. Resultaba difícil porque, para hacerlo, necesitaba de energía extra. Era como pagar primero cuando no había algo que quisiera comprar y cuando no tenía ni idea de los precios. Me resultaba tan abrumador como intentar levantar grandes olas en un lago sereno.

Por ejemplo, si miraba por casualidad un pastelillo, que en realidad no me apetecía, debía forzarme a decir: “Qué bien se ve”. Y luego preguntaba con una sonrisa, “¿Podría darme uno?”. O, si alguien tropezaba conmigo o rompía una promesa, yo tenía que decir, “¡Cómo has podido hacerme esto!”. Entonces lloraba y apretaba los puños.

Ésas eran las tareas más difíciles para mí. Habría preferido no haberme visto envuelto en ellas en absoluto, pero si parecía demasiado tranquilo, como un lago sereno, mamá decía que sería etiquetado como un bicho raro. Ella decía que cada tanto tenía que sacar a relucir ese tipo de emociones.

—Después de todo, las personas son producto de su educación. Tú puedes hacerlo.

Mamá decía que hacía todo aquello por mi bien y lo llamaba amor. Pero me parecía que lo estábamos haciendo más por su propio anhelo de no tener un hijo diferente. Amor, de acuerdo con sus acciones, no era más que insistir con ojos llorosos por cada detalle, por la forma en que debía actuar en tal y cual, o en esta y aquella situación. Si eso era amor, hubiera preferido no recibirlo en absoluto. Pero, por supuesto, no lo decía en voz alta. Gracias también a uno de los códigos de conducta de mamá: Demasiada honestidad perjudica a los demás, el cual había memorizado una y otra vez hasta que había quedado adherido a mi cerebro.

Almendra

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