Читать книгу Almendra - Won-pyung Sohn - Страница 20
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Yo también me sentía cómodo en nuestro hogar-librería. Otras personas podrían haber dicho que les “gustaba”, o incluso que les “encantaba”, pero en mi vocabulario, “cómodo” era lo más apropiado. Para ser más específico, me sentía conectado con el olor de los libros viejos. La primera vez que olí su aroma, era como si hubiera encontrado algo que ya conocía. Me gustaba abrir los libros y olerlos cada vez que podía, mientras la abuela me importunaba, preguntándome cuál era el sentido de oler libros mohosos.
Los libros me llevaban a lugares a los que nunca podría ir de otra manera. Compartían confesiones de personas que no había conocido y vidas que no había presenciado. Las emociones que nunca podría sentir, y los eventos que no había experimentado podría encontrarlos todos en estos volúmenes. Y eran diferentes por naturaleza de los programas de televisión o de las películas.
Los mundos de las películas, de las telenovelas o de los dibujos animados eran ya tan meticulosos que no había ningún espacio en blanco que yo pudiera llenar. Esas historias en la pantalla existían exactamente como habían sido planeadas y ejecutadas. Por ejemplo, si un libro decía: “Una mujer rubia sentada con las piernas cruzadas en un sofá marrón de una casa hexagonal”, una adaptación visual habría decidido todo lo demás también, desde su tono de piel y expresión hasta incluso la longitud de sus uñas. No me quedaba nada para decidir en ese mundo.
Pero los libros eran diferentes. Tenían muchos espacios en blanco. Espacios entre palabras e incluso entre líneas. Yo podía exprimir mis sesos allí y sentarme o caminar, o bosquejar mis pensamientos. Daba igual si no tenía ni idea de lo que significaban las palabras. Pasar las páginas era la mitad de la batalla.
Te amaré.
Incluso si nunca llego a saber si mi amor será un pecado,
un veneno o miel, no me detendré en este viaje de amarte.
Las palabras no me hablaban en absoluto a mí, pero no importaba. Era suficiente que mis ojos se movieran a lo largo de las palabras. Olía los libros, mis ojos trazaban lentamente la silueta y las marcas de cada letra. Para mí, eso era tan sagrado como comer almendras. Una vez que había sentido una letra lo suficiente con mis ojos, la leía en voz alta. Te, amaré. Incluso si, nuncallegoasaber, simiamor, seráun, pecado, unveneno, o-miel, nomedetendré, eneste, viajede, amar-te.
Mastico las letras, las saboreo y las escupo con mi voz. Lo haría una y otra vez hasta que me las aprendiera todas de memoria. Una vez que repites la misma palabra una y otra vez llega un momento en que su significado se desvanece. Luego, en algún momento, las letras van más allá de las letras, y las palabras van más allá de las palabras. Comienzan a sonar como un idioma desconocido, sin sentido. Es entonces cuando realmente siento que esas palabras incomprensibles como “amor” o “eternidad” comienzan a hablarme. Le conté a mamá este divertido juego.
—Cualquier cosa pierde su significado si se repite lo suficiente —dijo ella—. Al principio, sientes que la entiendes, pero después, con el paso del tiempo, sientes que el significado cambia y se empaña. Entonces, finalmente, se pierde. Se desvanece completamente.
Amor, Amor, Amor, Amor, Amor, A, mor, Aaaa, mooor, Amor, AmorA, -morA, -morA.
Eternidad, Eternidad, Eternidad, Eter, -nidad, Eeeter, -niiidad.
Ahora los significados se habían marchado. Justo como el interior de mi cabeza, que había sido un tablero en blanco desde el primer día.