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La abuela solía decir que yo estaba más en “la onda” de ella que en la de mamá. En realidad, mamá y la abuela no compartían rasgos físicos o de personalidad. No se parecían en nada, excepto en el hecho de que ambas adoraban el caramelo con sabor a ciruela.

La abuela decía que, cuando era pequeña, lo primero que mamá había robado en una tienda había sido un caramelo con sabor a ciruela. Justo después de que ella dijera: “Lo primero…”, mamá gritó rápidamente: “¡Y lo último!”.

—Menos mal que dejó de robar caramelos —la abuela se rio entre dientes.

Ambas tenían una extraña razón para adorar los caramelos de ciruela. Porque es dulce y sabe a sangre al mismo tiempo. El caramelo era blanco con un brillo misterioso y tenía una franja roja en la superficie. Cuando lo hacían rodar dentro de sus bocas, para ellas era una de sus más íntimas alegrías. La franja roja cortaba sus lenguas al deshacerse primero.

—Sé que esto suena extraño, pero el gusto salado de la sangre va realmente bien con el dulce —había dicho la abuela, con una bolsa de caramelos de ciruela en sus manos, mientras mamá buscaba un ungüento. Es curioso, pero nunca me aburría con las charlas de la abuela, sin importar cuántas veces la escuchara hacerlo.

La abuela entró en mi vida de súbito. Antes de que mamá se cansara de vivir por su cuenta y pidiera ayuda, no habían hablado desde hacía casi siete años. Su única razón para cortar los lazos familiares fue por alguien que no era de la familia, quien más tarde se convirtió en mi padre.

La abuela perdió al abuelo por culpa del cáncer cuando ella estaba embarazada de mamá. Desde entonces en adelante, había dedicado su vida a asegurar que no atormentaran a su hija por ser huérfana de padre. Básicamente, se sacrificó por mamá. Por fortuna, mamá, aunque no de forma excepcional, lo hizo bastante bien en la escuela y consiguió ingresar en una de las mejores universidades femeninas de Seúl. La abuela había trabajado duro todos esos años con el fin de criar a su preciosa niña, para que luego ella lo echara todo a perder por un punk —así es como ella llamaba a papá— que vendía baratijas en un puesto callejero en frente de su universidad. El punk declaró su amor eterno a mamá y le colocó un anillo —posiblemente su baratija menos preciada— en el dedo. La abuela juró que la unión tendría lugar por encima de su cadáver, a lo cual mamá replicó diciendo que el amor no depende sino de dos partes para su aprobación. Mamá recibió una bofetada en la mejilla como resultado.

—¡Si lo desapruebas tanto, quizá busque embarazarme! —amenazaba mamá. Y exactamente un mes después, ella honró su amenaza.

—Si tienes al bebé, no me volverás a ver jamás —le dijo la abuela entonces, era un ultimátum. Así que mamá se fue de la casa, transformando la promesa en realidad. Así fue como cortaron sus lazos, o eso es lo que pensaban.

Yo no conocí a papá. Sólo lo he visto en fotos unas cuantas veces. Cuando aún estaba en el vientre de mi madre, un motociclista alcoholizado se estrelló contra el puesto callejero de papá. Él murió al instante, dejando atrás sus coloridas baratijas. Eso dificultó aún más a mamá el volver con la abuela. Después de marcharse por amor, ella no quiso regresar trayendo toda su desgracia a casa. Y así transcurrieron siete años. Durante ese tiempo, mamá luchó hasta llegar al borde de un colapso nervioso, fue entonces que finalmente aceptó que no podía soportarlo —soportarme— más por sí sola.

Almendra

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