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El tiempo pasaba por el interminable ciclo de estaciones: primavera, verano, otoño, invierno; y regresaba a la primavera. Mamá y la abuela discutían, a menudo reían a carcajadas, y luego se callaban cuando caía el atardecer. Cuando el sol teñía el cielo de rojo, la abuela tomaba un trago de soju* y dejaba escapar un aahhh satisfecho, y mamá la reprendía: “Está rico”, y entonces ella repetía un gutural “Aahhh, muy rico”. Ese ritual significaba, me dijo, “felicidad”.

Mamá era popular entre los hombres. Había tenido algunos novios, incluso después de que comenzáramos a vivir con la abuela. Ella decía que la razón por la que los hombres iban detrás de mamá, a pesar de su agresiva personalidad, era porque tenía exactamente el mismo aspecto que la propia abuela cuando era más joven. Mamá hizo un puchero, pero admitió: “Sí, tu abuela era muy bonita”, aunque ninguno podía verificar ese hecho. Yo no tenía tanta curiosidad por sus novios. Su vida amorosa seguía el mismo patrón. Siempre comenzaba con hombres que se acercaban a ella y terminaba siendo ella quien se quedaba enganchada a ellos. La abuela decía que lo que todos querían de mamá era algo informal, mientras que mamá buscaba a un posible padre para mí.

Mamá era delgada y se maquillaba con un delineador de color castaño que hacía que sus grandes y oscuros ojos redondos parecieran aún más grandes. Su brillante cabello negro le caía a la altura de la cintura, y llevaba los labios siempre pintados de carmín, como los de un vampiro. Yo a veces hojeo sus viejos álbumes de fotos y descubro que tenía el mismo aspecto en sus años de adolescencia que a sus cuarenta. Sus ropas, su peinado, incluso su cara eran exactamente los mismos. Parecía como si no hubiera envejecido ni un poco, salvo porque crecía centímetro a centímetro. A ella no le gustaba que la abuela la llamara podrida mujerzuela, así que yo le di un nuevo apodo: dama incorruptible. Pero ella sólo se quejaba, diciendo que ése tampoco le gustaba.

La abuela era igualmente lozana. Su pelo gris no se tornaba ni más negro ni más blanco, y tampoco su gran cuerpo ni la cantidad de alcohol que bebía a vasos llenos mostraban signos de menguar con el paso de los años.

Cada solsticio de invierno subíamos a la azotea, colocábamos una cámara en la barandilla y nos tomábamos una foto de familia. Entre mamá, la Vampiresa Eterna, y la Gigante Abuela, yo era el único que crecía y cambiaba.

Luego llegó ese año. El año en que sucedió todo. Era invierno. Algunos días antes de la primera nevada del año descubrí algo extraño en la cara de mamá. Al principio pensé que algunas pequeñas hebras de su cabello se le habían pegado al rostro, así que me acerqué a quitárselas. Pero no era su cabello. Eran arrugas. No sabía cuándo habían aparecido. Eran bastante largas y profundas. Ésa fue la primera vez que noté que mamá estaba envejeciendo.

—Mamá, tú también tienes arrugas.

Ella me sonrió, lo cual hizo que sus arrugas se acentuaran aún más. Probé a imaginar a mamá envejeciendo, pero no fui capaz. Me resultaba difícil de creer.

—La única cosa que me queda por hacer ya es envejecer —dijo ella, y su sonrisa desapareció por alguna razón. Se quedó mirando fijamente en la distancia; a continuación, apretó sus ojos cerrados. ¿Qué pensamiento cruzaba su mente? ¿Se imaginaba riendo como una vieja abuela en sus años dorados?

Pero ella se equivocaba. Al final, resultó que no tendría la oportunidad de envejecer.

* Típica bebida alcohólica coreana, elaborada tradicionalmente con arroz.

Almendra

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