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Olivie

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Vernos a todas en el gimnasio de los Abadian me recordaba demasiado al primer día que pisé el suelo de madera con las botas llenas de suciedad amortiguando el taconeo.

Recordaba con gran claridad aquella ocasión en la que Edith Abadian irrumpió en la fábrica como el torbellino que ahora sabía que era. Llevaba la cara y el pelo cubiertos y nos abordó a la salida del trabajo con panfletos en una mano y la mirada encendida.

Aquella misma tarde nos invitó a sus entrenamientos. En esa ocasión, el miedo era más fuerte que yo; sentía su calor bajo la piel, en la sangre, en el pecho. Me inundaba los pulmones y me dificultaba respirar, pero, al mismo tiempo, me empujaba a no detenerme, a seguir caminando. El asfalto serpenteaba ante mí, irregular, al igual que las personas que andaban a mi alrededor a una velocidad casi vertiginosa.

Ahora el miedo no era tan intenso. Con los meses, había repetido ese mismo camino incontables veces, en ocasiones acompañada de Beth y otras tantas sola. Las calles ya no me parecían tan estrechas, los edificios no eran ya mis carceleros y ya no se abalanzaban sobre mí, sobre la culpa que me raspaba el paladar.

Las ganas de luchar habían diluido el temor que corría por mis venas.

Edith nos abrió la puerta de su casa con una sonrisa reprimida, como siempre. Descendimos hasta el gimnasio que se encontraba en el sótano y allí nos juntamos con el resto. No había nada nuevo en el calor que nos arropó nada más entrar ni en las voces que nos dieron la bienvenida.

—¿Qué vamos a hacer hoy? —pregunté desabrochándome el abrigo.

Tenía suficiente energía acumulada para un entrenamiento, pero también estaba lo suficientemente cansada como para solo querer sentarme y hablar.

—Todavía esperamos a alguien más.

Miré a las presentes. Beth estaba quitándose la capa y el sombrero, al igual que yo; Sylvia estaba sentada en un taburete leyendo el periódico y Alice y Elle, las más pequeñas, parloteaban en una esquina, intercalando alguna carcajada. Se me hacía extraño pensar que, en el fondo, apenas eran un par de años más jóvenes que yo y que algo las había llevado hasta el gimnasio, hasta la necesidad de aprender a defenderse.

Estábamos las de siempre.

—¿Alguien nuevo?

Edith asintió.

—¿Dónde está Gabriel? —preguntó Beth.

—Hoy no bajará él a dar la clase, os tendréis que apañar conmigo.

«Mucho mejor», pensé. Edith era más que capaz de enseñarnos sola, sin necesidad de que su marido pululara por aquí. No es que tuviera nada en contra de Gabriel, al contrario. Envidiaba a Edith por la suerte que tenía de que la persona al otro lado del hilo, la que el destino le marcaba, fuera además el amor de su vida. Él comprendía a su mujer y había montado el gimnasio para ella, porque sabía que, de haber estado sola, jamás le hubieran dejado comenzar el proyecto. Pero me gustaba que Edith tomara las riendas del grupo.

Lo bueno de no portar el hilo era que no me decepcionaría cuando conociera a mi enlazado y no estuviera a la altura.

Lo malo era todo lo demás. Los susurros, las miradas, las críticas de Arthur.

Escuché las pisadas de alguien en las escaleras y me giré a tiempo de verla entrar. Había esperado encontrarme con una cabeza agachada, con unos ojos cargados de miedo y vergüenza, con un cuerpo tembloroso. En su lugar, la chica que nos observaba desde la puerta desprendía jovialidad. Edith le dijo algo que no alcancé a entender y su sonrisa se ensanchó, como si no hubiera límite físico para las comisuras de sus labios.

Había algo extraño en ella, como si se esforzara demasiado. Demasiado… ¿En qué?

—Chicas —Edith se giró hacia nosotras y empujó un poco a la joven con la mano en su espalda—, esta es Nasha. Vendrá a las reuniones y a los entrenamientos a partir de ahora. Si quieres, por supuesto —terminó dirigiéndose a ella.

Nasha asintió, sin destensar en lo más mínimo la sonrisa.

—Es un placer.

En el gimnasio se hizo un silencio algo incómodo. Alice y Elle murmuraron algo que no oí y Sylvia resopló. La nueva se estiró las mangas de la camisa, intentando ocultar su piel. Edith se adelantó a todas nosotras, como siempre.

—No tenéis ningún problema, ¿verdad?

—Verdad —respondí, aunque no soné todo lo convencida que me habría gustado.

Edith nos miró, hasta que todas asentimos y ella sonrió. Los labios curvados parecían repetir el lema del grupo: allí cabíamos todas.

Y «todas» también incluía a la joven que nos miraba y parecía que se estuviera preparando para huir.

Fue Beth la primera en acercarse a la nueva y presentarse. Al lado de Nasha, Beth parecía mucho más delicada, como una figura de porcelana. Mi hermano al verla habría dicho que el pintor había perdido el control al dibujarla. Tenía los bordes difuminados, fundiendo su figura con el fondo. A pesar de los trazos suaves en su silueta, a medida que el artista se acercaba al pecho, las pinceladas eran más bruscas. Más brillantes. En tonos azules y perlados, como un mar en calma.

En cambio, Nasha era todo colores alegres y trazos descuidados, divertidos. Era, quizá, el tipo de pintura que habría podido hacer yo, manchándome las manos de acuarelas, dejando que el agua corriera por el lienzo sin control. Y, a pesar de ello, había una sombra oscura alrededor de sus ojos. Tal vez fuera la pena de tener el hilo amarillo, la pena del duelo.

Los hilos de ambas discurrían por el suelo, sin ton ni son, mezclándose con fogonazos de luz, uno tan rojo como la sangre y otro tan descolorido como la muerte. En aquella habitación, yo era la única que no aportaba nada a aquel entramado etéreo en el que participaban todas, con mi mano desnuda y el nudo de la angustia en el pecho.

—Ella es Olivie —escuché decir a Beth. Se giró hacia mí y me sonrió, mostrando los hoyuelos en sus mejillas—. Ven a conocer a Nasha.

Me acerqué y, cuando llegué hasta ellas, me fijé mejor en nuestra nueva compañera. Era algo más joven que yo y tenía los ojos más bonitos que hubiera visto nunca, grandes y oscuros.

Beth me rozó el brazo y dejé de prestarle atención a Nasha.

—Lilian le recomendó el grupo, la que trabaja en el montaje contigo.

—¿De qué la conoces? —pregunté. No recordaba que Nasha trabajara en la fábrica, pero allí tampoco le prestaba demasiada atención a nadie.

—Vivo con ella y otras mujeres en una pensión para… Bueno, para mujeres como yo. Me habló de vosotras dos, de que Edith había ido a la fábrica a buscar mujeres y de que vosotras entrasteis en el grupo y pensé…

Pensó que necesitaba defenderse. Me preguntaba cuál era su amenaza, aunque la respuesta genérica era igual para todas.

Ellos.

—Oye —nos llamó Sylvia arrastrando la silla hasta el centro de la sala. Cuando me di la vuelta sostenía el periódico del revés, dejándonos la noticia a la vista—. ¿Os habéis enterado de esto?

Me acerqué a ella. El titular destacaba sobre un papel grisáceo.

El Primer Ministro inglés, H. H. Asquith, promete un proyecto de ley a favor del voto femenino si vuelve a ganar estas elecciones

Le arrebaté el diario de las manos y comencé a leer la noticia con rapidez. En realidad, no decía nada que no pudiera imaginarme tras leer el título.

—¿Esto es en serio? —pregunté en alto, aunque estaba segura de que Edith sabía que me dirigía a ella. Era la única que no estaba prestando atención porque, como de costumbre, ella conocía la noticia con antelación—. ¿De verdad esto es lo que es?

—Seguro que es mentira —interrumpió Elle mientras leía.

—Pero lo ha dicho. Ese… Ese… —Alice parecía atragantarse con sus propias palabras.

—Indeseable, bastardo, mal nac… —la ayudé, antes de que Beth me diera un golpe en el costado.

—¡Olivie!

—Todo lo que he dicho es cierto —me quejé—. Ese embustero nos está usando como reclamo para su campaña. Cómo puede ser tan sinvergüenza.

Sylvia dobló el periódico cuando Nasha terminó de leer y todas miramos a Edith, buscando cualquier respuesta por su parte. Ella se mantuvo impasible durante unos eternos segundos y después suspiró, como si eso fuera todo lo que supiera respecto al tema.

—No me creo ni una palabra suya. He estado hablando con las de la revista y tampoco están convencidas. Por el momento, solo nos queda esperar. No está claro que gane las elecciones, lo sabremos dentro de unos días.

—Si gana…, ¿en serio va a cumplirlo? —murmuró Beth—. Todas lo hemos escuchado hablar, no le gustamos. No le gustamos cuando somos violentas, pero tampoco le gustamos cuando repartimos panfletos y damos conferencias. Nos odia.

Asentí, conforme. Nos odiaba, como nos odiaba la gran mayoría de la población inglesa. Eso nunca antes nos había detenido y esa noticia, aunque fuera una promesa pobre en una rueda de prensa, significaba algo. Significaba que necesitaba el voto de todos aquellos que sí nos apoyaban.

—No te precipites, Beth —escupí—, le gustamos de muchas formas: calladas, cansadas, en casa, complacientes y sumisas.

«Enlazadas». Pero no lo dije.

—No sirve de mucho impacientarse ahora, habrá que esperar al resultado. Aunque sigo sin fiarme de él, Alice tiene razón: es una promesa pública, tendrá que llevarla adelante.

—O fingir que lo hace, actuar un poco en el Parlamento e invalidar la propuesta. Como han hecho siempre que algo les molestaba —repliqué. Sabía que Edith no era culpable de nada y, aun así, me molestaba lo calmada que parecía en esos momentos.

—Lo vuelvo a repetir: habrá que esperar. Cuando tengamos noticias nos reuniremos de nuevo, estoy segura de que para entonces ellas ya habrán dicho algo.

Oh, ellas. Edith siempre se refería así a las cabezas de todos los movimientos sociales por el voto de la mujer. Eran nuestro altavoz, las que tomaban decisiones, las que nos guiaban. Había ido a algunas reuniones y había salido convencida de pocas. Todas parecían luchar por un mismo objetivo, pero ninguna parecía luchar por el mío. Sin enlazar y trabajadora, muchas veces era invisible hasta para las que se suponía que me veían.

Aun así, Edith entrenaba a Emmeline Pankhurst y a las mujeres que se dedicaban a defenderla de los arrestos y los ataques, las Amazonas. Dirigía la Unión Social y Política de Mujeres y para Edith era difícil dar un paso hacia delante sin su aprobación. A veces era exasperante la parsimonia con la que esperaba órdenes u opiniones de ella.

Había tantas formas de luchar que me costaba estar de acuerdo con una única.

—Esperar. Eso se nos da bien —continué—; llevamos haciéndolo toda la historia.

La casa de Beth olía siempre a leche hervida y a canela, no como la mía, que tenía la fragancia a pintura, alcohol y cenizas.

Ella estaba a mi espalda, poniéndose el camisón, mientras yo jugaba con las manos del pequeño Will, que se abrían y cerraban en el aire como si quisiera atrapar las partículas de polvo que brillaban a la luz de la vela. La casa estaba en completo silencio y solo se escuchaba el trajín de la ropa de Beth y las delicadas carcajadas que se le escapaban a su hijo.

—Gracias por venir esta noche —susurró. Se quedó unos instantes callada mientras forcejeaba con las cintas de los calzones—. Pero no era necesario, Oli. Puedes marcharte a tu casa, de verdad.

—Necesitas dormir y eso implica que haya alguien que se asegure de que lo hagas.

—Creía que ibas a ser la niñera de Will.

—Puedo serla de los dos; del niño pequeño y de la niña mayor. —Sonreí haciéndole una carantoña a Will. Él me acompañó con un pequeño gorgorito.

Beth resopló, aunque la conocía lo suficiente como para saber que estaba sonriendo. Me gustaba verla así, porque no duraba mucho antes de que su rostro volviera a ensombrecerse.

—Sabes que soy mayor que tú, ¿verdad?

—Eso no siempre quiere decir más madura. Sé que puedes cuidarte sola, Beth, pero eres demasiado buena para pedir ayuda cuando la necesitas y está claro que ahora es uno de esos momentos. Si las ojeras se te estiran un poco más, te llegarán hasta los pies.

Ella no replicó porque ambas sabíamos que tenía razón. Terminó con el camisón y se acercó a su cama para coger a Will en brazos. Pocas veces había visto a Beth tan frágil como me pareció en aquel instante, vestida de blanco y con el pelo ondulado y dorado a ambos lados de la cara. Tenía los ojos cansados y el cuerpo pesado, a juzgar por la forma en la que parecía derretirse hacia el suelo. Tampoco la había visto nunca tan guapa como con esa sonrisa inocente y esa mirada llena de amor: amor por su hijo, amor por demasiadas cosas que no le habían devuelto lo propio a ella.

Era más fácil ver todas las grietas y los secretos de su piel cuando no se ocultaba bajo capas de ropa y falsa normalidad.

El rojo de su hilo brillaba con más intensidad de noche. Me quedé quieta observando cómo iluminaba los bajos de su camisón y cómo parecía tirar en busca de la otra parte.

Beth me había hablado pocas veces de su enlazado, el padre de Will, y yo no había querido presionar, pero cada vez era más fuerte mi curiosidad y mi preocupación. Había estado muy nerviosa esas últimas semanas, como si corriera contra el tiempo, y yo quería saber más. Sin embargo, había aprendido que muchas preguntas por mi parte no me garantizaban las respuestas y Beth solo se cerraba en banda.

—¿Quieres un vaso de leche? —me preguntó. Estaba en el marco de la puerta y yo ni siquiera me había dado cuenta de que se había movido.

Asentí, siguiéndola hasta la cocina. Su habitación parecía más vacía ahora que la cuna de Will estaba en la que iba a usar yo. En noches como aquella, la ausencia de lazo me apretaba en el pecho con cada paso que daba.

—¿Te preocupa algo? —quiso saber cuando entré en la cocina.

Todo.

—A quién no —respondí—. La reunión me ha dejado agotada, como si hubiera sido un entrenamiento, aunque al final solo hayamos hablado.

—Hablar de temas importantes para nosotras es cansado. Quizá no tanto como pelear, pero sí lo suficiente para dejar a una exhausta.

Beth le dio un sorbo largo a la leche y se manchó el labio de nata. Reí y me acerqué para limpiársela con el pulgar. Sus ojos brillaban, casi apagados.

—¿Por qué no te vas ya a la cama? —sugerí—. Yo me encargaré de dormir a Will.

Ella negó con la cabeza.

—¿Segura?

—Por supuesto. Soy toda una adulta responsable —me burlé—. Vete tranquila, estaremos perfectamente, ¿a qué sí?

Cogí a Will de entre los brazos de Beth y él balbuceó al apoyarlo contra mi pecho. Le dio un beso en la frente y otro a mí en la mejilla y se alejó por el pasillo. Cuando la puerta de su habitación se cerró, la intensidad de su hilo desapareció y la cocina quedó en silencio.

Quizá, si la persona al otro lado le había causado tanto dolor, no fuera tan malo que no hubiera nadie para hacérmelo a mí.

Fuego bajo las nubes

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