Читать книгу Fuego bajo las nubes - Aintzane Rodríguez - Страница 19

Julien

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La librería llevaba horas vacía cuando el señor Douglas se marchó y yo me quedé allí, en la paz y el silencio de un montón de libros a mi alrededor. A veces aquella calma quedaba interrumpida por el sonido ahogado de un coche al pasar por la calle o por el traqueteo algo metálico de las ruedas del carrito. Recogí la nota que el señor Douglas había pegado en el cristal del mostrador, indicándome que volvería después de comer y que me daba la tarde libre y la arrugué para tirarla a la papelera. Ya no tenía ninguna excusa para no ir a la universidad, sin embargo, todo en mí parecía gritar que no lo hiciera.

A pesar de que los primeros días me movía con torpeza entre las pilas de libros y apenas era capaz de saludar a las personas que entraban, había comenzado a sentir que aquel lugar era el indicado. De alguna forma extraña y algo mágica, me notaba anclado al suelo de la librería, de manera que, si alguien se fijaba mucho, no podría definir demasiado bien dónde terminaba ella y dónde empezaba yo. En los pasillos pulcros de la facultad, en cambio, me deslizaba como si las suelas de mis zapatos y las baldosas brillantes se repelieran.

En el fondo, agradecía no ser más que otra de las cientos de personas en la universidad, porque me permitía no estar allí tanto como debiera y que nadie se diera cuenta. En la librería invertía mejor mi tiempo.

Terminé las tareas pendientes y, aun habiéndome extendido más de lo necesario en cada una de ellas, me encontré con el tiempo justo para llegar a la universidad y dejarme caer en uno de los pupitres.

Podría ir por Oli, por la promesa que destrocé; por recoger algunos pedazos de esta y tratar de unirlos otra vez, aunque los bordes no coincidieran.

Podía ir, pero no quería.

Y eso fue lo que hizo que mi cuerpo no me llevara al río para seguir su orilla hasta la universidad. Antes de que me diera cuenta, llegué a El Lienzo. Volví a sentir como si lo descubriera por primera vez. Lo había estado evitando las últimas semanas, por miedo a encontrarme otra vez soñando con convertirme en una de esas personas que veía ahí, con los lienzos en los caballetes o los cuadernos en las rodillas; con los pinceles apenas sostenidos en las manos y los dedos manchados de carboncillo. Si mantenía la mente ocupada en otras cosas, no tenía que recordar aquellos ojos azules y la decepción —de un tono más oscuro— en ellos.

Si hubieran sido algo más tangibles, el viento habría mecido los hilos escarlatas que se entrecruzaban y enredaban a nuestros pies.

La ausencia del mío parecía aligerar el ambiente.

Las acuarelas que guardaba en la cartera, entre los apuntes de unas clases a las que hacía días que no acudía, parecían pesar más allí que en la librería. Oteé el espacio para buscar un rincón tranquilo en el que poder sentarme y lo encontré en una de las esquinas contrarias de la plaza, con el fondo de un enorme mural que ilustraba el mar. En cuanto me senté en el suelo, apoyando la espalda contra la pared, saqué el cuaderno y las acuarelas con dedos temblorosos. Destapé el pequeño tarro de agua que llevaba siempre conmigo y dejé que el mundo se difuminara al humedecer el pincel. Fue como si todo a mi alrededor perdiera consistencia y se desvaneciera un poco, perdiendo opacidad.

No me di cuenta de su presencia hasta que se sentó a mi lado, sus rodillas pegadas a las mías y los ojos fijos en el dibujo. Aparté la mirada del boceto en el que había tratado de reflejar el ambiente acogedor de la librería. Antes de que Mark apareciera, casi podía sentir que seguía allí, que el viaje en metro no había sido más que una ensoñación.

—Hola —me saludó cuando lo miré—. ¿Qué tal estás?

Agité el pincel dentro del frasco de agua para quitarle los restos del último color y me encogí de hombros.

—Bien. —«Supongo», callé—. ¿Y tú?

—Bien.

Asentí, cruzando las manos por debajo de mis piernas, como si moviéndome pudiera deshacer la tensión que se había instalado entre nosotros. Todavía recordaba nuestro encuentro en la entrada de la Escuela y también la forma en la que hui, aunque él parecía haberlo olvidado y volvía a mostrar los hoyuelos de sus mejillas, hundiéndolas en una sonrisa.

—No hace falta que pares —me instó señalando con la mirada el pincel que había dejado secarse sobre el frasco—. Me dijiste que podías enseñarme. ¿Es un buen momento ahora?

Entrecerré los ojos. Yo nunca había accedido a eso. No parecía un buen momento, pero, en realidad, nunca lo sería. Si le enseñaba, incluso con mi técnica torpe y mis trazos novatos, sería aferrarme a algo fuera de mi alcance. No podía seguir caminando por un suelo de cristal, con pisadas imprecisas y temblorosas, y esperar que no se rompiera bajo mis pies.

Quizá, por esa sensación de caída, sentía unas extrañas cosquillas en el estómago.

—No quieres que te enseñe.

—Sí que quiero —me rebatió él—. Si no, no te lo habría pedido.

Suspiré, nervioso, porque así me sentía a su lado. Pequeño, pero a la vez no tanto como me había esforzado en creer que era.

—Está bien —accedí tendiéndole el cuaderno y el pincel—. Toma, empieza.

—¿Así? ¿Sin ninguna explicación?

—Coges el pincel, lo mojas en agua, después en pintura y entonces manchas el papel con esa pintura. Eres artista, Mark, sabes empezar.

La realidad era que no quería decirle que no sabía por dónde empezar a enseñarle algo que yo nunca había tenido que aprender. Las acuarelas eran la única cosa que sentía que de verdad controlaba. Lo hiciera mejor o peor, el pincel obedecía mis órdenes, seguía a mi corazón, desenredaba los nudos de mi cabeza y las risas atascadas en mi pecho. Hacía la vida más fácil saber que sobre el papel solo quedaba marcado lo que yo quería y no lo que otros esperaban que quisiera. Si es que aquello tenía algún sentido.

Mark parecía realmente perdido mientras llenaba la hoja de garabatos. El pincel estaba demasiado mojado y los colores se diluían, arrugando el papel y mezclándose entre ellos. Tenía una expresión extraña, con los labios fruncidos hacia un lado y la presencia de un único hoyuelo en la mejilla contraria. Resoplaba de vez en cuando, pasaba los dedos sobre los colores para comprobar que se hubieran secado y volvía a coger el pincel con las yemas teñidas.

—Esto es de locos —se quejó—. ¡Las acuarelas no me hacen caso!

—Tienes que dejar que los bordes se sequen si no quieres que se te mezclen los colores.

—Teoría básica de acuarelas para niños pequeños, y yo, que se supone que me dedico a esto, no puedo evitar empapar el papel.

Él chasqueó la lengua y sopló sobre las gotas rebeldes que manchaban la hoja, pero no dijo nada más, volviendo a concentrarse en el pincel. Agité la cabeza, aunque, de alguna forma, me reconfortaba pensar que la Escuela no lo era todo, que no lo enseñaba todo. Que había futuro para mí fuera de esas aulas de pintura y escultura.

—Me sorprende que nunca hayas aprendido a usar las acuarelas —respondí limpiando el pincel que él me ofrecía y usándolo después para retocar algunas partes del dibujo en las que se habían mezclado los colores—. Son la parte más fácil de pintar.

Y la más barata, callé.

Mark tenía los ojos muy abiertos, siguiendo con atención el recorrido de mis dedos por el papel. Me ponía nervioso sentir que su mirada parecía atravesarlo todo, incluso mi piel, como si pudiera hurgar entre mis huesos y jugar con mis pensamientos. Intenté concentrarme en el dibujo y no en él.

—En la Escuela nos dejan potenciar lo que se nos da bien y abandonar lo que no. No estoy seguro de hasta qué punto eso nos ayuda como artistas, pero, desde luego, es muy cómodo que no te fuercen a hacer algo que no sabes.

—No parece muy útil.

—Supongo que lo es si sabes sacarle beneficio.

—¿Tú has sabido?

Contente, Julien.

Mark asintió, convencido, y después se mordió el labio, intentando reprimir las palabras antes de decirlas.

—Tú también sabrías —se limitó a contestar, al fin, arrugando la nariz con cautela—. Si entraras en la Escuela, sabrías aprovecharla al máximo, estoy seguro.

La plaza parecía un cuadro, inmóvil y muerta, como si alguien la hubiera querido conservar exactamente como la vio. No se escuchaba el rasgar de los carboncillos o el siseo de los pinceles, las risas y las conversaciones, el tintineo de los botes de cristal ni las pisadas de la gente. Los pájaros ya no piaban desde sus escondites en los tejados, donde yo aún podía observarlos, quietos y en silencio. Parecía incluso que las nubes se habían detenido sobre nuestras cabezas, peleándose contra la fuerza del viento que las empujaba por el cielo.

Solo vivíamos las palabras de Mark que ahora flotaban ante mí y yo. También su sonrisa se había congelado, esperando una respuesta.

—Si entrara. No voy a hacerlo —apunté, con el regusto amargo de nuestro último encuentro en la lengua. Él pareció percibirlo, porque su sonrisa se apagó un poco.

—Ya hemos hablado de esto antes, lo sé.

—Pues para.

—Vale.

—No es tan sencillo.

—Ya te he dicho que vale.

Pero no parecía un «vale» y me sentía juzgado. Fruncí el ceño. Mark me había dicho que quería que le enseñara a pintar con las acuarelas y lo estaba usando para presionarme. O quizá solo era yo, presionándome a mí mismo. Me encogí un poco, incómodo. Nadie sabía cuánto había pensado en la Escuela, cuántas veces había valorado mis opciones, cuántos muros me había encontrado en el camino. No tenía derecho a cuestionar mis motivos.

—No me apetece hablarlo —musité. No sigas, no sigas, no sigas.

Para.

No podía entender que no había dinero, que no tenía el apoyo. Que tenía un camino marcado y no podía salirme de él.

Para.

Mark se relajó a mi lado, desinflándose como un globo de feria.

Tú nunca me has preguntado.

—¿Qué?

De repente, su presencia ya no consumía la mía y parecía que se entremezclaban en el espacio que nos separaba. Volvió a morderse el labio y esa vez, cuando me miró, no aparté los ojos de los suyos.

—Nunca me has preguntado si para mí fue fácil. Piensas que hablo sin saber y es cierto que no te conozco, porque tú no dejas que te conozca. No dejas que sepa nada de ti, y me culpas por no entender lo que te pasa.

—No es eso…

—¿No es qué? Julien, no te estoy echando una bronca. Solo quería decirte que sé que es difícil y que, sea cual sea tu situación, no quiero que pienses que no lo entendería. Aunque me gustaría conocer más del Julien que vive fuera de esta plaza. —Se quedó callado y, cuando me miró, no supe qué decir—. Si tú quieres —añadió.

Quería.

Yo también quería conocerlo.

Pero me daba mucho miedo. Si dejaba que se abriera paso a través de mí, le estaría allanando el camino a que se hiciera un hueco y terminara echando raíces. Sus ideas, al final, tendrían demasiada fuerza porque ya no llegarían desde fuera, vendrían directamente de mí mismo.

—No estoy acostumbrado a hacer amigos.

Porque Oli no contaba, ¿verdad?

—No hace falta que me cuentes desde el principio los secretos oscuros de tu familia. Con saber cuál es tu comida o libro favorito creo que me conformaré. De momento.

Sonreí.

—El pan.

—¿El pan? Es la comida más aburrida del mundo. No empiezas con muy buen pie, Julien Darling…

Aun así, él me respondió que le gustaba el queso, que odiaba la fruta, que se había leído tantas veces Historia de dos ciudades que no recordaba haber leído nada más en su vida.

Le hablé de Oli, de que me gustaba dibujarla, de que era la mejor bailarina que había visto en mi vida. Le hablé también del sufragismo, callándome muchos —muchos— detalles, y le hablé un poco de Arthur y de su empeño en que fuera doctor.

Aunque no dije demasiado, él le prestó atención a cada palabra.

Paso a paso.

No podía ser tan difícil.

Con Mark nada parecía tan difícil.

Fuego bajo las nubes

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