Читать книгу Fuego bajo las nubes - Aintzane Rodríguez - Страница 20
Elisabeth
ОглавлениеEra la primera vez que salía sola de casa desde que me enteré de que el tiempo se había terminado, que el último grano de arena se había deslizado por la garganta del reloj y ahora estaba desafiando a las horas, peleándome con ellas para ganar un instante más de libertad. Por algún motivo, Oli parecía entender el miedo y la angustia de mi cuerpo sin necesidad de que le diera ninguna razón y no se había separado de mí en toda la semana.
Oli siempre estaba conmigo y decían que yo aplacaba su ira, pero ella traía calma a mi vida.
Febrero rozaba su fin y yo lo hacía acompañada por ella.
No por mucho tiempo.
Aquella mañana me desperté diferente, como si mi cuerpo fuera más ligero. Sentí un sabor polvoriento en la boca y se me llenó la sangre de una certeza espesa que me obligó a salir de casa, a dejar a Will al cuidado de la señora O’Shea y a no preocupar a Oli para que no me tuviera que acompañar. Quería respuestas. Quería soluciones. El simple pensamiento del desafío me revolvía el estómago, aunque no lo hacía solo por mí. Quería dejar de escuchar gritos, quería dejar de tener miedo, quería ser libre. Por encima de todo, quería que Will lo fuera. Que no lo criaran para ser como él, para manejar los hilos, para cortarlos, para enjaularnos.
Quería que fuera feliz y yo también quería serlo.
Por primera vez en días, durante unas horas, me permití creer que me lo merecía.
En la calle, con ese coraje que parecía haberse convertido en mi impulsor, casi podía olvidar la oscuridad de las últimas semanas. No únicamente la negrura provocada por las ventanas cerradas y las cortinas echadas; también la oscuridad que me nacía de dentro y me cegaba la vista, me adormecía el cuerpo. No podía deshacerme de la sensación de que todo había llegado demasiado lejos, de que mi juego de niños se había saltado todos los límites, de que mi huida había sido un capricho y un pequeño susto. Tal vez había puesto las expectativas muy altas antes de conocerlo. No existían los príncipes y era mi culpa haber esperado uno.
Era mi culpa,
era mi culpa,
mi culpa.
No quería pensar que eso era el amor: medir cada palabra, cada gesto, cada mirada. Había conocido algo diferente en Londres y estaba segura de que había mucho más de lo que conocí en Escocia, de lo que me aseguraron que era lo único.
No quería marcharme de la ciudad que me había dado una familia. No quería volver con la familia que no me había dado amor.
Nunca había recorrido aquel camino con un objetivo que no fuera ir a las reuniones de Edith o a los entrenamientos. Las calles parecían diferentes esa mañana, como si estuviera recorriendo otro lugar y no el mismo sendero que me llevaba al gimnasio de los Abadian en Soho. Sentía que las casas cobraban vida, que sus ventanas eran ojos, que me observaban. Que sabían cuál era mi secreto y que no tenían miedo de contarlo. Eso era lo malo de Clerkenwell: cuando alzaba la vista veía el gris de la ciudad, pero cuando cerraba los ojos volvía a estar en la aldea, con el zumbido constante y molesto de los cotilleos abalanzándose sobre mí. A pesar de la sensación de distancia que parecía establecerse entre unos y otros, no era muy distinto al campo y los rumores corrían con vida propia, saltando de casa en casa, de boca en boca.
Apenas faltaban unas calles para llegar a casa de Edith cuando vi el cartel y me recogí instintivamente el pelo en un moño. Así, tan formal, era demasiado Elisabeth Marie Abbott y muy poco Beth. Me solté el pelo.
Entré en la peluquería sin pensármelo demasiado.
Edith abrió la puerta casi de inmediato, como si hubiera estado esperando el sonido hueco de la madera contra mis nudillos.
—¡Dios mío, Beth! —exclamó, sin saber si sonreír, inflando las mejillas—. ¿Qué te has hecho?
Me sonrojé un poco, pero los labios se curvaron enseguida, llevándome los dedos a los mechones cortos de mi cabeza. Acostumbrada a la enorme mata de pelo, aquel corte por encima de los hombros me hacía parecer, al mismo tiempo, más adulta y más niña. Más Beth, menos muñeca.
Más yo y menos ellos.
Más difícil de encontrar.
—¿Te gusta? —pregunté siguiéndola adentro de casa.
—Lo importante es que te guste a ti.
Me encantaba.
—Me imagino que eso tiene algo que ver con tu visita —continuó haciéndome entrar en el salón.
Asentí mientras me quitaba el abrigo y los guantes y observaba la habitación. Nunca antes había estado en su casa y lo único que conocía era la puerta principal y las escaleras estrechas que bajaban al gimnasio. Todo lo demás había sido un secreto. La sala parecía un museo, con las paredes cubiertas de pinturas y retratos, las mesas llenas de jarrones y pequeñas estatuas, alguna foto y muchas flores. Era acogedora.
Edith me señaló el sillón y se sentó enfrente, hundiéndose un poco en los cojines. Se me hacía extraño verla con un vestido azul y el pelo recogido y adornado con un abalorio. En los entrenamientos, siempre llevaba el moño simple, pegado a la nuca, y la falda negra y amplia que le permitía comodidad para enseñarnos todos los movimientos. Jamás habría llevado una camisa de mangas rígidas, como en ese momento.
—Tú dirás —me instó mirándome directamente a los ojos.
Tragué saliva. Esa iba a ser la primera vez que contara mi historia y siempre había pensado que, si alguien se enteraría primero, esa sería Oli. Quizá porque yo decidiría sincerarme, quizá porque ella era demasiado curiosa con todo lo que me rodeaba. No me extrañaba, había conseguido mantener la verdad oculta demasiado tiempo a costa de algunas excusas no demasiado creíbles.
«Tú dirás», me dijo. Y se lo conté. Londres me había cambiado tanto que el principio del relato se me antojó tan lejano como una leyenda, casi como si hablara de otra persona. En cierto modo, así era. Le hablé de Escocia. Le hablé de quién era, de mis padres —las palabras «vizconde y vizcondesa de Ballater» me rasparon la garganta al pronunciarlas—, de mi vida antes de él. También le hablé de él, de cómo lo encontramos —encontraron—, de cómo nos casamos, de cómo se torció. Le hablé de España, del miedo, del parto, del tren en Sevilla, de la estación de Toulouse. Le hablé del tiempo que estuve allí, de la necesidad de regresar y disculparme y del pavor que me producía hacerlo. Del barco que me devolvió a Inglaterra y de cómo nunca llegué a Escocia. De cómo Londres se convirtió en mi nueva casa y de cómo tendría que dejarla, tarde o temprano.
Más temprano que tarde, en realidad.
Le hablé de todo eso sin atreverme a mirarla a los ojos, a pesar de que los suyos me escocían en la piel. Lo hice balanceando el pie de forma nerviosa contra la alfombra del suelo, mordiéndome el labio, acariciando mi nuevo peinado, limpiándome las lágrimas furtivas que no conseguía retener. Le hablé con el corazón en la mano y temí su reacción. Por mentirosa, por exagerada, histérica, cobarde. Me diría que así eran todos los matrimonios, que la vida no era un cuento de hadas y que el amor a veces dolía.
En su lugar, se inclinó un poco hacia delante y me rodeó las manos con las suyas.
—Has sido muy valiente.
Sus palabras fueron un soplo de aire fresco y sentí que el camino hacia mis pulmones volvía a estar libre, que mi pecho subía y bajaba al ritmo de mi respiración, más calmada, menos dolorosa.
—Fuiste muy valiente al marcharte y eres muy valiente por estar aquí. Por contarlo. Estoy aquí, ¿me oyes?
Asentí. Ya no había forma de que pudiera evitar llorar y lo hice, sin molestarme en limpiarme las mejillas, con las manos de Edith aún rodeando las mías, como un soporte que me anclaba a la tierra. El ambiente estaba más cargado ahora que mis palabras lo inundaban, pero yo era más liviana, casi etérea.
—Necesito ayuda —conseguí decir al fin, haciéndome más fuerte que la barrera de lágrimas y flemas que me entorpecía—. No sé qué hacer. Si me encuentran…
Aquella frase podía terminar de muchas formas, pero todas conducían al mismo destino: «Si me encuentran, me iré. Me iré con ellos y Will se vendrá». Y Dios sabía qué pasaría después de aquello.
Edith asintió, apretando un poco más mis manos.
—No hay mucho que yo pueda ofrecerte.
—Gabriel es abogado. —Mi voz sonaba estrangulada, impaciente.
—Él solo interpreta las leyes —se quejó—, no puede cambiarlas.
Yo no era tonta. No hacía falta saber de leyes para entender la justicia que se nos imponía a las mujeres. Si estábamos enlazadas, si el hombre nos quería y no pedía que se deshiciera el hilo, teníamos que casarnos con él. Y si nos casábamos, teníamos que cumplir con todo lo que ello implicaba. A veces, como en el caso de Edith y su marido, salía bien. Otras muchas, simplemente, se fingía que salía bien.
—Necesito el divorcio.
La palabra sonaba extraña y sentí cómo el mundo se congelaba a nuestro alrededor. Vi, incluso, cómo la mueca seria de Edith se ensombrecía un poco. Las paredes de la habitación encogieron y lo mismo ocurrió con el techo; casi era capaz de percibir el tintineo de la lámpara al moverse.
—No va a ser fácil.
Al menos, no dijo imposible.
—¿Pero puedo? —pregunté. Si no era fácil, me esforzaría el doble para conseguirlo. Lo único que necesitaba saber era que había una opción.
Ella lo afirmó, volviendo a recostarse en el sillón. Sin sus dedos alrededor de los míos, noté que la casa se tambaleaba un poco.
—La gran mayoría de mujeres que se divorcian lo hacen por situaciones como la tuya.
Maltrato.
—Pero suelen ser mujeres mayores —continuó, meditando cada palabra antes de pronunciarla—. Suelen ser casos en los que la mujer lleva demasiado tiempo aguantando, tanto que el marido ni siquiera puede ocultarlo. Especialmente, si el hombre es violento y la gente conoce su temperamento.
—No es mi caso.
Se lo había contado todo. Él era lo que había esperado de un príncipe azul. Me sentí muy afortunada cuando, después de largos meses de búsqueda, dieron con él al otro lado del océano. Cuando él aceptó venir a Escocia a casarse conmigo. Era encantador, inteligente, divertido. A veces algo rebelde, aunque siempre correcto. Me conquistó con sus cartas, porque estaba demasiado ciega para ver en ellas el peligro: «Al fin serás mía»—. Me conquistó después con sus palabras, porque estaba demasiado sorda para entender lo que había detrás: «Al menos eres inglesa; las americanas son más difíciles de controlar». Caí en sus garras porque, al principio, parecían manos amigas.
Dios, qué estúpida había sido.
—Nadie sabe cómo es él —murmuré—. Solo yo.
Aunque el médico sospechaba algo, estaba segura, y por eso me había mandado a España. Sus palabras fueron: «Por el bien del bebé», pero tras ellas se ocultaba algo más.
«Por tu bien».
—Si solo yo he sufrido esto, jamás podré probar que ha sido su culpa. Me obligará a volver a casa, me alejará de Will. Y si me niego… —Traté de deshacer el nudo de mi garganta—. Si me niego, hará que me encierren en el sanatorio.
O peor.
Edith lo sabía.
—No dejaré que te pase nada. —Sonaba cautelosa, a pesar de que había determinación en la forma en que pronunciaba cada palabra—. Estaré a tu lado todo el rato y encontraremos la grieta que te permita escapar. Has sido muy valiente —repitió.
Y, después de contárselo, casi era capaz de creérmelo.