Читать книгу Fuego bajo las nubes - Aintzane Rodríguez - Страница 17
Elisabeth
ОглавлениеAquella tarde salí de la reunión en el gimnasio de los Abadian sintiéndome como todos los días que pisaba el suelo de madera brillante: fuera de lugar. Había tenido tiempo para acostumbrarme a ello y, aun así, todavía me aturdía un poco cada vez. Olivie siempre me decía que podía marcharme, que había otros grupos en los que me sentiría cómoda.
Cómoda.
Me sentía cómoda allí, a su lado. Hacía que sonriera de verdad y que olvidara todo lo que no era la sonrisa con la que ella respondía a la mía. Había tenido mucha suerte de conocerla y me cosquilleaba el cuerpo cuando me daba cuenta de que estaba ahí, de que era real.
Cada día era más difícil sostenerme delante de ella sobre una mentira y me balanceaba y me colgaba del precipicio. Me tentaban ambos lados; a veces ganaba contárselo y preparaba un discurso, elegía las palabras y asumía la vergüenza. Otras veces… Bueno, todo era mucho más complicado y esas explicaciones nunca llegaban a sonar de verdad.
Llegamos a su casa, que desde fuera siempre daba la sensación de estar siendo aplastada por el cielo para hacerla cada vez más y más pequeña. Ella aporreó la puerta con la mano y la madera resonó al contacto de su piel y sus huesos.
—Gracias por acompañarme —susurró, dejando que las palabras se impulsaran con el vaho que salía de su boca. Cuando me besó en la frente, igual que siempre que nos despedíamos, sentí el contraste de sus labios calientes contra mi piel helada—. Le diré a Juls que te acompañe a la tuya.
Sacudí la cabeza.
—No es necesario que lo molestes.
—Sí que lo es—replicó ella—. No voy a permitir que recorras medio barrio sola de noche. Quiero que Juls vuelva y me asegure que estás sana y salva dentro de casa. ¡Ah, mira! Aquí está.
Julien abrió la parte superior de la puerta y se asomó un poco.
—Eres tú —suspiró y la abrió por completo para que su hermana entrara. En su lugar, Oli tiró de él para sacarlo fuera y cogió el abrigo del perchero, instándolo a que se lo pusiera.
—Iba a cenar, no necesito abrigarme para eso.
Parpadeé un par de veces para comprobar que las dos siluetas que tenía ante mí pertenecían a personas diferentes, como siempre que los veía juntos. Julien y Olivie se parecían mucho más de lo que cualquiera hubiera esperado para dos mellizos de sexos opuestos. Ambos tenían la misma mirada decidida, la misma tez blanca, casi translúcida, los mismos rasgos delgados y marcados. Sentí que mi hilo brillaba demasiado al lado de la ausencia del de ellos.
—Necesito que me hagas un favor, Juls.
Él arqueó una ceja, aunque no rechistó a ponerse el abrigo y sacó los guantes que guardaba en el bolsillo.
—No hace falta —le respondió—. Acompañaré a Elisabeth a por su hijo y después a casa, comprobaré mil veces que estén bien y volveré. ¿De acuerdo?
Oli sonrió, satisfecha, y rodeó a su hermano con fuerza, plantándole un beso en la mejilla. Me sentía incómoda rodeada de un amor familiar tan intenso y, por unos segundos, envidié mucho a Oli. Aquel pensamiento cruzó mi mente tan rápido que desapareció sin poder asentarse. Ella había tenido la suerte de que Julien fuera su hermano, pero también la desgracia de que Arthur fuera el otro. No podía contar las veces que la había encontrado limpiándose las lágrimas delante de mi casa o en la entrada de la fábrica, a pesar de que los ojos rojos la delataban.
—Eres el mejor hermano del mundo. Y tú —continuó señalándome y sonriendo—, ten mucho cuidado.
Asentí antes de que cerrara la puerta de casa y la luz que salía de esta desapareciera, volviendo a teñir las calles de blanco y negro. Julien no dijo nada y ambos empezamos a andar hacia la salida por la que Oli y yo habíamos aparecido. Tenerlo a mi lado era lo más parecido a tenerla a ella también: los dos eran igual de callados y caminaban de la misma forma. Parecía que se deslizaran sobre la punta de los zapatos, aunque Oli lo hacía como una bailarina y él, en cambio, solo parecía un muchacho estirado.
Durante la mitad del camino, el silencio era todo cuanto nos acompañaba, como si caminara a nuestro lado de la mano. Me concentré en las pisadas contra el suelo húmedo, en el taconeo de mis zapatos y en el golpe seco de los suyos; me fijé también en el silbido del viento mientras se escurría entre los tejados y las chimeneas, las casas torcidas y los edificios viejos, en las ondas que formaba con mi falda y en los mechones que deshacía de mi moño.
—Elisabeth —me llamó de repente, cuando ya estábamos casi en casa de la señora O’Shea. Parecía que hubiera estado masticando mi nombre demasiado tiempo antes de pronunciarlo, y se le escapó entre titubeos.
Lo miré y sonreí, de forma casi automática.
—Beth —lo corregí. Elisabeth me hacía sentir demasiado en una casa que ya no era mía.
—Beth, de acuerdo. No sé si lo sabrás, aunque lo más probable es que así sea, pero quisiera advertirte. Hoy ha venido alguien al barrio, alguien de fuera. Se notaba que tenía más dinero que todos nosotros juntos y andaba buscando a una mujer. A su mujer. —Hizo una pausa para tragar saliva y rebuscar en el bolsillo interior de su abrigo, entorpecido por los guantes. Finalmente, sacó un pequeño papel arrugado y me lo tendió.
Estaba segura de que dejé de respirar en cuanto mis ojos reconocieron aquella foto.
—Es algo vieja —continuó él—, pero sé que eres tú. Le pedí que me la diera, asegurándole que trataría de encontrarla y que, de ser así, me pondría en contacto con él. En el reverso está la dirección que me dio por si tenía nueva información. Me dijeron que mañana se volverían a casa y abandonarían Londres.
Giré la foto, aunque la imagen seguía bien marcada ante mí, como si se hubiera desprendido del papel y ahora flotara ante mis ojos. Había dos direcciones escritas, con la tinta algo difuminada.
Una era de Escocia.
Otra era de Londres.
Si estaban aquí, no tardarían en encontrarme.
Quizá ya lo habían hecho.
—¿Le vas…? —Las palabras se me atropellaban en la garganta, haciéndome daño y presionándome el pecho con sus formas irregulares—. ¿Les vas a decir quién soy?
—¡No! Por supuesto que no —se apresuró a tranquilizarme—. No, a no ser que tú quieras.
Negué con la cabeza. Eso era lo último que quería.
—Si te alivia —comenzó, apoyando una de las manos sobre mi hombro con torpeza—, apenas se te reconoce en la foto. Ahora estás mucho más guapa, pero sigues teniendo el mismo lunar y la misma sonrisa. —Me señaló un pequeño punto en la foto y después me miró, preocupado.
Me sorprendió que me reconociera por la sonrisa, cuando era algo que cada día mostraba menos.
—Perdóname si te he molestado, solo quería que lo supieras.
Volví a clavar los ojos en el pedazo de papel, sin poder apartar la mirada de la joven que posaba en esa foto. No había duda, era yo. O más bien, lo fui. En mí apenas quedaba nada de esa Elisabeth que leía sentada en un sillón, con el tronco recto a causa del corsé y una media sonrisa bailando en los labios. Había pasado tanto tiempo desde que no pisaba aquel salón que había olvidado su olor, ruido y color. En ese instante, mi vida como Elisabeth Marie Abbott se reducía a lo que esa foto parecía decir de mí.
—Me alegro de que me lo hayas contado —musité al fin, cincelando una sonrisa débil. Una duda me asaltó y me adormeció el cuerpo; estábamos parados en medio de la calle y no podía moverme—. ¿Oli lo sabe?
Una sacudida de cabeza hizo que la rigidez de mis músculos se aligerara un poco, permitiéndome volver a respirar.
—No se lo cuentes, por favor. No debe saber nada de esto. No… No es una parte de mi vida que quiero que me persiga y no…
—No te preocupes —me interrumpió—. No hace falta que lo justifiques, es tu vida privada y estás en todo tu derecho de que siga siéndolo.
Asentí, agradecida. Tenía la boca seca y un frío increíble en el cuerpo, como si de repente hubieran desaparecido todas las capas de abrigo que llevaba encima.
Pensé en Will. Tenía que recogerlo e ir a casa. Tenía que escondernos. No importaba que fueran a marcharse de Londres; si no daban conmigo ahora, lo harían después. Si habían venido a buscarme a esta ciudad era porque, de alguna forma, sabían que me estaba ocultando aquí.
—Lo siento, debo marcharme —murmuré atropelladamente, acercándome a la puerta de la casa de la señora O’Shea—. Desde aquí apenas es girar una calle, no hace falta que me acompañes. —Pero Julien seguía parado en medio de la calzada—. Por favor.
—Está bien —se rindió al fin—. Ten mucho cuidado y esas cosas que ya sabes y que Oli te habrá repetido mil veces. Y cuídate, Beth.
Se despidió de mí con un beso en la mejilla y se alejó hasta que su cuerpo formó parte de la niebla que comenzaba a inundar las calles. Otras veces el miedo me había paralizado, como si fuera algo físico que se incrustara en mis venas, entre mis huesos. Aquella vez solo me hizo correr hasta que estuve con Will en casa. En cuanto entré, cerré las contraventanas y puertas, y todas las estancias se sumieron en la penumbra.
En la oscuridad nadie podía encontrarme.
Entre las sombras nadie podía verme llorar.