Читать книгу Fuego bajo las nubes - Aintzane Rodríguez - Страница 5

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1910

Olivie


Mi hermano siempre decía que éramos los niños del nuevo siglo. Ambos habíamos llegado a este mundo casi una década antes de que el esperado cambio de calendario se produjera, aunque, en cierto modo, escucharlo me hacía sentir especial. Fuerte y poderosa.

Apenas era dueña de mi vida, pero me sentía dueña del universo.

Nada más lejos de la realidad.

Solo tenía que mirarme en el espejo para ver cuál era mi barrera, cuál era mi límite, el que se escondía bajo mi piel y se asentaba en mis entrañas. Si me costaba respirar, no era únicamente por el corsé, tan prieto que me amorataba las caderas; era también la fuerza con la que el mundo parecía presionarme el cuerpo hasta hacerme crujir los huesos. Así nos obligaban a funcionar a nosotras.

Así los servíamos mejor a ellos.

Porque Julien era como yo, solo que no lo era del todo. Él tampoco tenía pecho, ni culo y era tan alto y espigado como los juncos del estanque de Clerkenwell. Solo nos diferenciaba la largura de mi cabello, siempre revuelto, y el marrón de sus ojos, que poco podía envidiar al gris sombrío de los míos. Julien tampoco portaba el hilo rojo en el meñique, así que ninguno de los dos tenía —en teoría— el destino marcado, escrito y guiado.

Pero yo era mujer y no importaba lo parecida que fuera a mi hermano, eso me hacía diferente.

Me sentenciaba.

El chasquido de la plancha contra la camisa me sacó de mis pensamientos.

—Te dije que podía hacerlo yo.

Julien me miraba, apoyado en la chimenea, con los brazos cruzados y los labios torcidos. Cuando ponía esa mueca, trataba de mirarlo solo de reojo porque me recordaba demasiado a mí. Era como observar una versión masculina —y mejorada— de mí misma.

—Si Arthur te pilla planchando tu propia ropa, dejarás de ser su hermano favorito —le recordé, burlona. Hacía demasiado tiempo que ya no competía por ese puesto.

Resoplé cuando vi la mancha marrón y el débil humo que nacía de esta, serpenteando hasta el techo.

—¿Crees que se notará mucho con la chaqueta? Puedo preguntarle a papá si…

—Oli —me cortó él—, solo es una entrevista en la universidad.

Solo una entrevista en la universidad. Me mordí la lengua.

—Tienes que ir impecable. Arthur te ha conseguido la oportunidad, pero no puedes darles motivos para que te rechacen.

—No sé qué habría de malo en ello —masculló. Lo vi balancearse sobre ambos pies, como hacía cada vez que dudaba—. Trabajaría en la fábrica, como tú, y ayudaría económicamente en casa.

—Ayudarás mucho más cuando seas médico. Igual que Arthur nos ayuda siendo abogado, aunque me cueste reconocerle su mérito. ¿O te crees que el sueldo de la fábrica es suficiente? —Alisé la camisa con las manos, centrándome en la quemadura. Otro fallo más de la brusca Olivie Darling. Al alzar la mirada casi pude sentir sus ojos lastimeros; seguían teniéndome pena y miedo—. Si saboteas tu propio futuro, te haré la vida imposible, Juls. No desaproveches esto, por favor.

«Esto».

Esto que yo no tenía o tendría jamás.

No dije nada porque, de todas formas, eso no iba a cambiar el hecho de que Julien estudiaría y yo no. Me alegraba tanto por él que a veces se me olvidaba que mi vida se había estancado hacía demasiado tiempo.

Había pocos ingresos y muchos gastos, como en casi todas las familias del barrio. Papá fue claro desde el principio: dinero para los estudios de sus dos hijos. Hijos, en masculino. Todo era en masculino. Casi me hacía gracia. Estudié hasta los trece y con catorce ya estaba trabajando. Con casi dieciocho años tenía que ver a mi hermano mellizo cumplir con algo que él no deseaba y que yo, en cambio, anhelaba con todas mis fuerzas. Me había quedado atrás.

En realidad, siempre había estado atrás.

Aparté la plancha de la camisa cuando el cuello estuvo perfectamente liso. El chisporroteo del metal incandescente me acompañó hasta la ventana, donde colgaba la percha con la chaqueta y la gorra.

No quería mirarlo, no quería mirarlo, no quería mirarlo.

Quería que se fuera y triunfara, que prosperara, pero también quería hacerlo yo.

—¿Te apetece que cenemos fuera hoy? Mrs. Porter vende empanadas a siete peniques. Invito yo.

Y ahí estaba otra vez el hermano al que no podía odiar por mucho que lo intentara. Esa era la parte más difícil de nuestra relación: Julien era todo dulzura y bondad y yo escondía demasiado rencor y veneno. Aunque no podía usarlo contra él, porque no tenía la culpa. Y ojalá la tuviera; enfadarse con una sola persona era más fácil que enfadarse con todas ellas.

—No te preocupes, esta noche trabajo en el estudio —le respondí. Él se puso la camisa que colgaba de mi mano y dio una vuelta para comprobar que la chaqueta ocultaba la mancha. Tendría que llevar abrigo, el frío de enero era muy intenso—. Apenas se ve, menos mal.

—Bueno —musitó cerrando la mano alrededor del pomo de la puerta de casa—, pero te traeré una empanada y ya te la comerás cuando vuelvas.

Suspiré.

Demasiado bueno.

Madame Leonide era la mujer más estricta y callada que había conocido jamás. Era una caricatura: alta, demasiado, y extremadamente delgada. Tenía unos brazos infinitos y los dedos largos y finos como agujas. Me habló una única vez, el día que me contrató para que limpiara su estudio de danza, y dio por hecho que esas palabras me mantendrían contenta los próximos tres años que había estado trabajando allí. Nos limitábamos a intercambiar monosílabos y miradas, como ese juego de niños en el que el perdedor era el primero en apartar los ojos.

Ella vivía a las afueras del barrio, donde las casas dejaban de ser chabolas. La suya era casi cuatro veces más grande que la mía y mucho más bonita. Tenía la fachada impecable porque las apariencias lo eran todo para madame Leonide. Ella, su marido y sus dos hijas salían de casa siempre impolutos, como si todos los días de la semana fueran domingo. No deshacía su sonrisa mientras tuviera los ojos de los demás clavados en su nuca y en el moño, siempre tirante y perfecto. Las faldas desprendían ese característico olor a alcanfor y yo no las había visto arrugadas jamás.

Había algo perturbador en esa perfección y no estaba segura de si era la poca vida que mostraban o el hilo escarlata que toda la familia portaba con orgullo, como un estandarte colgando del meñique.

El estudio de ballet para señoritas de madame Leonide se encontraba en la parte trasera de su casa, rodeando el jardín y con vistas nada agradables a los escombros de lo que una vez fue una fábrica de ruedas de carro. Atravesé el camino de piedras haciendo tintinear las llaves en mis manos y, al abrir la puerta, volví a sentir el mismo cosquilleo que me acompañaba cada noche.

Dentro del estudio, solo había silencio y oscuridad. La falda de lana sonaba al rozar con el abrigo. La luz de la casa vecina y de la única farola de la calle se coló por la rendija de la puerta antes de que la cerrara. Durante unos segundos, disfruté de aquella negrura que me envolvió todo el cuerpo.

Sabía que podía recorrer el pasillo hasta la sala de los espejos sin necesidad de encender ni una sola lámpara, pero lo hice y, poco a poco, el lugar se fue tiñendo de rojo y naranja, como si la madera estuviera en llamas.

El eco de mis pasos me acompañó hasta la abertura que daba a la sala de ensayos. Tenía tres de las paredes cubiertas de espejos y barras; la última se abría en un enorme ventanal desde el que se veía el jardín de la entrada. Yo había aprendido a bailar observando las clases de madame Leonide a través de esos cristales. Mis primeros pasos de ballet los hice aferrada a uno de los arbustos y con los pies descalzos sobre la hierba húmeda, aguantando el frío y el cosquilleo porque eso era lo máximo a lo que podía aspirar. Madame nunca me pilló escondida copiando a sus alumnas durante las tardes, ni se percató del par de puntas que un día desaparecieron y que, accidentalmente, cayeron en mis manos. Estaban usadas y gastadas, por eso nadie las echó en falta, pero yo jamás había sido tan feliz.

Me apresuré a limpiar el estudio, como cada noche. Siempre comenzaba por el despacho; no era más que un pequeño cubículo, así que, antes de que el reloj de la iglesia marcara las nueve, ya había terminado. Después frotaba el paño por todos los espejos para borrar las marcas de las manos de las bailarinas y barría y fregaba el suelo. Lo hacía con rapidez, pero prestándole atención a cada pequeño detalle, asegurándome de que todo quedaba a la altura de lo que ella buscaba.

Entonces, cuando guardaba la escoba en su esquina, cobraba sentido aquel estúpido trabajo, porque con el estudio impecable, me sentaba en el suelo y sacaba las puntas de la bolsa. Eran bastante nuevas, un regalo de Julien por mi decimoséptimo cumpleaños, y eso las hacía aún más especiales.

Esa noche no fue diferente. Las anudé y me deshice de la falda; nadie iba a verme con la camisola y los calzones y la lana me obstaculizaba al bailar. Había dejado el corsé en casa, porque Arthur era el único que todavía me obligaba a llevarlo, a pesar de que solo podía utilizarlo fuera de la fábrica y exclusivamente con el fin de contentar sus expectativas. Pero él no estaba en el estudio, ni podía juzgarme. Me quedé quieta, de pie, alternando el peso de una punta a otra, hasta que recuperé de mi memoria la melodía adecuada para lo que quería expresar esa vez.

Tristeza, desesperación, alegría, cansancio. Resignación, decepción.

No había más música que la que yo misma me imponía, la que sonaba solo dentro y para mí.

Comencé a dejarme llevar, a ejecutar un paso tras otro y no pensar en cuál vendría después. Eso era lo que más me gustaba del ballet: cuando todo lo demás me parecía caótico, me proporcionaba la estabilidad que faltaba.

Mis pies sostenían el peso de mi cuerpo, pero no dolía, no sufría.

Con cada giro, recordaba las tardes junto a Julien, sus abrazos, sus susurros de consuelo. Cada movimiento de brazos era una de nuestras carcajadas de madrugada y los juegos infantiles de los que todavía disfrutábamos. Cada vez que mi cuerpo se tambaleaba, veía los lienzos de mi hermano, todos en los que salía yo y en los que no. Cada golpe en el suelo era cada injusticia que me había tocado vivir, cada decepción, cada palabra e insulto que trató de hacerme caer.

Cada salto era las veces que había intentado volar y el mundo me había cortado las alas.

Fuego bajo las nubes

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