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Nasha

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Londres amaneció envuelto en una espesa y asfixiante niebla que parecía colarse por las rendijas de las puertas y las ventanas y rodearme en mi sueño, apresándome contra el colchón. Ojalá hubiera sido capaz también de hacerme dormir. Llevaba apenas una hora tumbada en la cama, dando vueltas con las sábanas, sin conciliar el sueño y sin poder vaciar la mente. Tenía la mano alrededor del dinero que escondía en la almohada, pero no había peligro; mi madre roncaba en la cama de al lado.

No me gustaba verla dormir. Tumbada boca abajo, con el cuerpo subiendo y bajando acompasadamente, no parecía una madre tan terrible. Cuando estaba dormida me costaba ver a la mujer que era durante la noche en el club y por eso era tan difícil observarla descansar: me hacía sentir culpable por juzgarla el resto del tiempo.

Me incorporé de la cama cuando supe que no me dormiría. Aún rondaba por mi cabeza la reunión con el grupo, antes de entrar al trabajo. Era increíble pensar en la influencia que tuvo el mero hecho de que estuviera allí, rodeada de más mujeres que buscaban lo mismo que yo. Me seguía temblando el cuerpo, seguía sintiéndome diminuta a su lado, pero estaba diferente. Me notaba diferente.

—¿Qué narices se supone que haces despierta a estas horas?

La voz de Louise me sobresaltó cuando todavía no había pisado el último escalón. Estaba de pie, mirándome atónita y con un montón de papeles en una mano.

—Ya está todo el mundo despierto. —Me encogí de hombros, envolviéndome un poco más en la bata de lana que arrastraba escaleras abajo.

—Todo el mundo no trabaja durante la noche y llega de madrugada a casa. No me obligues a ir a donde una curandera de esas para que me dé algún brebaje que te haga dormir.

—No crees en esas cosas, Louise, eres enfermera.

Era enfermera. Ahora solo soy una persona muy enfadada porque no duermes.

Suspiré. Louise se preocupaba por todas porque nadie más lo hacía, pero conmigo era distinto. Me había criado y le costaba darse cuenta de que el tiempo no había pasado solo para ella, que los mismos años se habían sumado a mi espalda. Ya no era pequeña, no necesitaba ser un estorbo, recibir ayuda. Podía yo sola.

—Estoy físicamente agotada y, aun así, no consigo que se me cierren los malditos párpados —confesé—. Tienes razón, sé que, si no descanso, me pasará algo terrible, algo con lo que los adultos nos amenazáis todo el rato. ¿Era lo del monstruo de debajo de la cama o esa es otra historieta de terror?

Louise bufó, pero a mí no podía ocultarme esa sonrisa que atravesó su cara durante apenas un instante.

—Por lo que veo, hoy te has despertado graciosa —se burló, y me hizo un gesto para que la siguiera.

Se metió en su despacho y yo sabía lo que vendría a continuación, porque Louise tenía un mecanismo infalible para sonsacarme aquello que me preocupaba y no me dejaba dormir. Antes siempre trataba de escabullirme, pero había aprendido que era inútil; de una forma u otra, Louise lo descubriría y mis rodeos solo nos harían perder el tiempo.

Cuando entré me senté en la silla al otro lado del escritorio y no dije nada mientras ella servía un té. Todo crujía en el despacho de Louise, tan viejo como el resto de la casa. Aquella mañana, el viento se peleaba con las contraventanas, empujándolas y zarandeándolas con fuerza, haciendo que cada estallido de la madera contra el alféizar me sobresaltara. Louise se giró con la taza en la mano, vio mi cara de espanto, con la nariz arrugada y los labios fruncidos, y se le escapó una carcajada.

—¡Ya sé que no te gusta! Es para mí. —Se sentó, y la taza tintineó contra los anillos de sus dedos—. Ahora… ¿Me vas a contar lo que te preocupa o vamos a jugar a las adivinanzas?

—Y me llamas a mí «payaso de circo»… —bufé revolviéndome en la silla para ponerme más recta—. No me preocupa nada, simplemente tengo mucho en lo que pensar y dormida no puedo hacerlo.

—Eso es lo interesante, que dormida una se olvida de lo que le preocupa durante el día. Menos en tu caso, parece.

No estaba segura de querer hablarle a Louise de la reunión. Por supuesto, ella ya sabía que había ido; si no se lo hubiera contado yo, alguien se lo habría dicho. Para asegurar una buena convivencia en la pensión, conocía cada pequeño movimiento que dábamos y casi cada uno de nuestros pensamientos. Ella nos alojaba, nos ofrecía un techo, nos convertía en su familia; a cambio, tan solo pedía un alquiler bastante pobre y unas simples normas de comportamiento que debíamos cumplir.

Mi madre se saltaba todas y cada una de ellas; yo era demasiado consciente de que aún estaba en la casa por mí, porque Louise sabía que, si la echaba, mi conciencia me obligaría a seguirla y a vivir las dos en la calle. Era mi madre, estaba obligada. Estaba obligada, estaba obligada, estaba obligada.

—Ayer por la tarde fui a la reunión de la que te hablé, la del Soho.

—¿Te han hecho algo? —preguntó apoyando los brazos en el escritorio.

Estaba sentada a mi lado en lugar de en la silla frente a mí. Siempre decía que había dos Louise: la que se sentaba delante de mí era mi casera, la que tenía al lado era mi familia. Me gustaba cuando usaba esa palabra, ella la hacía sonar real.

Negué con la cabeza.

—¿Sabes lo del Primer Ministro? —En ese momento, fue ella la que negó—. Promete trabajar por el voto femenino si gana las elecciones.

Louise se mordió el labio, como cada vez que tenía que ser ella la encargada de darme una mala noticia y ahogar toda mi ilusión.

—Cariño…, los políticos mienten más que hablan. Así funcionan las campañas en las elecciones: se prometen cosas que luego jamás se llegan a cumplir.

—Lo sé. En la reunión hemos hablado de eso. Edith dice…

Me interrumpió con un gesto de la mano.

—Edith… ¿Edith Abadian?

—¿La conoces? Ella es la dueña del gimnasio, es la que dirige las reuniones y la que trabajará con nosotras en los entrenamientos. Parece tan inteligente… Lo sabe todo y sabe cómo actuar.

Bufó, casi burlándose de mí. Me deslicé un poco en la silla, incómoda. Odiaba cuando aún me trataba como una niña, como si fuera demasiado tonta.

—Claro que la conozco, entrena a las Amazonas. Pero, Nasha, cariño, ella no es como nosotras.

—¿Porque es blanca?

—Porque no es pobre. Ella no lucha por lo mismo que nosotras.

Qué graciosa. No creía que ninguna de las del grupo luchara por lo mismo en todos los aspectos, pero, aun así, allí estaban, buscando qué las unía para hacerse más fuerte con ello.

—¿Por qué se supone que luchas tú? Edith entrena a todas para que sean capaces de defenderse y las ayuda.

Me arrepentí casi antes de decirlo. A veces no podía controlarlo.

—Espero que no estés insinuando que yo no os ayudo.

—No, no era…

—No —me interrumpió—. Escúchame. Me levanto cada día y peleo porque esta casa siga siendo nuestra, para que siga siendo un hogar para todas, no solo para mí. Lucho cada instante para que tú, tu querida madre y el resto de mujeres tengáis un refugio, estéis a salvo. Lo que no hago es malgastar mis fuerzas y mi energía en pelear por un voto que no nos van a dar.

Me quedé en silencio, porque no había ninguna respuesta que estuviera a la altura de aquello. Como siempre, Louise tenía una opinión bien asentada en sus huesos y su cabeza, y no iba a dejar que nadie se la arrebatara.

—Quizá sí que siga adelante el proyecto de ley —musité, al cabo de un rato. No quería llevarle la contraria, porque Louise sabía mucho más que yo. Y porque yo, en realidad, no sabía nada. Pero no quería quedarme callada tampoco.

—Quizá. Aunque eso no me daría el voto a mí, que soy propietaria de esta casa, y no te lo va a dar a ti que, por lo que tengo entendido, no eres dueña ni de tu dinero.

—No metas a mi madre en esto —mascullé. Incluso con mi firme intención de no discutir, Louise me lo ponía difícil.

—No te estás quedando con lo importante: incluso si este proyecto se lleva adelante, les dará el voto a las mujeres ricas, con propiedades, adultas y blancas. No a nosotras. Nunca es a nosotras.

—¿Por qué?

—Por el mismo motivo por el que te alivia que tu enlazado esté muerto y este hilo, amarillo: porque sabes que, de haberte conocido, el hombre habría tramitado la rotura del hilo y la ley se la habría concedido. Los Tejedores le habrían dado la razón simplemente porque eres una mujer pobre y negra, como todas las de esta casa y como yo. Como muchas otras fuera de estas paredes. Es una injusticia, pero es así.

Una vez más, Louise había acertado. Cada fibra de mi ser era consciente de lo que me asfixiaba a todas horas. Aquella reunión entraba dentro de ese periodo en el que me olvidaba de que nuestros campos de batalla eran diferentes.

Me giré para ver el destello pajizo de un hilo que solo hablaba de muerte y un poco, también, de libertad. Porque Louise sabía que todas y cada una de sus palabras eran verdad, que los tribunales de los Tejedores ni se habrían molestado en revisar mi caso si mi enlazado hubiera pedido una anulación del hilo. Porque era negra y eso era una causa más que suficiente para que no quisiera casarse conmigo. Me había salvado que hubiese muerto antes de conocernos. De él ya solo quedaba el hilo que había perdido su color carmesí para volverse dorado y ya nada me diferenciaba de aquellas mujeres sin enlazar.

Por muy en lo cierto que estuviera Louise, yo quería luchar. Si el punto de partida era ese, correría más y más rápido para conseguirlo, pero lo haría.

—No tiene que ser así y no quiero que sea así. Si debo comenzar a trabajar ahora para recibir los frutos después, lo haré. No quiero quedarme de brazos cruzados. Además, allí no solo va gente rica —añadí. Recordé la sonrisa afable de Elisabeth y las llamas ardiendo en los ojos de Olivie. Ellas eran como yo—. Hay mujeres trabajadoras que se apoyan y se ayudan a pesar de todo ello.

Louise suspiró, tan agotada como me encontraba yo, y se levantó de la silla, con el té frío aún en la taza. Fue en ese momento, viendo sus ojos cansados y viendo mi propio cansancio reflejado en ellos, cuando fui consciente de todo lo que había dado por nosotras, la fortaleza que había mostrado para que cada sacudida no la hiciera tambalear, y la entendí a ella y me entendí un poco a mí misma. Entendía que no quisiera luchar ahora, cuando todavía no había ni rastro de una mejora para nosotras. Entendía, incluso, que no quisiera hacerlo nunca. Lo entendía, de corazón, pero yo no quería.

Conseguir el voto era algo mucho más grande que ella, que yo, que todas nosotras, y yo quería aportar mi granito de arena, aunque pasara desapercibido entre todos los demás, incluso si no parecía lógico para ella pelear por una recompensa que no iba a disfrutar.

Tuvo que pensar lo mismo, porque se resignó.

—Está bien, Nasha. Lo comprendo. Sé que quieres luchar y está bien que lo hagas ahora con esta causa, porque, desde luego, no van a comenzar dándonos el voto a nosotras sin dárselo a ellas antes. —Se acercó a la ventana y se apoyó contra la pared de madera, que volvió a crujir—. Pero no te olvides de que incluso las que consideras tus iguales trabajan en fábricas y tiendas, en oficinas y sombrererías, no en antros en los que tienen que ver a su madre prostituirse para vivir.

Sentí un pinchazo en el costado y el escozor de las lágrimas en los ojos. Louise mantuvo la mirada fija en mí al pronunciar aquellas palabras y quizá por ello salieron disparadas como proyectiles.

—Es difícil olvidarlo —musité.

Rodeó el escritorio para acercarse y apoyó una mano en mi hombro. Comprendía su preocupación, porque ella había vivido cómo las mujeres que había acogido a lo largo de su vida arrastraban una historia desoladora.

Pero siempre era yo la que tenía que entenderla a ella y pocas veces al revés.

—Solo deseo que llegues sana y salva a fin de año —bromeó—. Y no me gustaría que pensaras que te juzgo, porque solo intento que sepas qué es lo que te espera ahí fuera. Puedes pedirme ayuda siempre que lo necesites.

Asentí, tragando saliva.

—Lo haré.

Mi madre ya estaba despierta en el momento en que salí del despacho de Louise, con la cabeza aún más cargada de lo que la tenía antes de hablar con ella. Sus advertencias no dejaban de resonar dentro de mí, como si rebotaran en mi pecho y se escucharan más alto. Las dudas siempre sonaban más fuerte que las certezas y yo estaba repleta de las primeras.

La encontré, una vez más, rebuscando entre mis cosas.

—¿Qué se supone que estás haciendo?

Se asustó al escucharme hablar porque no había oído el ruido de las escaleras. Estaba o muy dormida, o muy borracha. O ambas cosas.

—Nada.

Me acerqué a ella y le quité lo que tenía en las manos: dinero, algún medicamento y parte de mi ropa. Sus uñas me rasgaron la piel cuando forcejeé para arrebatarle los últimos billetes.

—Louise tiene medicinas si necesitas, no te cobra por ellas.

Louise solo nos cobraba el alquiler y ni siquiera eso lo pagaba. Me costaba mirarla a los ojos sin estremecerme, sin tener ganas de llorar o salir corriendo. No era capaz de desenredar el nudo de sentimientos que me estrujaba el estómago cada vez que estaba cerca de ella.

La sensación de estar obligada a protegerla y la seguridad de que no podría aguantar así mucho más.

—No quiero pedirle nada a esa bruja.

—No la llames así. También hay ropa en el armario de abajo que es para casos de necesidad.

—Ropa vieja —se quejó.

—Como la mía —rebatí.

—Eres mi hija, ¿vas a dejarme sin dinero?

Apreté los puños alrededor de lo que acababa de quitarle. Estaba recién levantada y parecía un cachorro. Inocente, amorosa. Yo sabía que ambas cosas eran solo fachada momentánea.

—¡Pídemelo! Para de robarme y de contarle a Louise tus patrañas. ¿Qué haces con el dinero que ganas en el club, ese del que tanto presumes?

No respondió. Quizá, en otro momento, si hubiera estado más lúcida, habría inventado otra mentira y yo me la habría creído. Siempre me las creía, porque era un poco estúpida y porque a veces me intentaba convencer a mí misma de que eran verdad. Porque, quizá, justo aquella vez fuera verdad y me vencía el remordimiento.

Estúpida, estúpida, estúpida.

En ese instante, en cambio, me apartó para dirigirse a las escaleras y ni siquiera se molestó en discutir. Al poco rato, sentí el temblor que sacudía el suelo cada vez que se cerraba la puerta principal y supe que se había ido.

Tal vez fuera la conversación con Louise o el intento de robo de mi madre. O tal vez fueran las otras infinitas conversaciones e intentos de robo que había ido acumulando y acumulando. Al final, mi cuerpo ya no fue lo suficientemente grande para guardarlas todas.

Me vacié en lágrimas hasta que pude escuchar el eco del latir de mi corazón por dentro.

Fuego bajo las nubes

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