Читать книгу Fuego bajo las nubes - Aintzane Rodríguez - Страница 14
Olivie
ОглавлениеMe había acostumbrado demasiado joven al ambiente de la fábrica; al calor que irradiaban las máquinas, al espacio gris y asfixiante, a las heridas y las ampollas de las manos por montar engranajes. A la ropa pegada contra mi piel por culpa del sudor y al pelo apelmazado en mis sienes por la misma razón. A estar constantemente agotada y a sentir cada pedazo de mi cuerpo doler.
Me había acostumbrado también a la maraña de hilos que me rodeaba y a no molestarme porque yo no formara parte de ella.
Cuando salí de casa aquella mañana Julien todavía fingía dormir. Sabía que estaba despierto y que se había pasado la noche haciendo carboncillo en su cuaderno, porque no le había dado tiempo a cerrarlo antes de que yo me despertara y por las manchas negras de sus manos y en las sábanas. Salí de la habitación intentando no hacer demasiado ruido, no tanto por Juls como por mi padre, al que escuchaba roncar en la habitación contigua. Al menos, si estaba dormido, no estaba durmiendo.
El frío en la calle era húmedo y atravesaba toda la ropa hasta incrustarse en mi piel y en mis huesos, congelándome por dentro. Podía distinguir a los que se dirigían a las fábricas de Clerkenwell, como yo, por los zapatos grises llenos de ceniza y por los bajos de las faldas y los pantalones, negros de arrastrar la suciedad de los suelos de las fábricas.
Al llegar, todo llevaba ya un tiempo encendido, calentándose y preparándose para ser utilizado. Después de tantos años en el mismo puesto y rodeada de las mismas máquinas, me había convertido en una de ellas. Trabajaba como si mis manos fueran ajenas a mi cuerpo, como si siguiera las órdenes de una coordinación mucho mayor, que nos sincronizaba a todas las que estábamos allí para que funcionáramos como un único ser.
No quería estar allí y casi cualquier otro lugar parecía aceptable. Como la universidad con Julien, por ejemplo.
Al atardecer, cuando apenas quedaba media hora para finalizar la jornada, se escuchó alboroto en los pasillos. Primero pensé en Edith, porque así la habíamos conocido. Pero nos habría avisado y no sabíamos nada de aquel espectáculo. Uno de los encargados de seguridad se acercó a la puerta al ver a un joven que ni siquiera aparentaba tener dieciséis años tratando de entrar.
—Esto es una propiedad privada, niño. Largo.
Él, en lugar de marcharse, sacó de su maletín un paquete de periódicos que dejó en el suelo. Estaban arrugados y sucios, seguramente de haberlos guardado nada más salir de la imprenta. Lo más probable era que los hubiera robado de algún camión de reparto, por la urgencia con la que parecía moverse.
—Solo venía a dejar esto. ¡Tan solo un penique por saber quién ha ganado las elecciones! —gritó alzando uno de los ejemplares en alto—. ¿No quieren saber quiénes han ganado y cómo pretenden estropearlo todo?
—Márchate, niño.
Me sequé las manos sudadas en el delantal. El niño huyó con todos los ejemplares vendidos y las monedas tintineando en los bolsillos.
Ya se conocían los resultados de las elecciones y yo permanecía inmóvil en el lugar, como si mis talones se hubieran fundido con el suelo. No estaba segura de querer saberlos, de ver que, una vez más, habían ahogado todas nuestras esperanzas antes incluso de poder rozarlas con nuestras propias manos. Aun así, cuando mi compañera apareció a mi lado con uno de los ejemplares, no pude evitar acercarme a ella para leer la noticia.
Al verme espiando por encima de su hombro, se giró hacia mí.
—Por qué poco, ¿no?
Asentí. Yo solo podía fijarme en las enormes letras negras del titular, el resto de la noticia bailaba ante mis ojos.
Estaba sucediendo. El partido del Primer Ministro volvía a ganar las elecciones. Tendría que cumplir su palabra.
O se la haríamos cumplir nosotras.
Nunca los minutos se me hicieron tan lentos como aquel día. Todo mi cuerpo me pedía salir corriendo, primero a las oficinas para contárselo a Beth, luego a casa para hablar con Julien. Por muy reacia que hubiera sido a las primeras declaraciones sobre el posible proyecto de ley, no podía impedir que la emoción me recorriera, como si en lugar de sangre mis venas transportaran burbujas.
Llegué a casa con el abrigo mal abrochado y los guantes sobresaliendo de los bolsillos después de haberlo comentado todo con Beth. De todas formas, tendríamos mucho más tiempo cuando fuéramos a casa de Edith. Juls debía de haber salido ya de la universidad. Abrí la puerta con los dedos enrojecidos por el frío y jadeando a causa de lo mucho que había corrido desde la fábrica hasta nuestra calle.
—¡Juls! —grité, antes de abrir la puerta por completo.
La estufa estaba encendida en el comedor porque sentí cómo me escocía el cuerpo a medida que entraba en calor. Había esperado encontrarme a Julien en nuestra habitación, pintando o leyendo, o simplemente tumbado en la cama sin hacer nada. En su lugar, me topé con un comedor lleno de gente.
Julien estaba entre ellos, sentado en uno de los taburetes y con la mirada apurada, y yo sabía que se sentía culpable de la emboscada que me habían preparado. Porque al lado de Juls se encontraba Arthur, acompañado de Angelique, su mujer, y de nuestro padre, que no parecía enterarse de nada de lo que estaba ocurriendo. Como siempre.
—¿Te parece que estas son formas de entrar en casa, Olivie? —me preguntó Arthur.
Sonreí, divertida, porque, a pesar de que lo odiaba con todas mis fuerzas, me encantaba ponerlo nervioso con mis modales bruscos. A decir verdad, era una pena que le hubiera tocado una hermana como yo a un hombre como él, porque solo servía para que malgastara sus fuerzas sin recibir ni un solo resultado. Me quité el abrigo y lo dejé en el perchero de la entrada, sabiendo qué era exactamente lo que Arthur me reprocharía a continuación, como si solo pudiera decir lo mismo una y otra vez.
El corsé y el pelo.
—¿Has visto cómo llegas? Tienes todo el pelo fuera del moño y la cara sucia. ¿Es que no puedes adecentarte un poco antes de volver a casa?
Quejarse de mi pelo: hecho.
—¿Para qué? Vengo a casa, no a recibir a la reina. Y salgo de trabajar, deberías probarlo alguna vez —repliqué acercando uno de los taburetes a la mesa. Me moría de hambre.
—¿Qué crees que estás haciendo? —me detuvo, antes de que pudiera siquiera sentarme—. Ve a lavarte la cara y las manos ahora mismo. Y péinate. Espero que no se te ocurra salir sin el corsé.
Obligarme a ponerme el corsé: hecho.
Hice una reverencia burlona y sonreí. El resto no se movió mientras Arthur me daba órdenes, como si su influencia frenara las acciones de los demás.
—Como desee.
No me quedé para ver cómo se le hinchaba la vena del cuello o cómo apretaba la mandíbula hasta que le rechinaban los dientes. Entré en la habitación y lo primero que hice fue esconder el periódico que había conseguido al salir de la fábrica debajo de la almohada. Me limpié la suciedad de la cara y las manos y me quité la camisa del trabajo para anudarme el corsé.
—¿Necesitas ayuda?
Julien estaba apoyado en el marco de la puerta, con los ojos suplicándome perdón. Me giré y sonreí, mientras me peleaba con las cuerdas.
—Si te digo que no, que puedo yo sola, ¿sonaría creíble?
Rio.
—Nada de nada. —Se acercó y me ató el corsé, dejándolo algo más flojo de lo que nuestro hermano aprobaría. Le insté a que lo apretara más—. Siento mucho no haberte avisado de que Arthur venía a cenar y así pudieras escabullirte.
—No te preocupes —dije y contuve la respiración un poco para que pudiera terminar de apretar el corsé—. Llevo casi dos semanas escapando de sus garras, me tenía que tocar antes de que volviera a Manchester. Dios —añadí apoyando las manos en la cadera. Algunas partes de la prenda se me incrustaban en la piel, como si buscaran fusionarse con mis huesos—, esto está más prieto de lo que cualquier persona puede aguantar. ¿Es que allí sigue siendo costumbre matar a las mujeres por asfixia? Ya no estamos en el siglo pasado, la gente normal ya no usa esto.
Resoplé, comprobando que todo estuviera de acuerdo al control de Arthur. No quería más peleas, solo comer y que se fuera lo antes posible.
—Estás preciosa, como siempre —me animó Juls.
—Eres tú, que eres demasiado bueno para verme con malos ojos.
Lo era, era demasiado bueno. Demasiado inocente, demasiado moldeable. Le di un beso en la mejilla antes de volver a salir al comedor. Arthur y papá se giraron cuando escucharon la puerta de la habitación abrirse y no pude evitar fijarme en la sonrisa que atravesó fugazmente los labios de Arthur. No necesitaba su aprobación, pero me gustaba demostrarle que podía ser todo lo que él quería y que había decidido no serlo.
—¿Está todo bien? ¿Puedo sentarme a cenar o tengo que cumplir alguna tontería más?
—No digas eso —me reprochó mi padre—, tu hermano solo quiere lo mejor para ti.
Me quedé quieta, sin creerme que estuviera hablando, que dijera algo más que el nombre de mamá cuando estaba borracho. Me senté en el taburete que había traído antes y me serví la sopa que el resto ya tenía en sus platos.
—Con esto que me has obligado a ponerme no voy a poder tomar ni una cucharada sin que explote —me quejé, al notar cómo me costaba tragar.
—Eso es que no necesitas comer más —me cortó y después tomó su sopa—. Estábamos hablando de la universidad con Julien.
Por la cara que puso Juls, cualquiera hubiera jurado que prefería hablar de la temporada de pesca en Escocia que de la universidad.
—Todo genial, ya os he dicho —contestó fijando la mirada en la cuchara—. Todavía me tengo que acostumbrar un poco, pero… Todo perfecto.
No esperaba que yo me creyera esa actuación, ¿no? El problema de Julien era que no estaba entrenado para decir mentiras y medias verdades a Arthur. Había tenido la suerte —y la desgracia— de poder ser franco, porque no había nada que necesitara ocultarle a nuestro hermano. Yo, en cambio, me había pasado demasiados años de mi vida balanceándome peligrosamente sobre la cuerda, escondiendo algunas cosas e inventando otras para que demasiadas mentiras no me precipitaran contra el suelo como una ráfaga de viento.
—Me alegra escuchar eso. Angelique es testigo de que todo el mundo en Manchester ya sabe que tengo un futuro doctor en la familia, ¿verdad, cariño?
Angelique se atragantó, como cada vez que Arthur le daba la palabra, y forzó la mejor de sus sonrisas.
—Es cierto, Julien, tu hermano está muy orgulloso.
—Yo también lo estoy —añadió mi padre—. Un doctor y un abogado en la familia, qué suerte la mía.
Un doctor, un abogado y una hija. Aunque, claro, haber nacido mujer no tenía mérito alguno.
Julien tragó la última cucharada de sopa y me miró, sonriente.
—¿Qué tienes que contarnos tú, Oli?
«Nada que no desate una batalla campal», pensé.
—No mucho. En el trabajo va todo bien, como siempre. En la fábrica los días son todos iguales, y en el estudio de madame solo limpio.
Y bailaba, lloraba, gritaba y sangraba cuando en casa no podía hacerlo.
—¿Y qué tal vas con… con lo otro? —continuó Arthur dejando los cubiertos sobre la mesa y fijando toda su atención en mí.
Me tensé al escuchar aquella pregunta. «Lo Otro» no era más que el nombre en clave que Arthur le había puesto a la tarea de seducir a un hombre que me quisiera como esposa. Sin el hilo y ningún enlazado que tuviera que quererme, mis únicas opciones para no morir sola —algo que cada día se me antojaba más apetecible— eran las de conquistar a cualquier otro hombre sin lazo que me viera tan cautivadora que no le quedara más remedio que proponerme matrimonio.
El problema era que yo no era —ni pretendía serlo— nada cautivadora para los hombres.
Pero la ley era bien clara e injusta: si no estaba enlazada, debía pelearme por ser el plato de consolación de alguno de ellos.
—Eh… —musité, sin saber muy bien qué responder. Entonces decidí que me divertiría un poco—. No hay mucho que contar todavía. Apenas tengo tiempo con la fábrica y el estudio y, además, el invierno es una época muy mala para la seducción. A los hombres se os congela el cerebro y otras cosas de las que las señoritas no deberíamos hablar, y no reconoceríais a una mujer coqueteando ni aunque fuera en camisola… Solo en camisola —añadí, juguetona.
Estaba segura de que fue más difícil aguantar la risa al ver sus caras de lo que sería conquistar a un hombre. Arthur había ido palideciendo a medida que yo hablaba y, cuando terminé, Julien me miraba con los ojos muy abiertos y la alerta latente en su cuerpo y en su expresión.
—¡Eres una impertinente! —me reprochó Arthur—. Es una vergüenza que hables así en casa y mucho más fuera de estas cuatro paredes. ¿No has pensado en que tus modales pueden influir en la futura carrera de tu hermano? ¡O en mi carrera! No sé cómo papá no te ha atado en corto antes, pero esto no va a seguir así. ¿Me oyes, Olivie?
Se había levantado de la mesa con brusquedad, haciendo sonar la vajilla. A pesar de que yo lo había provocado, lo sabía, no tenía ningún derecho a tratarme así. Me comenzaron a temblar los brazos y después todo el cuerpo y no estaba convencida de si era por la ira que me corría por dentro o por el miedo a que Arthur se atreviera a algo más que gritarme. Sabía defenderme y no dudaría en hacerlo, aunque saldría perdiendo incluso si ganaba la pelea.
Y yo nunca ganaba.
También me picaban los ojos, pero no podía llorar. No ahí, no sin que entendieran que esas lágrimas no eran de miedo, sino de rabia.
Mi padre permanecía quieto y callado, como el muñeco de trapo que era, como si tuviera unas pocas frases programadas y tan solo fuera un juguete en manos de Arthur. En realidad, eso era justo lo que era: un juguete que Arthur usaba para justificar mi mal comportamiento y considerarse «el hombre de la casa».
—No te tomes tantas molestias conmigo, estoy defectuosa, siempre lo dices —respondí alzando la mano—. Por eso no estoy enlazada, porque Dios me ha castigado, porque hay algo malo en mí. Y he arrastrado a Julien conmigo.
En cuanto pronuncié aquellas palabras, sentí que me atacaban. Julien lo tuvo que ver, porque me miró a través de la mesa y negó con la cabeza.
«No me has arrastrado a nada», gesticuló.
Yo sabía que sí. No me importaba ser defectuosa, si por defectuosa el mundo entendía que no permitiría que me pisotearan; si defectuosa era querer pelear. Pero no dejaría que Julien creyera que era defectuoso y menos por mi culpa. Él no lo era.
—Lo siento —susurré levantándome de la silla. Atravesé el comedor con rapidez y cerré la puerta de la habitación nada más entré—. Lo siento mucho, Juls.
Aunque él no podía oírlo.