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Nasha

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Cuando salí de trabajar, sentí el aire alrededor de la casa contaminado, espeso y picante en la garganta, cortante en las mejillas. El sol se alzaba pálido y translúcido al fondo de la calle, oculto por la niebla y persiguiendo el reflejo de la luna que todavía titilaba sobre el cielo. Me apresuré a subir las escaleras hasta la entrada, con la única fuerza de la cama esperándome arriba y los párpados pesados que apenas me dejaban mantener los ojos abiertos.

Un grito detuvo el tintinear de mis llaves en la mano. Atravesó la puerta y me atravesó a mí, como si mi cuerpo estuviera hecho de la misma niebla que me había seguido escaleras arriba, y se clavó entre mis costillas.

Mis dedos vacilaron al meter las llaves en la cerradura y el chasquido metálico de la puerta no consiguió acallar el segundo alarido, esa vez más desesperado. Sin embargo, cuando entré, aún con el eco del grito retumbando en las paredes, la casa parecía tranquila, más incluso que cualquier otra madrugada. Esperé que Louise hubiera escuchado el golpe de la puerta al cerrarse a mi espalda y viniera a explicármelo; pero la que salió al comedor a recibirme fue Kimani, otra de las mujeres que vivía en la casa.

—Menos mal que estás aquí —me saludó, sin soltar la pila de toallas que cargaba en los brazos. Me hizo extenderlos para dejarlas caer sobre ellos—. Tengo que irme a trabajar y no puedo faltar, así que Louise va a necesitar tu ayuda.

Asomé la cabeza por encima del montón y la miré, mientras sus ojos se movían inquietos.

—Mi ayuda… ¿para qué?

—Lilian se ha puesto de parto.

De repente, sentí el recuerdo de un sol agradable colándose por debajo de las cortinas, bañando el despacho de Louise. Volvía a ser julio y, cuando salía de trabajar, las calles y los edificios se teñían de dorado en lugar del fantasmagórico color azulado de los rayos de sol en invierno. No quise escuchar la conversación en un primer momento, pero la puerta del despacho de Louise la filtró por las grietas. Li estaba embarazada y lloraba por ello. Porque un niño era caro de mantener, porque era mucho trabajo, porque en la pensión había poco espacio. Porque era fruto del dolor y la rabia y porque estaba asustada. No la culpaba, yo estaría aterrada.

Fue la primera vez que comprendí a mi madre, solo un poco: tal vez yo también habría despreciado a mi hija si no la hubiese querido en mi vida. Un escalofrío me recorrió la espalda. Ya no estaba tan segura de querer entenderla, porque significaba estar un paso más cerca de ser como ella.

Pero no estábamos en julio y febrero discurría con su quietud habitual, estirando sus pocos días hasta igualarse con el resto de los meses.

—Solo han pasado siete meses —murmuré sintiendo el miedo nacer en la yema de mis dedos.

—Ha habido complicaciones. Louise está con ella, en la habitación. Necesita ayuda.

Tragué saliva, aunque asentí. La casa seguía demasiado callada, a pesar de los gemidos que se escurrían desde el piso de arriba. No había rastro del bullicio que llenaba la cocina y el comedor cada mañana.

—¿Dónde está el resto?

—Trabajando, buscando trabajo, comprando… Es día de mercado. El destino ha sido cruel hoy. Tu madre…

No terminó la frase, mordiéndose el labio. No necesitaba que me dijera dónde estaba mi madre, yo misma la había sacado del club a rastras con la intención de cargar con ella hasta casa, pero se escabulló.

Otro aullido rompió la casa en dos.

—¡Kimani!

—¡Voy! —exclamé en su lugar mientras subía los primeros escalones hacia la habitación—. Nos vemos esta noche —me despedí, girando ligeramente la cabeza.

Cuando volviera, quizá fuéramos una más en la casa.

Quizá una menos.

Llegué hasta la habitación con más energía. Louise —supuse que había sido ella, por el orden metódico y casi escrupuloso que rodeaba el caos— había reorganizado las camas contra una de las paredes, juntándolas para ganar superficie. Li estaba recostada sobre las toallas y las sábanas que cubrían los colchones. Louise se giró al escucharme llegar.

—Ah, gracias a Dios. ¿Dónde está Kimani?

—Se ha ido a trabajar —respondí dejando las toallas donde Louise me señalaba—. ¿Cuánto tiempo lleva?

Louise estaba agotada y se podía ver en los movimientos rígidos y en el sudor que bañaba su frente, se deslizaba por sus sienes y mojaba sus mejillas. Tenía la mirada encendida y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía llegar más allá del muro que hizo crecer alrededor, como si, por unos instantes, me hubiera abierto la puerta para observar lo que pasaba dentro, lo que ocultaba en su cuerpo, en su casa. Aquella vez Louise no se escondía tras una pared y me dejaba ver cómo le temblaban las manos.

—Seis horas, casi siete.

Siete meses.

—¿Cómo va? —tartamudeé.

En realidad, quería preguntar mucho más. Por qué, por qué ahora, cómo era un parto, qué había que hacer. ¿Dolía?

¿Iba a sobrevivir?

—No falta nada —susurró, aunque sus palabras quedaron ahogadas por el gemido de Li.

Parecía una muñeca rota. Se apoyaba contra los cojines y la pared y tenía la cara descompuesta en una mueca de dolor que me desgarró por dentro. Sus ojos brillaban con una mezcla de emociones y sensaciones que no fui capaz de desenredar en aquel momento, pero que, más tarde, me recordarían a un puro mejunje de miedo, amor y dolor. Clavaba los dedos y las uñas en el colchón y, cada poco tiempo, se encogía con una contracción que parecía hacer retumbar la casa, las paredes y el techo tambaleándose sobre ella; sobre nosotras.

Louise era enfermera, pero yo no sabía nada de partos. Sabía que era pronto para que Li tuviera uno y que eso lo volvía peligroso, tanto para el bebé como para ella. Sabía que no era un proceso limpio —«Vamos, Nasha, ¿en qué momento pensaste que un niño saliendo del vientre de su madre lo sería?» —, que era doloroso —una vez más, no tenía que ser demasiado ingeniosa— y que no era agradable de contemplar. Bueno, no era agradable para mí, porque, a pesar del cansancio que agarrotaba el cuerpo de Louise, podía ver el amor y la ternura en sus movimientos. En cómo palpaba a Lilian y seguía el proceso, en cómo le daba la mano mientras con la otra la lavaba. En cómo controlaba que todo estuviera en su lugar, nerviosa de que faltara algo y eso complicara aún más una tarea ya de por sí titánica.

Yo no podía hacer nada más que estar allí, así que me senté en el borde de la cama y le tendí la mano a Li. Ella enseguida enroscó los dedos entre los míos y sentí su mano aferrándose a la mía desesperadamente. Casi parecía que pudiera hablar a través de la piel, que pidiera auxilio, que buscara un anclaje a la vida y un faro en el mar. Me incliné para coger una de las toallas, la más suave que encontré, y le sequé el sudor de la cara y las lágrimas que se mezclaban con este. Estiró los labios en una sonrisa.

—Gracias, Nasha —murmuró, antes de volver a retorcerse de dolor. Con cada contracción, apretaba un poco más los dedos alrededor de los míos, pero no me quejé.

Louise volvió a palpar entre las piernas de Li y su sonrisa se tensó un poco.

—Viene ya, Lilian.

Ella solo asintió, dejando caer un poco el tronco contra la pared. Yo había llegado al final de la carrera, justo cuando Li ya estaba demasiado cansada para preocuparse, cuando todo el miedo se había deshecho en lágrimas y sudor, en sangre. Estaba convencida de que Louise le había hablado de los peligros de aquel alumbramiento, porque Louise no era de las que se callaban esas cosas. Prefería que la gente supiera siempre a lo que se enfrentaba, decía que así también podrían enfrentarse a lo que llegara, a las consecuencias.

«Va a salir bien», quise decir, a pesar de que no lo sabía.

—Estoy aquí —dije, en su lugar, casi en un susurro.

—Tienes que empezar a empujar con las contracciones.

Apreté mi otra mano contra las nuestras, ya tan unidas que no era capaz de distinguir su piel oscura de la mía. Ella no tenía hilo y el mío brillaba amarillento entre nuestros dedos. La respiración se me aceleró, también el corazón, que golpeaba nervioso las costillas, como si amenazara con salir. Yo nunca había rezado porque nunca había pensado que sirviera. Jamás me había sentido acompañada por la presencia de Dios cuando más sola estaba, cuando vi el hilo escarlata decolorarse mientras la vida de la persona al otro lado desaparecía. Todos sabíamos que el hilo amarillo era sinónimo de muerte de una de las dos personas anudadas a él, y yo seguía respirando, pero me sentí perdida. Muerta. Asustada. Libre. Él no vino a arroparme y decidí que dejaría de buscar su cobijo.

Li, en cambio, creía. Creía que estaba ahí, que la cuidaba, que la guiaba. Que le perdonaba los errores y que la instaba a continuar a pesar de todo. Y si Li creía, esa mañana yo también. Recé por ella, por la criatura que venía en camino, por sus vidas, por el amor que inundaba el momento y el amor que lo inundaría después, cuando Lilian lo cogiera en brazos.

Vivo; recé para que naciera vivo.

Y aquella vez sentí que Dios me escuchaba.

Se escuchó el primer llanto alrededor de las ocho de la mañana, débil y quejumbroso, antes de que la niña estallara en lágrimas, al igual que la madre. Los dedos de Li se aflojaron entre los míos, alzando las manos en busca del bebé que lloraba. Lloraba porque respiraba, porque su corazón latía, porque había nacido viva. No tenía hilo y eso solo podía significar dos cosas: jamás llegaría a tenerlo, como su madre, o la persona al otro lado aún no había nacido.

Louise la cogía en brazos. Cortó el cordón con cuidado y limpió a la niña con una toalla húmeda, las cejas y los ojos, para que pudiera abrirlos.

Yo también lloré y se me encogió el corazón al pensar que era la primera vez en mucho tiempo que no lo hacía por rabia, tristeza y miedo.

Cada resquicio de mi cuerpo se llenó de alegría.

Lilian estaba dormida en la habitación y Louise y yo nos encontrábamos en el cuarto de baño del piso de abajo. Yo sujetaba a la niña en brazos, aún sin nombre, mientras ella la aseaba y me enseñaba cómo hacerlo, con sumo cuidado. Sentía que cargaba algo demasiado precioso, que la vida que brotaba de ella me invadía también a mí. Era tan delicada y al mismo tiempo me parecía tan fuerte. Había nacido sana y así lo había dicho Louise después de examinarla. Solo entonces Li se quedó dormida, agotada y, por fin, tranquila.

—Nunca antes había visto algo así —confesé, sin poder apartar la mirada de su diminuta cara. Tenía los ojos cerrados y el ceño arrugado; la nariz aplastada y un poco de pelo pegado a la cabeza, como dibujado. Aun así, era una de las cosas más bonitas que había visto jamás.

—Es un bebé, Nasha, claro que has visto más como ella.

Chasqueé la lengua.

—No bebés, Louise, partos.

Ella no se inmutó mientras terminaba de limpiarla, pero me miró. Cuando me fijé en sus ojos, las ventanas o puertas o lo que fuera que había abierto para mí durante el proceso, volvían a estar cerrados y ella volvía a estar aislada. Volvía a ser Louise y yo volvía a saber muy poco de ella.

—No me extraña. Cada vez menos mujeres los ven y cada vez menos mujeres saben lo que les espera en el suyo propio.

No estaba segura de por qué todo mi cuerpo me picaba de curiosidad. Quería saber más y más. Quería saber si había tenido miedo —aunque me diría que no y yo sabría que era mentira—, cómo lo había hecho, si no era peligroso, cómo distinguía cuándo iba a ocurrir, cómo cortar el cordón. Quería saber todo lo que le habían enseñado como enfermera.

—¿Cómo pasó? —pregunté, simplemente. Louise arqueó una ceja, sin responder—. Me refiero a cómo supiste que estaba a punto de dar a luz.

—Rompió aguas.

Fruncí el ceño y ella sacudió la cabeza.

—Da igual, Nasha —suspiró, restándole importancia. La niña hizo un gorgorito en mis brazos—. Son cosas que se aprenden.

No supe de dónde salió aquel impulso, pero no pude controlarlo.

—Enséñame.

Louise se quedó quieta y pensé que se reiría de mí. Durante unos instantes, creí que yo misma estallaría en carcajadas. Era una idea ridícula. ¿Verdad?

Ridícula.

—De acuerdo.

Bueno, a Louise no le pareció tan ridícula.

La seguí escaleras arriba, de vuelta a la habitación, y dejamos a la niña en una pequeña cuna que Louise tenía guardada en el almacén. No dije nada más hasta que volvimos a estar en el piso principal, paradas en medio del pasillo de la entrada. Louise me miraba como si esperara una respuesta por mi parte, pero yo le contesté con una pregunta:

—¿De acuerdo?

—Sí, de acuerdo. ¿Qué quieres que te responda? Si quieres que te enseñe lo que yo aprendí, me parece bien. —Se encogió de hombros y se deshizo del lazo con el que había estado sujetando sus tirabuzones. Con el pelo suelto parecía menos aterradora—. Además, podría ser un buen comienzo si quieres estudiar esto.

El mundo cesó de girar. ¿Estudiar? Yo no estaba hablando de estudiar, o de escuelas o de profesores. Estaba hablando de algo mucho más sencillo: ella y yo en su despacho mientras se dedicaba a saciar el agujero de mis dudas. La próxima vez que ocurriera algo como lo de aquella mañana, quería poder hacer algo más que simplemente estar.

Ella vio mi cara de preocupación, porque la sonrisa bailó burlona en sus labios.

—¿De qué tienes tanto miedo?

«¿Quieres escuchar la lista completa?».

—De nada. Pero no puedo estudiar, Louise. No tengo dinero, ni preparación…

Soy mujer. Y negra. Y pobre. Al final, casi todo se resumía en eso. Louise escuchó aquello a pesar de que yo no había llegado a pronunciarlo y su mueca se agravó.

—Ya veremos cómo solucionamos eso más adelante.

Y se acabó. Louise siempre tenía la última palabra. Desapareció en su despachó, y me quedé allí plantada, con una sensación extraña floreciendo en mi pecho, enroscándose entre los huesos de mis costillas.

Si así era cómo se sentía que confiaran en mí, no quería dejar de sentirlo nunca.

Fuego bajo las nubes

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