Читать книгу Fuego bajo las nubes - Aintzane Rodríguez - Страница 8
Julien
ОглавлениеEl pincel resbalaba por la tablilla de madera como si flotara en el aire. Justo igual que cuando dibujaba en mi cabeza, con la pintura surcando el cielo, manchando las nubes. La imagen se volvía real en el momento en que los colores marcaban el lienzo y la idea dejaba de estar solo en mi mente. Llevé los dedos al borde de la pintura y emborroné un poco el azul del fondo. Una vez más, era Oli la que se reflejaba en la madera —y en mi cabeza—. En esa ocasión, dormía con los pies en punta, sin poder evitar ser bailarina también por la noche.
Si manchaba mis manos de acuarelas, no pensaba en la entrevista. Cuando mojaba el pincel en agua, no veía la mirada del rector perforando cada centímetro de mi piel, ni notaba el calor asfixiante del despacho. Cuando mezclaba los colores en la paleta de cristal, no sentía la presión en mis sienes, en mi pecho, en mi vida.
Arthur entró en la habitación haciendo retumbar sus pisadas y el frasco que mantenía la puerta abierta rodó hasta sus pies.
—Ten cuidado con tus cosas —me advirtió apartando el envase de cristal con el zapato—. Solo quería asegurarme de que habías ido a la entrevista de la universidad.
—Tal y como te dije —resoplé y limpié el agua que fluía por el suelo con un trapo.
Arthur era tan alto que parecía ocupar toda la habitación, pero, aun así, no iba encorvado. Siempre se estiraba tanto que yo creía que, en cualquier momento, rozaría el techo con sus tirabuzones. No soportaba la idea de encogerse ante ninguna situación, como si eso lo hiciera menos válido, menos aterrador.
—No desconfío de ti, Julien, pero, cuando te centras en pintar, te olvidas de todo lo demás. —Suspiró. Sus ojos recorrieron la estancia desde mis lienzos apoyados contra la pared y el armario hasta la cama de Oli, deshecha y con sus puntas encima—. ¿Dónde está tu hermana?
—Nuestra hermana —le recordé—. Trabajando en la fábrica. Luego iré a buscarla, puedes venir si quieres.
Aunque yo ya conocía la respuesta.
Arthur chasqueó la lengua, como había aprendido a hacer desde que era abogado y un adulto hecho y derecho. No me gustaba estar en medio de sus disputas, aunque él no solía tener razón, y casi todas comenzaban con ese mismo sonido molesto.
De todas formas, eso no importaba; con razón o sin ella, Arthur siempre ganaba.
—No deberías distraerte con Olivie. Es tu hermana, es normal que le tengas aprecio, pero no puedes permitir que te meta en problemas.
—¿Aprecio? —«Nuestra hermana». Suspiré apartando los pinceles—. La quiero más que a nada en el mundo.
—Y ese es el problema. No eres objetivo.
—¡Claro que lo soy! Eres tú el que está cegado por el hilo. Ella no lo tiene, ¿y qué? Yo tampoco y a mí me has conseguido una plaza en la universidad.
«En algo que no quiero estudiar». Me callé.
Noté cómo Arthur apretaba la mandíbula, tanto que, si no fuera por el jolgorio de la calle, podría escuchar sus dientes rechinar.
—Es diferente y lo sabes, Julien.
Solo era diferente porque ellos habían decidido que lo fuera.
—No quiero seguir discutiendo contigo —terminó—. Pero deberías hacerme más caso.
Ni siquiera me preguntó si había conseguido la plaza en Medicina antes de marcharse. Me sentía frustrado porque no parecía importar cuánto se esforzara Oli o cuánto dejara de esforzarme yo. Ella era trabajadora y luchadora, se parecía a nuestro hermano mayor mucho más de lo que ambos querían reconocer. Aunque hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que no le merecía la pena desvivirse por una aprobación que nunca iba a recibir.
Recogí lo que había estado usando para pintar y apoyé el cuadro junto a los otros. Aunque la habitación estaba repleta de ellos, Oli no se había quejado nunca. Tenía que andar siempre con cuidado de no tropezar con los pinceles y los tubos de pintura, pero le gustaba verse en los lienzos. El último aún estaba húmedo y me senté en la cama a observar cómo las acuarelas cambiaban de color a medida que el sol blanquecino las secaba.
No quería quedarme en casa porque siempre que Arthur volvía a Londres dejaba el ambiente cargado y contaminado. Desde que había llegado de Manchester, la cuerda con la que nos ataba estaba más prieta. Oli era la única que parecía saber soltar sus nudos.
Guardé en la bolsa el cuaderno de bocetos y los lápices y salí de la habitación para encontrarme a mi padre en la misma posición que los últimos diez años: sentado en el sillón más gastado de la casa y con una montaña de periódicos que no leía a los pies. La estancia apestaba a alcohol y él estaba dormido con un vaso vacío en la mano. Su hilo, tan amarillo que casi parecía blanco, discurría por el suelo en remolinos y nos recordaba que, al igual que su vida, había perdido el color al morir mamá.
Le quité el vaso y lo coloqué en la mesa antes de salir de casa. A pesar del cielo encapotado, el sol calentaba las baldosas sucias del suelo y les daba algo de color a los tejados de tiza del barrio, que siempre parecían permanecer en la penumbra.
Me bajé del autobús a las orillas del Támesis y mis pies hicieron el camino restante a ciegas, como si llevaran las calles grabadas en la suela de los zapatos. Serpenteé entre los callejones, donde las casas de ladrillos se precipitaban hacia delante, con las farolas torcidas, como si estuvieran cansadas. A medida que me adentraba más, el ruido de la ciudad se iba difuminando hasta reducirse al murmullo de las pisadas, los carros y los coches en la lejanía.
Supe que había llegado cuando el olor de los acrílicos inundó la callejuela. Al girar, El Lienzo apareció ante mis ojos como el refugio que era: una pequeña plaza para los artistas. Estaba muy cerca de la Escuela de Artes y era lo más parecido a un aula de dibujo que yo pisaría jamás. Las casas colindantes tenían las fachadas llenas de dibujos; las paredes rugosas y los ladrillos rojizos se habían convertido en un lienzo más. Había algunos puestos esparcidos por la plaza, salpicados sin ningún orden en particular. Algunos los usaban para vender sus obras y otros, simplemente, estaban allí para dibujar.
Era imposible entrar y no salir con un pincel en la mano y las ganas de crear en la sangre.
Me adentré en la plaza con la misma emoción que la primera vez y las mismas cosquillas en las yemas de los dedos. A pesar del pequeño tamaño del lugar, había pasado incontables horas recorriendo cada puesto y observando a cada artista en silencio. Había aprendido mucho viendo los trazos y la técnica de los que se reunían allí, la gran mayoría alumnos o antiguos estudiantes de la Escuela. Siempre había alguien nuevo de quien aprender.
Pero yo había encontrado al profesor perfecto.
Mark estaba sentado en un taburete, con el cuaderno de bocetos apoyado en las piernas y el carboncillo ensuciándole los dedos. Retrataba a una de las jóvenes frente a él; ella estaba tan absorta en su propio trabajo que no había reparado en que era la musa de alguien más. Movía el carboncillo por la hoja con destreza, dejando surcos oscuros sobre esta.
—¿Ya estás dibujando a alguien que no soy yo?
Se giró al escucharme e hinchó las mejillas con una sonrisa.
—Llegas casi media hora tarde, pensé que te habrías buscado otro profesor —se burló cerrando el cuaderno.
«Qué va, es que Arthur me ha distraído. Como siempre, ya sabes», habría respondido. Pero resultaba que él no sabía.
Porque yo no dejaba que nadie supiera.
Había conocido a Mark en El Lienzo hacía casi un año y, si aún recordaba aquel día, era porque había pensado que él era todo lo que yo quería ser. Parecía gritar «arte» sin necesidad de hacer ruido: su mirada, fija en el boceto; la nariz arrugada y los ojos brillantes y expectantes. Ni siquiera se percató de mi presencia hasta un rato después, pero yo sí que me fijé en que tampoco estaba enlazado.
No le habría hablado si él no me hubiera saludado primero y me alegré de que fuera un poco más valiente que yo aquella tarde y todas las que la siguieron.
Habían pasado más de seis meses y todavía aprendía de él cada día.
—Veo que has estado practicando. —Señaló las manchas aguadas en el dorso de mi mano—. No entiendo cómo, con todas las técnicas nuevas que te enseño, insistes en usar las acuarelas. Herramientas del demonio.
Me reí y me senté en el suelo, sacando los materiales de la bolsa. Los de Mark eran mejores y más variados, pero eso no había sido nunca un obstáculo en nuestras pequeñas clases.
—Vuelvo a dudar de la calidad de la Escuela si no han sido capaces de enseñarte a usarlas.
—Es una escuela de arte, no de magia. No hacen milagros. Aunque quizá tú…
—Ya hemos hablado de esto antes. No puedo enseñarte. No sabría ni por dónde empezar.
Resopló, mitad en broma, mitad en serio.
—Venga, Julien… Si yo he podido enseñarte a ti, ¿cómo no vas a poder tú?
—Tú mismo lo has dicho: no sé hacer milagros. Y tu problema con las acuarelas es la paciencia y eso no es algo con lo que yo pueda ayudarte.
Eso era todo lo que sabía de Mark, mucho más de lo que él sabía de mí.
—Sería un justo pago por todos estos meses en los que te he transmitido mi enorme sabiduría —contraatacó, abriendo mucho los ojos y hundiendo los hoyuelos en sus mejillas con una media sonrisa.
Él sabía que aquella conversación no iba a ningún lado, así que decidí no responder y crucé las piernas para ponerme cómodo, con el cuaderno sobre el regazo y los lápices de colores a mi lado.
—¿Vamos a empezar?
Durante unos segundos, solo me miró y yo fingí que no me incomodaba que lo hiciera, clavando mis ojos en el papel rugoso ante mí. Después asintió y respiré un poco más tranquilo.
—Sabes que terminaré convenciéndote.
Eso también lo sabía.