Читать книгу Fuego bajo las nubes - Aintzane Rodríguez - Страница 22
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Elisabeth
Toulouse era una ciudad encerrada en un espejo.
A un lado del cristal estaba mi vida allí. Efímera, volátil. De corta duración, porque ya tenía los billetes del barco que me llevaría a Liverpool en apenas una semana. Tan solo una semana en la pensión, pero me sentía una persona nueva. El cambio empezó en el tren desde Sevilla, cuando me deshice del moño tirante y me recogí el pelo en una trenza. Casi sentí cómo mi mente se aflojaba también, cómo mis pensamientos discurrían más rápidos.
Al otro lado del espejo, en la vida real, estaba mi casa de Escocia.
Cada mañana me despertaba Will, llorando. Su llanto comenzaba casi escondido, sin querer llamar la atención, hasta que inundaba la habitación y se escurría escaleras abajo, también por la ventana, llenando la quietud de la ciudad con sus quejas. Toulouse aún dormitaba cuando el día se iniciaba para nosotros. Si me giraba para verme reflejada en la superficie brillante, mi imagen terminaba por difuminarse y el marco dorado y antiguo que rodeaba el cristal se convertía en una ventana a lo que ocurría en casa.
En mi vieja casa.
Allí, el silencio todavía dominaba todas las estancias, con la única excepción del leve crujido de la madera y el reloj arrastrando las horas. En la parte del servicio, en cambio, ya se habrían puesto con las tareas. Pronto subirían a abrir las cortinas y ahuecar los cojines y, mientras acunaba a William entre mis brazos tarareando una nana, sentí la tentación de quedarme a mirar. Nunca había estado presente en aquel ritual que despertaba a la casa porque nosotros seguíamos durmiendo.
Pero la imagen en el espejo también se difuminó y mi figura volvió a recortarse en la cara plateada, recordándome que no estaba allí, que los muros de piedra de la casa ya no me protegían, solo me encarcelaban. Que no estaba segura, a pesar de que echaba de menos lo que no me daba miedo.
Aun así, había sido incapaz de quedarme mucho más tiempo en tierras francesas. En Toulouse nadie me juzgó por el bebé que cargaba en brazos, aunque mi hilo rojo centelleaba con fuerza. Nadie me preguntó por el padre, por si era el mismo al otro lado del lazo. A nadie le importó o, al menos, no tanto como les importé yo. Yo como persona, como mujer, como madre; no como la hija del vizconde, como la mujer de Matthew Cleveland. Me trataron con cariño y en la pensión me cuidaron para que me recuperara del parto.
La pareja que vivía en la casa al final de la calle me saludaba todas las mañanas cuando salía a dar una vuelta. Se sentaban en el jardín y ella dibujaba en un cuaderno y él leía, ambos con los ojos brillantes de emoción. Al volver, siempre me regalaban el boceto, sucio y precioso, con la firma de ella, pero también la de él. Arielle y James. Siempre unas sonrisas amables incluso los días que amanecía gris. La mujer que se encargaba de la pensión cocinaba también para mí. Todos los días. Por las mañanas bajaba las escaleras y me encontraba un pain au chocolat y una taza de leche en la mesa, siempre acompañado de una nota de buenos días y un garabato hecho por alguno de los niños que se hospedaban allí con su familia. La mujer que vivía en la habitación contigua le tejió un gorro a Will y el hombre que recorría la ciudad con su carrito de flores a veces me regalaba unos tulipanes que iba agrupando en un vaso de cristal.
Me preguntaban qué tal estaba yo y después qué tal estaba el bebé. No les importaba solo él, también prestaban atención a la primera respuesta.
«Très bien», les respondía en francés. Mitad mentira y mitad verdad.
Me sentía culpable por todas las personas que me habían ofrecido su ayuda, que habían estado cuidando de Will mientras yo descansaba o las veces que tenía fuerzas suficientes para enfrentarme a él. Era un bebé de unas semanas, pequeño, como si hubiera nacido de un capullo de rosa. Pero no había sido así. Era fruto de algo mucho más oscuro que un jardín de flores y me aterraba ver esa negrura en sus ojos.
Seguía sin tener el hilo y no podía evitar que esa culpa también pesara sobre mis hombros. Lo estaban castigando. Dios lo castigaba por mi culpa, condenándolo a vivir sin nadie al otro lado. Por huir, por alejarlo de su padre, por no haber sido la esposa perfecta. No me habían castigado lo suficiente, así que mi hijo tendría que pagar por mí.
Pero era un hombre, y tal vez estaba mejor sin enlazar. Tendría muchas más opciones así.
Y menos probabilidades de ser como él.
Ahora solo lo veía en mis sueños. En los buenos, en los que me sacaba a bailar cuando la fiesta ya comenzaba a decaer y éramos los únicos girando en el salón. En los malos, en los que sus gritos sonaban tan alto que los pájaros emprendían el vuelo, saliendo de los huecos entre las piedras. En los nostálgicos, en los que me recorría el brazo con sus dedos, recostados en la cama, contando los lunares que bañaban mi piel pálida. En los terribles, cuando esos dedos ya no eran cariñosos y se clavaban en mi carne. Cuando me demostraba que tenía diez años más que yo y cien veces más fuerza; cuando mis forcejeos apenas lo agotaban y, en cambio, sus golpes me dejaban exhausta.
Lo veía en las pesadillas, en las que me buscaba y me encontraba y después… Después nada.
Le di la espalda al espejo, temblando, y tumbé a Will, mucho más tranquilo, en la cuna que me habían dejado. Me vestí, aprendiendo a hacerlo sola como si fuera una niña dando sus primeros pasos. Lo prefería así; si estaba huyendo, si me escondía, no iba a ser como antes. Nada de doncellas, nada de caprichos, de palabras aduladoras pero de mentira, de secretos gritados a voces, del miedo bañando la noche. Sería yo, Beth. Seríamos dos y no necesitaríamos a nadie más.
Había tenido tiempo rodeada del agradable verano francés para pensar en todo lo que había ocurrido. ¿Estaba cometiendo una locura? Mi matrimonio no era perfecto, pero había nacido William y quizá fuera diferente. Tal vez antes solo estaba enfadado porque no conseguíamos el embarazo. A pesar de que lo intentábamos. Dios sabía si lo intentábamos. Incluso cuando yo ya no podía más. Le estaba prohibiendo conocer a su hijo y no sabía si el sentimiento que me llenaba el estómago era pena o miedo. O una combinación de los dos.
¿Estaba cometiendo una locura?
Todo estaba demasiado mezclado. A veces sentía que sí, que todo aquello era una locura. ¿Quién tenía un matrimonio perfecto? Nadie. Había crecido escuchando todo tipo de consejos, de parte de la institutriz y también de mi madre. «El hombre tiene otro temperamento, querida», me dijo una vez, cuando apenas había cumplido los doce. «No siempre van a estar de buen humor y en muchas ocasiones estarán enfadados. Como una hoguera. Para eso estamos nosotras, para apagar el fuego».
¿Acaso había fallado en mi misión? ¿Había sido mi culpa? Tantos años esmerándome en ser una buena mujer, una buena esposa, una buena hija. ¿Para qué? Para nada. Para fracasar. De vez en cuando me ahogaba en esa sensación, en la culpa que se me enroscaba alrededor del cuello y apretaba, apretaba, apretaba. Hasta que lloraba y le pedía disculpas a Dios, a Matthew, a mis padres. A todas las personas a las que había decepcionado. A mí misma. Por no poder extinguir su fuego.
La realidad era diferente.
No había mujer capaz de apagar la hoguera de Matthew.
Y yo lo había intentado. Por eso las marcas de mi cuerpo eran sus quemaduras.
No quería ni una más.
No aguantaría ni una más.