Читать книгу Fuego bajo las nubes - Aintzane Rodríguez - Страница 11
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Elisabeth
Nunca antes había estado tan exhausta. Sentía todo el cuerpo agarrotado, los músculos enredados y el sudor pegándome el camisón a todas las arrugas de mi cuerpo. No podía incorporarme de la cama sin que el dolor que sentía en el abdomen me desgarrara por dentro. Tenía muchas ganas de llorar, pero estaba feliz. Dios, estaba tremendamente feliz.
La puerta de la habitación se abrió con lentitud, alargando mi agonía un poco más. Contuve el aire cuando vi el bulto que la enfermera portaba en brazos.
Era él.
Era mi hijo.
Otra enfermera me ayudó a estirarme para cogerlo. No me di cuenta de que estaba llorando hasta que sentí el sabor salado de las lágrimas en los labios, agrietados y secos. Era tan perfecto; mi hijo, mi tesoro. Le pasé la mano por la frente con delicadeza, luchando contra el pesar de los párpados y el cansancio del cuerpo. Tenía los ojos cerrados y los labios fruncidos.
—¿Ya tiene nombre?
Miré a la mujer que lo había preguntado, casi había olvidado que otros dos pares de ojos observaban lo que a mí me parecía la escena más íntima. Solo estábamos él, el miedo y yo.
¿Qué iba a pasarnos ahora que el niño ya estaba fuera?
—William —respondí. William, sonaba como el príncipe con el que había soñado casarme de pequeña y que luego resultó ser monstruo.
—¿Quiere que avisemos a su familia? El telegrama saldría esta misma tarde.
Aquella pregunta ralentizó el tiempo. Durante los casi siete meses en España, mi hogar en Escocia había sido un tema constante a debatir conmigo misma. Soñaba con la gran casa del campo, con las praderas verdes y la llovizna que dejaba el paisaje brillante. Soñaba con mis padres, con mi hermano, con las doncellas, con las risas, las visitas, las cenas.
También soñaba con los gritos, con el miedo, con la angustia.
Quería volver a casa y refugiarme en sus brazos y en sus caricias como si él fuera el último lugar a salvo del mundo. Me gustaba cuando jugaba con mi pelo, cuando me besaba y me sonreía; me decía que yo era especial y que me quería. Todavía era capaz de recordar con exactitud las escapadas al campo, nosotros dos solos, los paseos a caballo y las tardes en el salón del té, leyendo y riendo, hablando de muchas cosas y, al mismo tiempo, no diciendo nada.
Pero había mucho más, eso que solo yo veía y sufría, que nadie más apreciaba y a nadie más le dolía. Y ya no estaba sola, tenía que cuidar también de Will, pensar en los dos.
—No hará falta, gracias. Les escribiré yo misma.
Estábamos él y yo contra el mundo.
Al despertarme ya estaban las maletas cerradas a los pies de la cama. Las doncellas se habían encargado de guardar todas mis pertenencias la noche anterior, cuando avisé de que me marcharía temprano por la mañana. Si esperaba un poco más, me arrepentiría.
Si esperaba un poco más, el miedo volvería a ser más fuerte que yo.
Me incorporé con torpeza, sintiendo la rugosidad de la madera bajo mis pies. Me había acostumbrado a aquella habitación rural de la clínica, con las paredes de un amarillo discreto y los muebles toscos y antiguos. Apenas entraba luz por las grietas de la contraventana, iluminando pequeños espacios de la habitación y guiándome hasta la cuna en la que William todavía dormitaba.
Era tan pequeño, tan delicado. Aún me asombraba que de tanto dolor pudiera nacer algo tan bonito como lo era él y, al mismo tiempo, no podía evitar ver en sus rasgos lo que tanto me aterraba.
No tenía el hilo, como muchos otros niños. Tendríamos que esperar a que naciera la otra persona. Si es que había alguna otra persona para él. No sabía cuál de las dos opciones me asustaba más.
Encendí el farol, haciendo que la estancia se tiñera de escarlata. Escuché primero su gemido y después su llanto y me incliné sobre la cuna para calmarlo. Pronto vendría la doncella a vestirme y la niñera a encargarse de Will. Inspiré y cerré los ojos, como si eso fuera a cambiar algo. Podía cerrar los párpados y, aun así, acabaría en la estación de tren de Sevilla, con un billete rumbo a Toulouse en la mano y el nudo que me comprimía el cuerpo en el pecho. Podía respirar y eso no me haría sentir menos traidora.
España me había acogido como la hija del vizconde de Ballater y me dejaba marchar como una vulgar fugitiva.
Esperaba llegar a perdonarme alguna vez.