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Nasha

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Febrero llegó frío y pausado. Las noches eran más largas y extendían su espesura negra durante tanto tiempo que apenas había claridad a lo largo del día. Había vuelto a afianzarme en mi rutina, durmiendo por las mañanas y trabajando por las noches. Discutiendo con Louise, con mi madre, conmigo misma.

Esas eran las peores disputas, porque nunca era yo la que ganaba.

Trataba de no pensar en que a veces seguía faltando dinero en mis ahorros y se lo ocultaba a Louise, esquivando sus preguntas. Le pagué el alquiler de aquel mes y le prometí que haría lo propio con el de mi madre, pero que, por favor, no la echara de casa. No importaba que cada madrugada llegara más enfadada, más nerviosa, más cansada. Más Meg y menos mi madre.

Seguía siendo mi familia.

Me lo tenía que repetir cada mañana para creérmelo.

Louise me enseñó el periódico cuando se anunció al ganador de las elecciones.

—Bueno, que sea lo que Dios quiera —había dicho, y yo supe que esa era su forma de decirme que me apoyaría.

Tal y como habíamos decidido, al día siguiente de que se conocieran los resultados nos juntamos en el gimnasio de los Abadian para comentarlos. En los últimos días, había descubierto —gracias a Louise, por supuesto— que Edith trabajaba en el periódico de la Unión Social y Política de Mujeres, además de instruir a su líder y a sus protectoras, las mujeres a las que Oli se había referido como «las Amazonas». Así que ella iba a saber qué hacer, tenía que saber qué hacer.

Esperaba encontrarme con un plan de ataque y una estrategia de respuesta. Necesitaba que me marcaran el camino, porque yo ni siquiera sabía qué estaba haciendo. Ni si estaba haciéndolo bien.

Fui la última en llegar al gimnasio aquella tarde y, cuando entré, se me descongelaron las virutas de hielo de las manos y las pestañas.

—Ahora que ya estamos todas, vamos a empezar —dijo Edith nada más verme entrar.

Me acerqué al semicírculo en el que se habían sentado, justo al lado de Beth, que parecía tener guardada una sonrisa cariñosa para todas nosotras.

—Si estáis aquí es que ya sabéis que ayer mismo salieron los resultados de las elecciones.

Asentimos. Aproveché aquella pausa para mirarlas; estábamos las mismas que en las últimas reuniones. Alrededor de ellas parecía vibrar una energía idéntica, como una llama azul y ondeante, que había visto el primer día en Oli y que también rodeaba a las demás. Me pregunté si yo terminaría sintiendo esa determinación, si dejaría de sentirme un poco dentro, pero siempre con un pie fuera.

Ella no es como nosotras.

Todavía podía cazar algunas de sus miradas y ceños fruncidos y el recelo con el que se acercaban a mí. Ninguna parecía dispuesta a rebatir a Edith, y mucho menos discutirle mi presencia en las reuniones, así que, poco a poco, había ido deshaciéndose aquella tensión que llenaba el gimnasio hasta el techo.

A pesar de la atmósfera de revolución que se respiraba, yo seguía notando las palabras de Louise ancladas en la cabeza y el miedo a que tuviera razón echando raíces. Tal vez me estaba metiendo en la pelea equivocada y, aun así, no podía ni quería evitarlo.

—Todas estamos al corriente de que el Primer Ministro prometió el proyecto de ley para el voto femenino —continuó Edith, con una expresión grave—, aunque todavía tenemos nuestras dudas de que vaya a cumplirlo.

Edith usaba un plural que parecía incluirla a ella y a otra gente, gente que no éramos la que la rodeábamos en esos instantes.

—Pero ya sabéis lo que vamos a hacer, ¿me equivoco? —la interrumpió Olivie.

Lo dijo con cierto retintín, estirando ligeramente la «s» en «sabéis». Ella también sabía que las decisiones eran de ellas, como el ente que parecía dirigirlo todo, sin que nosotras pudiéramos hacer nada más que no oponer resistencia.

No me disgustaba del todo dejar que me manejaran, sobre todo porque no tenía ni idea de nada. Era más fácil ir hacia delante cuando alguien me marcaba por dónde pisar.

—Hemos estado hablando esta mañana y hemos llegado a una conclusión que quizá no os guste demasiado —terminó manteniendo la vista clavada al frente, pero sin poder evitar mirar por el rabillo del ojo la reacción de Oli, como hicimos todas.

Olivie chasqueó la lengua, haciendo que Beth la regañara.

—No tenemos miedo. Queremos luchar.

—Bueno, tal vez por eso la decisión no será de tu agrado. Desde la Unión Social y Política de Mujeres, hemos decidido que, mientras se esté llevando a cabo este proyecto, cesaremos en los ataques.

El gimnasio —la ciudad, el país, el mundo— se detuvo tras esas palabras. Era lo último que esperaba oír en aquella reunión, especialmente después descubrir la forma de trabajar del grupo de Emmeline Pankhurst. No se habían hecho conocidas por su carácter sosegado, sino por los ataques al Parlamento, las protestas, las piedras contra los cristales de las tiendas, los buzones ardiendo, los gritos hasta desgarrarse la garganta.

—Esas no somos nosotras, Edith —añadió otra de las mujeres de la reunión. No recordaba su nombre, pero tenía en los ojos la misma determinación que bailaba en los de Olivie—. Para no hacer nada ya hay otros grupos de mujeres; nosotras no nos quedamos quietas esperando a que ocurran cosas.

—Nosotras las hacemos ocurrir —completó Oli.

Edith suspiró.

—No he dicho que no vayamos a hacer nada, pero no va a ser violento. Repartiremos propaganda, daremos charlas para que la gente conozca nuestra causa, apoyaremos al Parlamento.

El murmullo en la sala se incrementó. Allí sentada, me sentía fuera de lugar y, por primera vez en mucho tiempo, no tenía nada que ver con mi piel. Se suponía que peleábamos para que nos escucharan y, en ese momento, parecía que iban a hacerlo. ¿Por qué teníamos que quedarnos sin voz cuando nuestros gritos ya habían surtido efecto?

—¿En qué piensas, Nasha?

Beth me miraba, Edith me miraba, Olivie me miraba. Todas me miraban. Sentí el calor subir a mi cabeza y las palabras atragantadas en la garganta, en las costillas, en el estómago. Si me veían a mí, también veían mi hilo amarillo, también veían la muerte que lo rodeaba. Que me rodeaba. La sangre parecía correr más rápido por mi cuerpo.

—No lo sé —respondí, intentando que no me temblara la voz.

—Parecías pensativa —añadió Beth—, ¿no tienes ninguna opinión? Aquí puedes hablar tranquila, todas hemos sido nuevas alguna vez y todas hemos estado perdidas.

Bueno, había dado en el clavo: yo estaba perdida. Había ido esperando encontrar un grupo de defensa, un grupo de apoyo, y me había encontrado a un pequeño ejército de mujeres fuertes y poderosas. Yo no era ni lo uno ni lo otro, aunque quería llegar a serlo. Tampoco era una luchadora nata, me faltaba la valentía que parecía llenarlas a ellas; pero me habían puesto una causa delante y no había dudado en aceptarla.

—Creo que… —Carraspeé, incómoda, y me revolví un poco en la silla—. No lo sé, de verdad.

Edith asintió y Beth me acarició el muslo, aunque fue apenas perceptible sobre tantas capas de ropa.

—Bueno, si se os ocurre alguna estrategia mejor para afrontar esta situación, soy toda oídos.

Jamás se me ocurriría algo mejor. Y, si se me ocurriera, nunca me atrevería a sugerirlo.

Edith hizo un gesto con la mano y la fuerza que parecía mantenernos a todas sentadas y erguidas se aflojó y algunas se levantaron para marcharse. Yo parecía anclada al lugar. La reunión no había sido lo que había esperado, pero así Louise estaría tranquila por fin; la lucha no iba a ser lo que ninguna de las dos esperábamos. Tenía ganas de ver qué cara pondría al enterarse de que el grupo más insaciable de las sufragistas había enseñado la bandera blanca.

Me levanté cuando la sala se quedó casi vacía. Edith arrastraba las sillas a un rincón, charlando con el hombre que tenía atado al otro lado del hilo. Qué bonito —y qué difícil— era conseguir que la persona destinada a ser tu pareja lo fuera de corazón también.

—Siento si te he puesto en un apuro al preguntarte antes, Nasha. —Elisabeth apareció detrás de mí, apoyando una mano sobre mi hombro.

Aparté la vista del brillo intenso y cobrizo del hilo de Edith y su marido.

—No te preocupes —respondí, quitándole importancia.

—Solo pensé que, quizá, quisieras dar tu opinión. A veces necesitamos que alguien nos la pida para creer que es importante.

Y, a veces, ni siquiera con eso bastaba.

Me puse todo lo recta que pude y, cuando quise forzar la sonrisa, me di cuenta de que ya lo había hecho. La respuesta más rápida de mi cuerpo al encontrarse con otra persona había sido dibujar una sonrisa muerta, una máscara en mis facciones. Llevaba tanto tiempo empujándome a sonreír que ya no tenía que esforzarme en fingirlo.

—Bueno, estáis mucho más implicadas que yo en la causa del grupo de Edith —admití, al ver que Beth esperaba que yo respondiera—. No sabía qué hacíais exactamente, así que esperaba algo diferente. No me malinterpretes, me gusta esto. Desde que supe lo del voto, también supe que iba a luchar, incluso siendo consciente de que nada de lo bueno me salpicaría y que todo lo malo me ensuciaría el doble. Pero no entiendo el enfado. ¿Qué hay de malo en luchar así, sin violencia?

Beth no tuvo tiempo de responder antes de que Olivie apareciera, dando grandes zancadas, murmurando y maldiciendo por lo bajo, aunque no lo suficiente como para que no lo escucháramos.

—Que apoyemos al Parlamento, dice —se quejó al llegar a nuestro lado—. Al Parlamento, que nos ha mareado durante tantos años y que, con esto, hará lo mismo. Le diré lo que puede hacer con el Parlamento y los que están dentro, porque…

—No lo digas, Oli —la calmó Beth agarrándola de la mano, como si tuviera que detenerla físicamente.

Fue una respuesta casi automática: toda la rabia que desbordaba a Oli se disipó en el aire, fundiéndose con la bruma de Londres. Su cuerpo parecía mucho más pequeño y delgado cuando dejó de ser el hogar del enfado y la ira.

—A esto me refiero —interrumpí, aunque casi al instante me arrepentí de haberlo hecho. De todas formas, continué—: ¿Por qué es tan malo que tengamos que ofrecer una tregua para recibir la recompensa?

Olivie me miró como si no se hubiera percatado de mi presencia hasta ese instante. Bocetó una sonrisa débil y suspiró.

—Ya hay grupos que hacen eso todo el rato. El repartir panfletos, dar charlas, pegar carteles, responder con amabilidad. No las han escuchado. No nos han escuchado —rectificó Oli—. Usarán este alto el fuego para reírse de nosotras unos meses y después negarnos el voto. Ya lo han hecho antes. Si van a divertirse a nuestra costa, no quiero ponérselo fácil.

—Oli nunca se lo pone fácil a nadie —bromeó Beth, arrancándole una carcajada.

—Qué puedo decir —respondió ella, que se encogió de hombros—, soy un poco peleona. Y no quiero estar siempre luchando por otras.

Era como si Olivie viera el mundo a través de los ojos de Louise. Al igual que mi casera, ella solo luchaba por las causas que no la excluían. A pesar de no estar de acuerdo con ello, no podía ni imaginar la cantidad de golpes que había tenido que recibir para, en ese momento, haberse dado cuenta de que ella no sería más el soldado de causas injustas.

Quizá era una advertencia para mí.

Quizá sus palabras también eran para mí.

No pelees en causas perdidas.

No estaba segura de querer escucharlas.

Fuego bajo las nubes

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