Читать книгу Fuego bajo las nubes - Aintzane Rodríguez - Страница 6

Elisabeth

Оглавление

En mis sueños no había niños.

No había llantos de bebés, ni lamentos nocturnos, ni noches en vela. No tenía que levantarme cada día de madrugada para acercarme a la cuna, con miedo; con miedo a que el niño ya no estuviera allí, con miedo a que el niño hubiera crecido y sus manos salieran de entre los barrotes y me estrangularan.

Con miedo a que fuera como él.

En mis sueños tampoco existía su risa, ese delicado gorgorito que hacía vibrar su diminuto cuerpo. No me sonreía cuando le daba de comer, haciendo surcar la cuchara por el aire como un barco pirata. No balbuceaba «mamá», ni me rodeaba el cuerpo con sus pequeñas manos, queriendo curar heridas que él tampoco veía.

En mis sueños no estaba Will, pero siempre era su llanto el que me despertaba por las mañanas.

Me incorporé de la cama con los ojos todavía entrecerrados, acostumbrándome a la poca luz que entraba bajo la puerta y por las grietas de la contraventana. Si estiraba los brazos, podía tocar la cuna sin moverme.

—Buenos días, mi pequeño —lo saludé y me levanté para cogerlo. Él apoyó la mejilla en mi hombro, dejando la marca de sus lágrimas en mi piel—. Ya estoy aquí. Vamos a desayunar, ¿de acuerdo?

Recorrí el pasillo, estrecho y asfixiante, hasta la cocina. Con Will en brazos, entorné la puerta de una patada y la oscuridad que envolvía la casa se atenuó. Esa era la única estancia sin cortinas, pero no había sol que nos diera los buenos días; solo el añil más invernal y la mañana que comenzaba a despuntar en el horizonte. Era demasiado temprano, como siempre, y había aprendido a medir el tiempo a su lado con cuentagotas. No iba a desperdiciar ni un segundo más de lo necesario.

No ahora que febrero se acercaba marcado en rojo.

Había pasado ya un año.

Senté a Will sobre las tejas rojas del suelo de la cocina y me acerqué al hornillo. Mientras lo encendía, las manos infantiles de él jugaron con mi camisón, con los hilos sueltos del final. Cuando abrí la puerta del patio, me encontré la pequeña lechera de latón que la vecina me llenaba cada mañana y deposité los cuatro peniques en el alféizar de su ventana. Volví a atravesar el patio a grandes zancadas, abrazándome por los codos para resguardarme, de manera un poco pobre, del frío.

Eché la leche en un cazo y esperé a que hirviera. Era afortunada por tener vecinas tan amables. Me tendieron la mano cuando llegué seis meses atrás, con un niño de apenas unas semanas y sin poder amamantarlo. Estaba muy asustada.

A veces seguía estándolo.

Ellas cuidaron de Will como si fuera hijo de todas las casas que rodeaban el patio. Me ayudaron con la búsqueda de trabajo y la señora O’Shea se quedaba con él si yo estaba en las oficinas de la fábrica o tenía que hacer algún recado.

Vi la espuma subir y revolví bien antes de apartar la leche del fuego y ponerla en el biberón. Había algo reconfortante en la rutina. Si la seguía a diario, si convertía las tareas en algo mecánico, me olvidaba de que mi vida no había sido siempre así. Podía enfrentarme a la nostalgia y al miedo.

Después de que se tomara el biberón, me puse la ropa del trabajo y lo vestí. Will lloraba cada vez que lo hacía y no paraba hasta que me despedía de él a las puertas de la casa de la señora O’Shea. Ese día no tuve fuerzas para pelear y dejé que llorara y llorara y llorara sin darme cuenta de que las lágrimas también eran mías.

Si había algo más gris que el cielo de la ciudad, eso era la fábrica de radios. El humo que salía de las chimeneas se mezclaba con las nubes y le daba al edificio un aspecto lúgubre. Percibí el olor a cenizas y a quemado antes incluso de llegar y en el momento en que pisé los escalones de la entrada, la camisa ya se me pegaba al busto a causa del calor que desprendían las máquinas.

El pasillo de trabajadoras estaba lleno de mujeres con el mismo atuendo que yo, pero sin el corpiño negro que me caracterizaba como empleada de las oficinas. Al ver sus rostros cansados, con el cabello apelmazado en las mejillas por culpa del sudor, las ampollas en los dedos y los ojos suplicantes, agradecía no estar en su lugar. A mí nunca me habían preparado para eso. Aunque, en realidad, no creía que ninguna estuviera preparada.

Escudriñé el final del pasillo intentando reconocer una única cabeza, pero la estancia estaba repleta de personas y de un parloteo incesante.

Alguien me tapó los ojos con las manos y supe que era ella al sentir sus dedos, delgados y fríos, en la frente.

—Más te vale ser Olivie, porque si no, te advierto que sé defenderme.

Escuché su risa ahogada y me deshice del agarre, girándome para mirarla.

Olivie tenía los ojos tan grises como el cielo y el humo y, en ese instante, miraban directamente a los míos, buscando lo mismo que cada mañana: los surcos rojizos de llorar y el rastro violáceo de la falta de sueño en el párpado inferior.

Como cada mañana también, lo encontraba.

Antes de que pudiera decir nada, la interrumpí:

—¿Sabes que existen los peines?

Ella me sacó la lengua, tratando de arreglar su pelo en un moño. No llevaba corpiño porque ella trabajaba en el montaje de las radios.

—Es la nueva moda aquí —se burló—. Cuanto más despeinadas, mejor. Menos se fijarán en nosotras.

Rio, al contrario que yo. Oli siempre decía demasiadas verdades entre sus bromas.

Y, cuanto menos se fijaran en nosotras, más a salvo estaríamos.

—¿No quieres hablar?

—No. ¿De qué?

—De esto. —Señaló las ojeras y después atrapó un mechón suelto para encajarlo detrás de mi oreja. El rubio parecía mucho más oscuro entre tanto gris—. De lo que quieras.

Negué con la cabeza, bocetando una sonrisa triste.

—Solo estoy cansada.

Siempre estaba cansada. No dormía demasiado, pero no importaba cuánto, porque todas las mañanas tenía que arrastrarme fuera de la cama como si, en lugar de descansar en ella, librara una batalla contra el sueño. En el fondo, era un poco así: una pelea constante entre la Elisabeth del pasado y la que era ahora. La versión oficial de mi nulo descanso era que Will todavía lloraba mucho durante la noche. La versión real era… Bueno, era solo mía.

No pude evitar mirar el hilo rojo que salía de la mano derecha, casi como una extensión de mi piel y no como un recordatorio de que el tiempo se agotaba; de que, en cualquier momento, eso que había construido durante meses iba a ser poco más que un recuerdo.

—Me gustaría poder descansar también por ti —contestó.

Olivie desvió mi mirada hasta su sonrisa. Era increíble cómo conseguía sufrir por dentro y relucir por fuera. Ojalá yo hubiera tenido la mitad de su fuerza.

—Mañana por la noche no trabajo en el estudio. ¿Necesitas ayuda con Will? Así podrías dormir algo, no te vendría mal.

Sonreí. Oli era siempre la primera en ver mis ojeras y ofrecerse a cargarlas.

—No te preocupes, estos días Will está durmiendo como un angelito.

No podía decirle que no era Will, que eran sus ojos, los mismos que los de su padre, los que me provocaban pesadillas. No podía saber que todavía tenía vivo el recuerdo, que me escocía la piel cada vez que recordaba las caricias y olvidaba el resto. Que, a veces, todavía lo llamaba «amor» por el cosquilleo que me recorría el cuerpo cuando pensaba en los buenos momentos.

Olivie sonrió y ojalá hubiera podido retener aquel instante, justo antes de que me diera un beso en la frente y se alejara.

—Da igual lo que me digas, Beth. Las penas pesan menos si se comparten. Mañana estaré allí.

Ella siempre estaba allí para mí.

Fuego bajo las nubes

Подняться наверх