Читать книгу Fuego bajo las nubes - Aintzane Rodríguez - Страница 23

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1910

Nasha


Me encontré uno de los primeros periódicos del día tirado en el suelo y, como con casi todo lo que era gratis, me agaché a cogerlo y leí el titular. Por eso no me sorprendió reconocer la figura estirada y elegante de Olivie en la puerta de mi casa antes siquiera de que ella me viera llegar.

De todas formas, le pregunté:

—¿Qué estás haciendo aquí tan temprano? ¿No deberías estar trabajando?

Me acerqué hasta la puerta, donde ella estaba sentada, con los codos apoyados en las rodillas y los ojos bien abiertos. Al menos, una de las dos estaba despierta.

Oli levantó la cabeza y su cara se iluminó con aquella determinación que había visto en ella durante las reuniones. Tenía la piel tan pálida que las pecas resaltaban demasiado sobre sus mejillas y su nariz, como las mismas manchas que me ensuciaban los dedos.

—Hoy voy más tarde. —Se levantó estirando la parte trasera de la falda. Se había sentado sobre las enaguas en lugar de sobre la tela gris de la falda y ahora el blanco lucía un poco oscuro—. Pareces cansada.

Muy cansada.

—Lo estoy —suspiré, intentando volver a ponerme la sonrisa en la cara sin mucho éxito—. Olivie, ¿qué haces aquí?

—Sabía que aquí vivía Lilian, porque un día ella…

—No, eso no. Me refiero a por qué.

Seguramente, solo iba a confirmarme mis sospechas.

—¿Has leído el diario de hoy? Sé que es muy temprano y que acaba de salir de imprenta… ¡Ah! Lo tienes en la mano.

Asentí. Sospechas confirmadas.

Mientras volvía a casa, con The Daily Mirror arrugado entre mis dedos, me había dado tiempo a leer aquello que parecía importar tanto a Olivie como para presentarse en la pensión de madrugada. Al principio, las letras bailaron un poco ante mis ojos cansados, pero leí el artículo entero y ni siquiera fui capaz de reaccionar. No era tonta, sabía que Olivie tenía motivos para estar enfadada. Simplemente, no entendía por qué había venido hasta mi casa para sentarse en la entrada con esos motivos y el ceño fruncido.

Allí fuera, tan cerca de mi mundo y tan lejos del gimnasio de Edith, no me sentía tan cohibida. En las reuniones sabía que valoraban mi opinión, aunque no lo sentía. Era difícil deshacerme de la incómoda sensación de estar perdida y ser demasiado pequeña mientras todas a mi alrededor parecían tan grandes, tan decididas. En casa de Louise —o en los escalones de la entrada, en su defecto—, llevaba demasiado tiempo haciéndome un hueco y por fin lo sentía mío. Era casi algo físico, como si mi cuerpo pesara más en sótano de los Abadian y se hiciera más ligero en el cobijo de Louise.

Por eso, quizá, Olivie no me intimidaba tanto aquella mañana como cuando la había visto en las reuniones, tan valiente y capaz, sin pelos en la lengua y siempre dispuesta a pelear.

Al fin y al cabo, para eso estaba ahí.

—¡Es una vergüenza! —La luminosidad de su cara cogió un tono cobrizo, iracundo—. ¿De verdad esperan que aceptemos esas condiciones? Escucha: «El recién elegido Primer Ministro, H. H. Asquith, ha hablado con los medios de comunicación acerca del proyecto de ley por el voto femenino que prometió si se alzaba victorioso en las elecciones. “Cumpliré mi palabra, como debe ser”, ha afirmado. También ha añadido que tiene “unas condiciones innegociables” que pretende imponer». Olivie se detuvo unos segundos para alzar la vista del periódico y mirarme, como si esperara una reacción concreta. Bostecé, intentando disimularlo—. ¡Vamos, Nasha! No me digas que no te estás imaginando esas estúpidas condiciones.

No me las imaginaba, las conocía. Serían las mismas de siempre, favoreciendo a las mismas de siempre.

Como siempre.

El sol se había cansado de aguardar a que nuestra conversación finalizara y sus primeros rayos blanquecinos atravesaron el techo de nubes hasta iluminar los adoquines bajo nuestros pies. La calle parecía completamente diferente y también lo parecíamos nosotras.

—Me las imagino —me limité a contestar. Estaba tan cansada.

—¿Y no estás molesta? —preguntó zarandeándome del hombro—. Según ese indeseable, solo van a poder votar las mujeres que superen un nivel de fortuna y que estén enlazadas.

Y que sean blancas. Pero me callé y me estremecí; había sonado en mi cabeza exactamente igual que Louise.

—Lo que estoy es acostumbrada.

—Son poquísimas mujeres las que cumplen todo eso —continuó Olivie, aunque su voz sonaba más baja, difuminada.

«¿Y no estás molesta?». Sí, Olivie, estaba molesta. Estaba muy molesta, pero llevaba con esa misma sensación toda mi vida. Durante dieciséis años, había ido tambaleándome por el mundo, encontrándome con puertas cerradas y chocándome con muros en los que ni siquiera había puertas que cerrar. Me había acostumbrado a ese zumbido constante en mi pecho, a ese malestar en mis huesos; formaba parte de mí. Y, por mucho que quisiera luchar codo con codo por un voto que no parecía que fuera a llegarme a corto plazo —ni a largo, para qué mentir—, estaba ya tan molesta en general que no conseguía estarlo más.

Claro que estaba molesta.

—¿Has venido hasta aquí para contármelo?

Había algo más detrás de aquella visita. Olivie, por lo que había llegado a conocerla, no parecía de las que se dedicaba a difundir información; era más bien de las que protestaba contra lo que no le gustaba.

Se apartó los mechones de pelo que se le habían salido del moño. Estaba cerca, muy cerca, y, a pesar de su figura delicada, casi angelical, estaba enfadada y eso le otorgaba una especie de aura brillante y revolucionaria. Si mi reflejo en sus ojos hubiera sido más nítido, habría podido ver las manchas pegajosas de bebidas en mi camisa, mis párpados caídos y la nariz arrugada. Los rizos apelmazados y las mejillas enrojecidas, al igual que las orejas.

—He venido para que me acompañes a la manifestación. Han convocado una enfrente del Parlamento en unas horas y pensé que querrías venir.

—Creía que Emmeline Pankhurst y su grupo habían hablado de tregua.

El gesto de Olivie se ensombreció y sus palabras sonaron metálicas al salir de su boca:

—Ellas no han decidido esto. Ya te dije que ellas no decidían todo.

No respondí. Me quedé quieta, mordiéndome el interior de la mejilla, sin saber muy bien qué hacer. Le dije a Louise que pelearía con ellas a pesar de no recibir nada a cambio —su ayuda en un futuro, quizá—, aunque desde que Edith nos había hablado de la tregua, estaba mucho más tranquila. Si en lugar de un alto el fuego, Emmeline Pankhurst nos hubiera convocado a protestar, estaba casi segura de que lo habría hecho sin pensármelo demasiado. En cambio, había otras opciones menos peligrosas y quizá yo era demasiado cobarde eligiéndolas, pero las había elegido.

Estaba asustada y las advertencias de Louise se habían abierto camino entre mi propia convicción.

—Lo siento, Olivie, no puedo.

Olivie estaba tan segura de que aceptaría que, de repente, su sonrisa se desinfló en sus labios, torciéndose en una mueca desagradable. Sentí que incluso el día perdía color.

—Creí que tú, precisamente tú, lo entenderías. Que me entenderías.

Sus palabras sonaron envenenadas, como si tuviera que estar enfadada conmigo. Fruncí los labios. Yo no tenía la culpa de nada.

—No, Olivie, entiéndeme tú a mí. Si no hubiera otra forma, sería la primera en acompañarte. Pero la hay, nos están ofreciendo alternativas y prefiero luchar por ese camino.

Ella chasqueó la lengua, molesta, y eso, por algún motivo, me molestó. Ella podía hacer lo que quisiera, del mismo modo que yo también quería decidir.

—Lo siento. Ya te lo dije en la reunión, solo que estabas muy enfadada para escuchar a nadie más.

Y yo solo estaba demasiado asustada para opinar.

Estaba tan cansada, con los brazos pesados y la espalda dolorida. Tenía frío y sueño y miedo y me sentía mal por Olivie, aunque no fuera mi culpa. Estaba confusa, porque era incapaz de mantenerme firme en una opinión, como Olivie o Louise, y le daba demasiadas vueltas a la cabeza hasta que no sabía si lo que gobernaba en mí era la decisión de pelear o el pánico a hacerlo. Ojalá las cosas hubieran sido diferentes para poder colgarme de su brazo y seguirla hasta el Parlamento. Sin embargo, por muy parecidas que ella pensara que éramos y por muchos objetivos comunes que tuviéramos, había intereses que no podíamos compartir.

«Pero no te olvides de que incluso las que consideras tus iguales trabajan en fábricas y tiendas, en oficinas y sombrererías, no en antros en los que tienen que ver a su madre prostituirse para vivir».

Las palabras de Louise se volvieron más reales cuando reconocí la figura que se acercaba a la casa trastabillando.

—De todas formas, puedo ir sola.

Olivie frunció los labios y se dio la vuelta, haciendo volar su falda. La miré marcharse e intenté no salir tras ella, no pedirle disculpas, aunque no sabía exactamente por qué sentía la necesidad de hacerlo. No podía hacer nada y tenía que repetírmelo para que la culpa o la cobardía no me carcomieran por dentro, abriendo agujeros en mis entrañas.

Me acerqué a mi madre, que se tambaleaba sobre los zapatos y arrastraba una especie de camisola por el suelo. Si había estado vagando por la ciudad vestida así desde que cerré el club, no solo habría cogido frío más que suficiente para un resfriado, también habría tenido algún que otro encontronazo desagradable. No pude evitar el pinchazo de culpabilidad en el costado. Si la hubiera acompañado a casa…

Pero ella me había rechazado y ya había intentado en otras ocasiones obligarla o seguirla. Ninguna de ellas había terminado bien para ninguna de las dos.

No eres su niñera, Nasha, eres su niña.

A veces no me parecían papeles tan diferentes.

Cuando llegué hasta ella supe que estaba mucho más borracha de lo que parecía en un primer momento. Sus ojos estaban rojos y sus labios, hinchados, con todo el maquillaje corrido en las mejillas. Tenía un aspecto polvoriento, como si llevara mucho tiempo olvidada en un almacén, acumulando el paso del tiempo en la piel. La empujé para que se apoyase en mí y sentí su peso en los hombros.

—Vamos a casa.

Agradecí que estuviera consciente cuando entramos y la senté en el baño y la ayudé a deshacerse del camisón y a quedarse tan solo con la ropa interior. Su cuerpo estaba sucio y pegajoso, así que también lo limpié, intentando que mis dedos no rozaran su piel.

Me daba miedo darme cuenta de que era exactamente igual que la mía.

Le di uno de mis camisones limpios y también le preparé la infusión que Louise me daba en las noches que me costaba dormir. La habitación estaba vacía y el reloj marcaba las siete de la mañana, sus agujas afiladas desplazándose con lentitud. La senté en el borde de la cama mientras se la tomaba y lloré. Ella no iba a ver mis lágrimas y tampoco le importarían.

Lloré porque no sabía qué hacer. Porque era mi madre, pero a veces deseaba que no lo fuera. Lloré porque no quería sentir aquello, porque no quería que doliera, porque quería que fuera amor. Porque me asustaba haber pensado alguna vez en huir, en dejarla atrás, y al mismo tiempo soñaba con ello cuando no podía controlarlo. Lloré porque me hubiera gustado que se levantara para abrazarme, que me hubiera abrazado en muchas más ocasiones de las que lo había hecho. Lloré porque me dolía quererla y me dolía pensar en no hacerlo.

Lloré porque lo necesitaba.

Necesitaba respirar y sentía que ella se quedaba con todo el aire.

Fuego bajo las nubes

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